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Cultura

Pedro Álvarez de Miranda: «La realidad no cambia porque cambiemos el diccionario»

El académico y catedrático conversa con David Mejía sobre su carrera como filólogo y las reglas y límites del lenguaje

Pedro Álvarez de Miranda (Roma, 1953) es filólogo, especialista en lexicografía. Es Catedrático de Lengua Española de la Universidad Autónoma de Madrid y desde el año 2010 es miembro de la Real Academia Española. Su último libro es El género y la lengua (Turner, 2018). Además, colabora de forma regular en prensa escrita.

P. Naciste en el año 53 en Roma, cuando tu padre era director del Instituto Español de Lengua y Literatura de España, lo que hoy es el Instituto Cervantes. ¿Tienes algún recuerdo de Roma?

R. En efecto, mi padre, que estaba muy vinculado al círculo de Joaquín Ruiz Jiménez, fue el primer director de lo que entonces se llamaba Instituto Español de Lengua y Literatura, uno de los institutos que se crearon por entonces en las principales capitales europeas. Fue el que puso en marcha el instituto, de modo que mis padres y mi hermana pasaron en Roma seis años. Pero yo nací en el 53 y mi padre estuvo de director hasta el 54, así que sólo pasé allí mi primer año de vida y no tengo el más mínimo recuerdo. Después, durante mucho tiempo Roma fue algo mítico para mí y tardé bastante en ir. Conocí Italia, y Roma en particular, en el típico viaje de Interrail, en el verano del 72, con 19 años. El Instituto que dirigió mi padre estaba en la Piazza de la Rotonda, al lado del Panteón, y tengo muchos recuerdos en casa, he escrito incluso algunas cosas sobre mi padre relacionadas con esa época. Pero recuerdos de mi infancia romana, o mejor dicho de mi lactancia romana, no tengo.

P. Tu padre, Ángel Álvarez de Miranda, catedrático de Historia de las Religiones, falleció cuando eras un niño.

R. Sí, cuando yo tenía tres años. Precisamente, una de las cosas que hizo en Roma, además de dirigir el Instituto, fue doctorarse en Historia de las Religiones. Él era ya doctor en Clásicas por la Universidad de Madrid, pero lo que le interesaba era estudiar con un sabio italiano que se llamaba Raffaele Pettazzoni. Y al volver a España en el año 54, hizo las oposiciones a la cátedra de Historia de las Religiones en la Universidad de Madrid, pero desgraciadamente apareció enseguida esa enfermedad terrible que es la ELA y falleció en el 57. Es decir, pudo ejercer como catedrático apenas un curso, estando ya muy enfermo. No tengo recuerdos de mi padre y por tanto he tenido que conocerle por sus escritos; dejó mucha obra inédita de la que se ocupó mi madre, y yo también he procurado mantener un poco viva su obra, que fue una obra corta pero bastante apreciada por los especialistas en Historia de las Religiones.

P. Sí, en el fondo, como académico has seguido su estela. Pero tu madre también era una intelectual.

R. Mi madre también había estudiado filología clásica, se conocieron en la Facultad. Mi madre en un principio no hizo carrera académica. Pero al quedarse viuda y en una situación económica bastante difícil, le vino muy bien el italiano porque lo hablaba muy bien, y fue una mujer pluriempleada: daba clases de italiano en la Facultad de Filosofía y Letras, clases de español a extranjeros, hacía muchas cosas porque era muy activa y pudo sacarnos adelante a mi hermana y a mí.

P. Y tú te criaste en una casa, me imagino, llena de libros.

R. Sí, una casa en la calle Galileo, tampoco muy grande, pero llena de libros. Una parte de esos libros los tengo yo, otra parte mi hermana y otra parte la donamos a la Complutense porque había libros de Historia de las Religiones que eran difíciles de encontrar en España. De manera que sí, era una casa llena de libros y un ambiente muy de letras. Y ese ambiente de letras me tenía bastante despistado, porque yo era buen estudiante y se me daban bien las letras y las ciencias. Me parece que mi madre me empujaba suavemente hacia las ciencias para variar un poco, y llegué a hacer bachillerato de ciencias, pero al final estudié Filosofía y Letras.   

