Pablo Milanés y sus paradojas
«La más sangrante: vive del dinero que le dan sus conciertos en el exterior por defender simbólicamente un sistema que ha abolido los derechos de autor»
Por el poder evocador de la música, los obituarios sobre Pablo Milanés terminan en la juventud de quien los escribe. No quiero ser la excepción. Eso sí, no sé si tener indulgencia o sentir lástima por el adolescente en huaraches y con morral que iba a los conciertos en el entonces destartalado Auditorio Nacional de la Ciudad de México a gritar vivas a Cuba.
No sabía ver entonces que los problemas de México de los años ochenta no eran por ser distinto a Cuba, sino por ser semejante. Tanto en el control del poder por un único partido como en el dominio de la economía por el Gobierno. En México, sin embargo, ese control no era absoluto ni monocorde. La pluralidad social no había sido abolida y la economía de mercado, con trabas e injerencias, no había sido cancelada.
Sin conciertos de rock, que estaban prohibidos, la Nova Trova traía en sus acordes y letras un elemento de modernidad a la decadente escena musical de México. Las canciones eran himnos; el público, una feliz amalgama de melenas, hormonas y rebeldía encapsulada. No sabíamos que nuestro bobo pacifismo y diletantismo pequeñoburgués nos habría costado una buena paliza en Cuba y varios años en la cárcel.
La revolución logró vender el talento de los artistas cubanos como mérito suyo. Por eso conviene recordar que Pablo Milanés ya era músico cuando triunfó Fidel Castro. Eso quiere decir, maracas y bongó aparte, crecer y destacar en un escenario complejo y competitivo: agrupaciones numerosas y rutilantes, ritos de iniciación en la radio, rivalidad entre estrellas, sellos discográficos, cabarets y salones de baile, revistas y críticos, programas de la incipiente televisión. Con talento, un migrante mulato de Oriente se abría paso en La Habana.
Al castrismo, de hecho, le tomó al menos un lustro silenciar o adulterar ese universo, para felicidad de los tímpanos de los habitantes de Miami y de la Ciudad de México, adonde se desplazaron sus máximos exponentes, Celia Cruz y Dámaso Pérez Prado. El fenómeno de Buenavista Social Club son solo tizones rescatados de aquella hoguera. Efectivamente, «llegó el comandante y mandó parar», como reza el verso de Carlos Puebla, escrito como elogio y convertido en epitafio del dictador.
«Su amor a la revolución, compartido entonces por la mayoría, no está exento de críticas»
Pablo Milanés empieza a destacar en un mundo en tensión entre los riquísimos hábitos del pasado y la sorda rigidez de los hombres de verde olivo. Forma parte del trío Los Armónicos, de la orquesta Sensación y del grupo de negro espiritual El Cuarteto del Rey. Su amor a la revolución, compartido entonces por la mayoría, no está exento de críticas, que emite sin ser consciente del peligro que implica. Una mañana de 1965 recibe un extraño «llamado a filas». En el traslado al cuartel se da cuenta de que está detenido. Como él, miles de cubanos que fueron llevados a campos de reeducación. Vendrán duros meses de trabajos forzados. Homosexuales y disidentes son tratados con mayor rigor en las Unidades Militares de Ayuda a la población (UMAP), donde se forja el Hombre Nuevo.
Según confesará en el documental de Juan Pin Vilar, ahí descubrió el otro rostro de la revolución. Pero también el poder salvador de la literatura (lee todo lo que cae en sus manos, incluido La montaña mágica de Thomas Mann y Un día en la vida de Iván Denisovich de Solyenitzin). Del cautiverio lo salva una carta de su madre a su primo segundo, el comandante Almeyda.
Es difícil entender lo que sucede a continuación en la vida de Milanés. ¿Miedo? ¿Claudicación? ¿Convencimiento? ¿Los mecanismos del síndrome de Estocolmo? El hecho es que Pablo Milanés decide integrarse al sistema cultural de la revolución y olvidar durante casi un cuarto de siglo las murmuraciones críticas.
Del ecosistema cultural de la isla desaparece el público, es decir, el mercado, y la crítica, es decir, la libertad. Lo sustituye un sistema de propaganda, donde está prohibida la más mínima disidencia, pero construido sobre unas bases de enorme calidad y con el apoyo inicial de muchos grandes, como Alejo Carpentier o Néstor Almendros. Este aparato se irá vaciando de contenido, abandonado por los artistas que se exilian o son reprimidos, y será tan solo un cascarón burocrático donde medran los peores, pero en los años sesenta es una joya que realiza la mejor de las propagandas para la revolución, tanto en la literatura con Casa de América, como en el cine, con el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, o la música, donde destaca el muy temprano Encuentro Internacional de la Canción Protesta celebrado en 1967, en el que Pablo Milanés es ya una de sus figuras.
«Como hiciera Serrat con Machado y Hernández, Milanés lleva los versos de Martí y Nicolás Guillén a la música»
Tras su paso, en 1969, por el Grupo de Experimentación Sonora (GES), bajo la dirección de Leo Brouwer, la educación musical de Milanés está completa. Son años de creatividad y de consagración internacional que empieza en México en los años setenta y se acelera en los años ochenta y noventa en España de la mano de Víctor Manuel y Ana Belén. Compone canciones que son ya parte de la memoria colectiva, como Yolanda y El breve espacio en que no estás e himnos irresponsables y belicistas. Yo pisaré las calles nuevamente es ambas cosas a la vez. Como hiciera Serrat con Machado y Hernández, Milanés lleva los versos de Martí y Nicolás Guillén a la música. Sus rescates de la tradición (y del bolero yucateco) es otro hito que se anticipa dos décadas a Ry Cooder. Todo, bajo el timbre aterciopelado de una voz irrepetible.
Son años también en que las paradojas se vuelven sistema. La más sangrante: vive del dinero que le dan sus conciertos y regalías en el exterior por defender simbólicamente un sistema que ha abolido los derechos de autor y cancelado el mercado. Vive como rico gracias a cantar loas de un país que ha arruinado a su pueblo.
Tras el juicio a Arnaldo Ochoa y los hermanos De la Guardia, y, sobre todo, ante el derrumbe del bloque socialista y el llamado Periodo Especial, Pablo Milanés se distancia del Gobierno. Hace unos cinco años, sin romper públicamente, fija su residencia en Madrid. Y, más importante aún, establece en secreto su deseo de ser enterrado en España para que el Gobierno de la isla no se lucre con sus restos en un funeral de Estado. Las manifestaciones multitudinarias del 11 de julio del 2021 en Cuba lo encontraron cansado y enfermo, pero se pronunció a favor de los manifestantes, con lo que rompía de manera inapelable con el régimen. Este intentó apropiarse de su último concierto en La Habana, el 21 de junio pasado, estableciendo como sede un teatro pequeño, que pretendía llenar, además, de funcionarios y acólitos. La fuerza de los fieles de Pablo Milanés, que armaron una trifulca al enterarse, logró que las autoridades culturales cambiaran el lugar, mucho más grande. La noche del concierto, el público, entre miembros de la Seguridad del Estado infiltrados, esperaba una señal que incendiara la pradera, pero está no llegó. Qué difícil ser artista cubano, siempre a la sombra del caudillo.
Ante el aluvión de obituarios en Miami y La Habana, imagino la silueta afro del gigante sonriente de Bayamo asomarse a su tumba de Las Rozas y sonreír satisfecho. Su muerte ha reconciliado por unos días a todos los cubanos bajo el embrujo caricioso del son y del bolero.