P. Sucumbiste a la presión ambiental.

R. Sí, aunque antes de decidirme, llegué a fantasear con hacer dos carreras, una de ciencias y otra de letras. Pero una cosa es ser un poco empollón y otra cosa es estar chalado. Es que en mi casa oía hablar mucho de don Pedro Laín, que había sido muy amigo de mi padre, y entonces yo tuve en mente ese modelo de médico humanista. Pero evidentemente estaba apuntando demasiado alto y me di cuenta de que aquello era un disparate, hacer medicina y Filosofía y Letras, así que renuncié a la medicina. Es curioso porque me ha quedado una especie de resabio de querer entender cosas de medicina.

P. Pero dentro de Filosofía y Letras, te has dedicado a la ciencia, a la lingüística. ¿Sabías que te inclinarías por la lingüística en lugar de por la literatura?

R. Me he dedicado a las dos. No cultivo la distinción entre lengua y literatura, al contrario; y más que la palabra lingüística, me gusta la palabra filología, me defino como filólogo. La palabra filología está un poco de capa caída, ha desaparecido en muchas denominaciones de facultades pero, afortunadamente, mi departamento se sigue llamando Departamento de Filología Española. La filología tiene la ventaja de que engloba la lengua y la literatura. Como yo seguía estando dubitativo en esa época, Filología Española tenía dos subsecciones, una de Lingüística Hispánica y otra de Literatura Hispánica. Y en vez de elegir, hice las dos. Era bastante esfuerzo aunque había muchas asignaturas comunes que te convalidaban, pero eso refleja ya entonces mi negativa a encasillarme solo en la lengua y tratar de seguir en la línea de la filología española, en la que ambos saberes han ido muy unidos. Entonces, hice, como alumno oficial, lingüística, y como alumno libre, literatura.

P. Si no me equivoco, Rafael Lapesa dirigió tu tesina de licenciatura y tu tesis doctoral. Lapesa fue uno de los discípulos de Menéndez Pidal que se quedaron en España, ¿cómo vivías esa escisión que se produjo en la literatura y en la filología entre los dos océanos?

R. Esta es una cuestión muy importante. Los discípulos de Rafael Lapesa pensamos en la suerte que tuvimos con que don Rafael se quedara en España, porque fue el nexo entre la escuela de Ramón Menéndez Pidal de la preguerra y la de la posguerra. Desempeñó un papel fundamental para la continuidad de la Filología española y de la escuela de don Ramón, porque evidentemente muchos otros se fueron al exilio. De manera que fue una suerte el hecho de que Rafael Lapesa estuviera en Madrid, y su admirable dedicación a la Universidad y a la docencia. Los discípulos de don Rafael hemos procurado dejar muchos testimonios de nuestra admiración por el maestro, que fue desde luego decisivo para mí. Y como catedrático de Historia de la Lengua, tiene libros admirables sobre el marqués de Santillana, sobre Garcilaso, sobre muchos aspectos filológicos de historia de la lengua y de la literatura españolas. Don Rafael se jubiló en 1978, y me dirigió buena parte de la tesis ya jubilado. Siguió muy activo después de jubilarse y seguía siendo una persona cercana. Para mí es un privilegio que fuera mi maestro.

«Una palabra puede existir y no estar en el diccionario, y estar en el diccionario y no existir»

P. Estudias la carrera en los cinco últimos años del franquismo, ¿cómo vivías ese momento en que la universidad también era un contrapoder muy evidente del régimen?

R. La universidad era un hervidero. Era una época de muchísima agitación política. Si tenías clase entre las 9h y las 11h se daba, pero a partir de las 12h ya muchas veces no se daba porque se montaba el follón. Yo no militaba en ningún partido político, tenía muchos amigos que sí, pero yo era una especie de demócrata despistado, nada más. Andaba ya bastante metido en mis filologías.

P. ¿La decisión de estudiar el siglo XVIII fue una propuesta de don Rafael Lapesa?  

R. Había leído un artículo de Don Rafael publicado en un homenaje a Pedro Laín: «Palabras, ideas del léxico, de la ilustración, del romanticismo». Se publicó en un sitio muy peculiar, una revista de historia de la medicina que se llamaba Asclepio. Recuerdo que cuando lo comenté con don Rafael y le sorprendió mucho que conociera ese artículo. A mí me había entusiasmado y le dije que quería trabajar en algo relacionado con historia del léxico. Y me propuso que, para la tesina, me ocupara del léxico de Feijoo. Al llegar a casa vi que Feijoo había escrito 14 tomos, pero ya me había comprometido, así que lo estudié e hice la tesina sobre ese tema. Y eso me llevó a meterme mucho en el siglo XVIII. Después hice la tesis sobre el léxico de la primera Ilustración, es decir, Feijoo y sus contemporáneos, desde finales del XVII hasta el final del reinado de Fernando VI, comienzo del reinado de Carlos III. Me llevó muchos años porque paralelamente hice oposiciones y daba clases en un instituto. En esa época podías hacer la tesis con mucha tranquilidad, y yo la hice tal vez con excesiva tranquilidad (ríe).

P. El siglo XVIII es el gran desconocido de la cultura española.

R. En la actualidad el siglo XVIII no es un siglo desconocido, pero hace treinta o cuarenta años sí que lo era. Era un siglo poco atendido incluso por la escuela de Ramón Menéndez Pidal, de ahí el mérito de don Rafael Lapesa, que era un hombre abierto a muchas cosas. Claro, hay que tener en cuenta que Menéndez Pidal nació en el siglo XIX, así que lo tenía al lado, y su escuela no tuvo mucha estima por ese siglo, por todos los prejuicios que existían y esa consideración falsa de que era un siglo antiespañol. Pero hay que decir que se produjeron contribuciones muy importantes al estudio del XVIII del hispanismo extranjero y especialmente del francés. Muchos hispanistas franceses hicieron libros espléndidos sobre el XVIII, empezando por el más famoso que es el de Jean Sarrailh, un libro sobre la España Ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII. Y también hubo un núcleo muy importante en Oviedo, al que yo estoy muy vinculado, donde hay un Instituto Feijoo de estudios del siglo XVIII. Y hay otras figuras importantes como don José Caso o Francisco Aguilar Piñal. Si me permites un inciso, ayer estaba leyendo un artículo de los años 60 de José Fernández Montesinos, hispanista español en Estados Unidos, en el que decía que se publicaba demasiado. Y te produce una sonrisa porque si en los sesenta se publicaba demasiado, lo de hoy es ya una locura. A veces compadezco a los estudiantes que tienen que leer la bibliografía que hay sobre algo, porque es apabullante. Entonces decir que hay algo poco estudiado hoy en día es imposible.

P. Me refería al siglo XVIII como desconocido, no porque esté poco estudiado por la academia, sino por ser ignorado por la cultura popular. Es decir, se habla de Cervantes, Quevedo, Lope, Calderón, y también de Larra o Galdós, pero no hablamos de Jovellanos, Cadalso o Feijoo.

R. Hay que reconocer que, desde el punto de vista estrictamente literario, el XVIII no es un siglo especialmente brillante. Es más interesante desde el punto de vista de las ideas, el fenómeno de la Ilustración. Pero, efectivamente, obras literarias no han quedado muchas. ¿Quién ha leído Las cartas marruecas? ¿Quién lee a Feijoo o a Jovellanos? Hay un fenómeno interesantísimo en la historia de la cultura española que es el bache que sufre la novela. En España, que se considera el país que creó la novela moderna con Cervantes y El Quijote, de repente se produce un hiato lamentable de novela en el XVIII. Y hay que reconocer que tampoco hay ninguna obra que esté a la altura de la novela realista de la segunda mitad del XIX.

P. O de otras novelas, como del Tristram Shandy.

R. Claro, es que el XVIII europeo descubre el Quijote con admiración, y su influencia en la novela francesa, inglesa, alemana es inmensa. En cambio aquí el Quijote parecía una obra de risa, y sobre todo no fue un acicate para la novela. De ahí el gran mérito de los novelistas del grupo del realismo, que tienen que prácticamente reinventar la novela.

P. De esas indagaciones en el léxico del XVIII, ¿qué hallazgo destacarías?

R. Siempre me voy a lo que más me interesa, que es la historia de las palabras, y una pequeña sorpresa fue descubrir el empleo bastante temprano en España de la palabra «civilización», que es una palabra importantísima del XVIII. Y un poco más adelante aparece el verbo «progresar», que el español fue la primera lengua en la que se empleó. Hace poco he escrito un artículo sobre la palabra «progre»; «progresar», «progresista» son palabras muy importantes en el XIX. Jovellanos es el primero que utiliza «el Progreso» con mayúscula, como concepto absoluto. Es un concepto fundamental, que hace crisis luego en el siglo XX porque no todo es movimiento en la dirección progresiva. Este tipo de cosas son las que a mí siempre me han interesado: contrastar la evolución de nuestro léxico como receptáculo de las ideas con lo que está ocurriendo en Europa. Casi siempre vamos un poco a remolque de Europa. Porque en el XVIII el francés fue lo que hoy es el inglés, una lengua de una importancia enorme.

P. Existían temores similares a los que podemos tener ahora con el inglés, galicismos excesivos.

R. Exacto, hay muchas lamentaciones y muchos escritos catastrofistas, hasta el punto de que hay una obra de Juan Pablo Forner que se llama Exequias de la lengua castellana. Todo eso es muy exagerado; es un fenómeno que me interesa también muchísimo, el del purismo lingüístico. Y vistas las cosas con perspectiva, cuando por ejemplo ahora oigo jeremiadas sobre el inglés, que nos va a asfixiar, que va a acabar con la lengua española,  pues las recibo con cierto escepticismo, porque es lo mismo que se decía del francés y no pasó nada. En ese sentido no soy derrotista ni catastrofista.

P. En mi opinión, los hablantes son más conservadores que los académicos.

R. Sí, eso ocurre mucho. Y nos preguntan constantemente qué se puede decir y qué no. Es lógico, la gente se vuelve hacia la Academia como autoridad y como árbitro, como policía del idioma. Pero un filólogo nunca será un policía del idioma. La gente nos pregunta si tal palabra existe, porque no está en el diccionario, y yo respondo que una cosa es estar en el diccionario y otra cosa es existir. Puede existir y no estar diccionario, y (lo que es más grave) puede estar en el diccionario y no existir, porque esto sucede también. A la gente la desconcierta que un académico sea más bien tolerante en materia idiomática.

P. Y yo creo que hay una confusión entre lo que hace la Academia: ser descriptiva respecto al léxico, y normativa respecto a la ortografía.

R. Efectivamente, y es bueno que sea así y es lógico que sea así. El único aspecto de una lengua que se puede realmente codificar desde un punto de vista normativo es la ortografía. Y tenemos la suerte de que en la lengua española tenemos una ortografía común que desde el siglo XVIII regula la Academia y que milagrosamente todo el mundo ha aceptado, las imprentas, los países hispanoamericanos -hubo algún intento de cisma o de secesión, por ejemplo, de los chilenos en el siglo XIX. Eso es estupendo, que tengamos una ortografía común. No la tienen, por ejemplo, los lusófonos, hay discrepancias ortográficas entre Brasil y Portugal, y son dos. Y nosotros, que somos 23, estamos de acuerdo. Eso es casi milagroso y hay que preservarlo como sea, porque la unidad ortográfica es un pilar fundamental de la unidad lingüística. Y tanto a la Academia, como a la Asociación de Academias, les corresponde mantenerlo. Por eso soy partidario de no tocar nada más en la ortografía. Porque cualquier discrepancia ortográfica o cualquier acto de ir por libre en ortografía puede ser un pequeño portillo a un cisma. Yo escribí un articulito que tiene un título que creo que lo resume bien, que es «Acatar rechistando». Es decir, puedes rechistar si no te gusta, pero acata. Porque la ortografía es una cuestión absolutamente convencional: en la Europa continental circulamos por la derecha. Podríamos circular por la izquierda, pero circulamos por la derecha; sigue conduciendo por la derecha y cumple las normas de ortografía.

P. Hay casi 500 millones de hablantes de español en el mundo, de los cuales solo 47 están en España. Sin embargo, la presidencia de la Asociación de Academias siempre recae sobre la Academia Española. Es decir, sigue habiendo un elemento eurocéntrico. ¿Cómo se van resolviendo estas tensiones?

R. Creo que se están resolviendo en general bastante bien, porque en el caso español, existe la Asociación de Academias donde están todas representadas en pie de igualdad. Y las academias americanas consideran a la española una prima inter pares. Conserva esa preeminencia de ser la primera y de ser la madre del idioma. Ha habido mucha retórica en todo esto, no digamos ya la expresión «madre patria», que siempre da un cierto rubor utilizar, aunque los hispanoamericanos la usan mucho. Y sí, el director de la Real Academia Española es el presidente de la Asociación de Academias. Es cierto que hay que tener en cuenta también que dentro de las academias hispanoamericanas, las hay de distinta entidad. No es lo mismo la Academia Mexicana o la Academia Argentina, que las Academias de algunos pequeños países centroamericanos, que son instituciones con una situación un poco azarosa. Hay un convenio que se firmó en Bogotá en 1966, por el cual todos los gobiernos de Hispanoamérica tienen que ayudar y sostener a sus academias. Pero hay países en los que evidentemente la situación no está como para sostener muchas academias.

P. Pero México, que es el país con mayor número de hispanohablantes, puede ejercer presión.

R. Así es, la Academia Mexicana es fuerte y precisamente en México empezó la ASALE (Asociación de Academias de la Lengua Española), porque el primer Congreso se celebró allí en 1951; curiosamente, sin académicos españoles porque Franco lo prohibió, no había relaciones con México. Pero es muy interesante ver las actas de aquel congreso del 51, porque todos los académicos lamentaban la ausencia de España y al mismo tiempo manifestaban su respeto por la Academia Española. Y el siguiente encuentro se hizo en Madrid en 1956. Y es muy positivo ese espíritu de entendimiento de la ortografía, también del diccionario, también de la gramática. Como decíamos antes, la ortografía es un factor de cohesión importantísimo, porque evidentemente la gramática no es igual y el léxico tampoco. Lo es en un 90%, pero hay un margen de lo que llamamos americanismos, mexicanismos, argentismos, etcétera, que dan riqueza a la lengua y no dificultan la comunicación. Es algo extraordinario poder leer a Carlos Fuentes y a Cortázar, y a tantos otros, sin traducción.

«En la historia de la lengua española nunca se ha inventado un morfema»

P. Antes hablábamos de controlar la tentación de alterar la lengua. Pero se ha extendido la idea de que se puede modificar la realidad modificando el lenguaje. El ejemplo más claro es la creencia de que eliminando el masculino genérico se eliminará el sexismo.

R. Es ingenuo pensar que cambiando la lengua va a cambiar la realidad. Es exactamente al revés. Cambiando la realidad, con el tiempo, cambia la lengua. Pero es empezar la casa por el tejado. Supongamos que España es un país machista; si es así, tiene una lengua machista y si tiene una lengua machista tiene un diccionario machista. Entonces, ¿cómo cambiamos las cosas? No es cambiando el diccionario, lo que habrá que cambiar es España, porque entonces cambiará la lengua, y entonces cambiará el diccionario. Lo he simplificado mucho, pero es así. La realidad no cambia porque cambiemos el diccionario. Sería, en todo caso, al revés. Los que hemos estudiado un poco la historia de la lengua española sabemos, por ejemplo, que nunca se ha inventado un morfema.

P. ¿Eso piensas cuando escuchas la palabra «niñes»?

R. Exacto, es que jamás se ha inventado un morfema, se han inventado palabras, pero el sistema gramatical es una especie de bloque en el que nadie inventa un nuevo morfema, un nuevo tiempo verbal o un nuevo tipo de oraciones subordinadas.Y pretender hacerlo no sé si es ingenuo o soberbio. ¿Cómo va alguien a modificar la columna vertebral del idioma de 500 millones de hablantes? ¿Te van a seguir los 500 millones? ¿Cómo se puede pretender inventar un morfema e? Y que conste que me dicen que en Argentina está progresando bastante y en Chile también, a lo mejor me tengo que tragar mis palabras, pero sería insólito que una cosa así arraigara. Y de nuevo volvemos al panhispanismo: si arraiga sólo allí y no en otros sitios, estaremos abriendo una grieta importante en la unidad del idioma. Habrá quien diga que es más importante el no sexismo lingüístico que la unidad del idioma. Yo no lo comparto, me parece más importante la unidad del idioma. Sobre el lenguaje inclusivo he escrito mucho y mi idea fundamental es que hay que desdramatizarlo. Es un problema que existe, sí, pero como no tiene solución, pues hagamos como que no hay problema. Esto puede parecer cínico, pero fíjate, lo de la e es problemático, porque ese morfema ya empieza a tener dos valores. Recién inventado es ya casi polisémico, es decir, puede servir como marcador inclusivo de masculino y femenino, y puede ser también un tercer género, el de los no binarios. El masculino genérico es una convención más que tiene unas raíces en una primacía de la sociedad patriarcal, evidentemente. Yo no sé nada de antropología, pero hay un masculinismo subyacente en las sociedades occidentales que ha hecho que el masculino sea el género no marcado.

P. Ir al genérico femenino sería un paso más sencillo. Al estilo Unidas Podemos.

R. Eso sería una posibilidad con la que he especulado varias veces, aunque reconozco que con una cierta ironía. Porque de nuevo, ¿cómo convences a 500 millones de personas de que ahora el femenino es el género no marcado? Esto no es una cuestión de publicarlo en el BOE. Y aunque se estableciera, podría llegar un día en que hubiera más partidarios de volver al masculino genérico. Sería absurdo, no podemos estar cambiando de género no marcado cada cierto tiempo.

P. Vamos a hablar de otro tema polémico: las tildes. ¿Hay que ponerle tilde a Feijoo?

R. Pues no, no hay que ponérsela. La Academia, en su ortografía, dice expresamente que Feijoo y Campoo no llevan tilde. Porque se considera que son llanas que terminan en vocal. La verdad es que pronunciamos «Feijóo», pronunciamos una o tónica un poco alargada. Y como decía antes, creo que hay que hacer caso a la Academia, se puede discrepar pero hay que acatar. De todas maneras, los apellidos son un terreno un poco particular, es cierto que hay variantes en los apellidos.

P. Un tema más polémico que la ‘ley trans‘ o la ley del ‘solo sí es sí’ es la tilde del adverbio «solo».

R. Pues ahí hay un enorme malentendido. La gente cree que ahora la Academia le ha quitado la tilde a «solo». Y no es verdad, realmente desde 1959 ya dice la Academia en su ortografía que solo se pusiera tilde a «solo» y a los demostrativos en los casos de anfibología, es decir, en los casos en que pudiera haber dos posibles interpretaciones en una frase. Bueno, esto era demasiado sutil y complicado. Entonces las imprentas y los profesores tiraron por la calle de en medio y decidieron que se ponía tilde siempre. Pero eso no lo decía la Academia. Por otro lado, la tilde diacrítica, es decir, la tilde para distinguir, tiene más sentido en los monosílabos, porque uno es tónico y otro es átono. Es decir, «mi» posesivo es átono y «mí» pronombre personal es tónico. Por eso está bien que uno no lleve tilde y el otro sí. En cambio, «solo» es siempre tónico. Por lo tanto, no tiene mucho sentido que le pongamos tilde a uno y al otro no. Pero lo que has aprendido de niño, no te lo quitas. Decía Samuel Gili Gaya que las reformas ortográficas provocaban una o dos generaciones de analfabetos. Es una exageración, pero realmente lo mejor de la ortografía es no tocarla.

P. ¿En la Academia hay preocupación por un mundo en el que cada vez van desapareciendo los mediadores? Desaparecen los críticos literarios, los críticos cinematográficos, los críticos gastronómicos. Hay incluso quien mira en Google en lugar de ir al médico. Entiendo que el diccionario de la Real Academia sigue teniendo un lugar prominente como lugar de consulta, ¿pero esa prominencia corre peligro?

R. Creo que no, y desde luego el Diccionario de la lengua española de la Academia es una obra muy consultada, y la desaparición práctica del papel no ha hecho sino favorecerlo. El Diccionario de la Academia, cuya 23.ª edición en papel se publicó en 2014, se vendió muy mal, hay que reconocerlo, porque la gente sabía que se podría consultar gratis en la página de la Academia. Pero en cambio las consultas en línea alcanzan unas cifras impresionantes. Yo mismo, cuando trabajo en casa, tengo siempre abierta la página web. Además, en pantalla pinchas en una palabra de la edición y se abre, no hay que estar pasando páginas. Me parece que está claro que el libro en papel no ha muerto, pero el diccionario en papel sí. Además, ese diccionario de 2014 ya se ha quedado anticuado. Ha habido actualizaciones en 2019, 2020, 2021 y habrá otra en 2022. Por tanto, las ventajas de la edición electrónica son abrumadoras. Y que conste que no soy nada mitificador de la tecnología, ni de la modernidad, ni de la ultramodernidad. Al contrario, en esos terrenos más bien tiendo a ser un poco conservador. Pero no rendirse a la evidencia de la utilidad del diccionario en línea seria completamente absurdo.

«El libro en papel no ha muerto, pero el diccionario en papel sí»

P. Te quiero hacer una última pregunta que tiene que ver con las lenguas en general. En España tendemos a decir que es una riqueza enorme que haya muchas lenguas, y predomina un discurso que mitifica la diversidad. Sin embargo, ese discurso entra en contradicción con nuestra celebración de los 500 millones de hablantes del español. ¿El mundo ideal tiene muchas lenguas o una sola? ¿No sería ideal un mundo en el que todos habláramos la misma lengua -sea el español, el catalán, el euskera o el inglés- para poder comunicarnos?

R. Eso sí que es una contradicción casi insalvable. Desde el punto de vista de la eficacia comunicativa, evidentemente cuantas menos lenguas hubiera, mejor. Uno de mis maestros en la Academia, don Gregorio Salvador, era de los que más insistían en las ventajas del coeficiente numérico en una lengua. Naturalmente, eso era algo muy polémico, y otros opinaban que llevaría a la desaparición de las demás lenguas. Que hubiera una lengua universal sería muy cómodo, pero se produciría una pérdida cultural tremenda. Me parece bien la diversidad, y la pérdida de una lengua es una lástima. Pero también hay que atender a los factores prácticos y a los derechos de los individuos, que es muy importante. Y digo bien de los individuos, no de los países, ni de los territorios.

P. Ni de las lenguas.

R. Ni de las lenguas, efectivamente. Las lenguas, los territorios no tienen derechos, los tienen los individuos. Entonces, si los individuos quieren preservar su lengua, debe respetarse ese deseo de preservarla. Y lo ideal, aunque comprendo que es complicado políticamente, es preservar las situaciones de bilingüismo. Yo envidio a los bilingües porque me parece una riqueza serlo. Los que somos pétreamente monolingües, no tenemos esa suerte. Y desaparecidas situaciones de desigualdad, o de lo que llamamos diglosia, es decir, de superioridad de una lengua sobre otra, qué positivo es que un ciudadano de Cataluña llegue a ser perfectamente bilingüe. O el caso de Canadá: ir a Quebec o Montreal, y ver esa sociedad tan equilibradamente bilingüe, es un indicio de civilización muy alto.

P. Y para terminar, ¿a quién te gustaría que invitáramos a este sofá?

R. Va a sonar un poco corporativista, pero tengo mucha admiración por una compañera que lo es por partida doble: compañera en la Universidad Autónoma de Madrid y compañera de la Academia, que es Inés Fernández Ordóñez. Una profesora y académica joven, muy trabajadora, que es un exponente valiosísimo de la conjunción entre tradición y renovación. Es una gran experta en dialectología y en geografía lingüística y es la directora de un proyecto interesantísimo que es el corpus oral y sonoro del español rural. Está haciendo con un grupo de discípulos un trabajo admirable de vuelta a una tradición muy de la Filología española, de salir a los pequeños pueblos a recoger los últimos vestigios de una lengua rural que se va a perder si no la rescatamos y la ponemos por escrito. Porque realmente el éxodo rural, dicho sea sin caer en excesivo romanticismo nostálgico, puede ser verdaderamente una pérdida. Así que sería una entrevista muy interesante.

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