'Babylon', arte, negocio y excesos de Hollywood
Damien Chazelle, director de ‘La La Land’, estrena ‘Babylon’, un retrato de la meca del cine en su tránsito del mudo al sonoro en el que abundan los escándalos
A Hollywood se lo ha llamado «la fábrica de sueños». Pero Humphrey Bogart, en la célebre frase de El halcón maltés, habla de que esa estatuilla que ha despertado la codicia y desatado el mal está forjada con «el material de que están hechos los sueños». Entre el mito y la realidad, Hollywood ha producido glamour y al mismo tiempo ha generado una leyenda negra de excesos y desgarros. Se fundó cuando el cine todavía era mudo y fue desde sus inicios en la década de 1910 un lugar en el que convivían arte, negocio, chismes y escándalos. En los primeros tiempos, antes de la irrupción del sonido, la meca del cine generó recelos en la América más conservadora, que la veía como la capital del libertinaje y el desenfreno por lo que aparecía en las pantallas y lo que sucedía fuera de ellas. Durante el periodo mudo, ante la inexistencia de un sistema de censura federal, Hollywood produjo películas con escenas que hoy sorprenderían a más de uno por su osadía, mientras que la vida privada de las estrellas ocupaba con más frecuencia de la deseada las portadas de los tabloides en forma de escándalos.
El miedo al boicot por indecencia que propugnaban diversas y poderosas ligas de defensa de la moral (recordemos que, en su cruzada contra el alcohol, consiguieron que en 1920 se aprobara la llamada Ley Seca) hizo que la propia industria optase por autocensurarse, creando el llamado Código Hays. Se estableció en 1930, cuando el cine empezaba a hablar, pero no entró en vigor de pleno hasta 1934. Las cortapisas que ponía sobre todo en temas relacionados con la moral sexual marcaron al cine americano durante décadas, hasta su derogación definitiva en 1967. Sin embargo, lo que sucedía en Hollywood fuera de las pantallas -escándalos de sexo, drogas y hasta muertes violentas- proyectaba también una imagen muy negativa. A afianzar el mito de que aquello era una sucursal de Sodoma y Gomorra contribuyó de manera notable un libro aparecido en 1959: Hollywood Babilonia (Tusquets). Su autor, Kenneth Anger -un personaje singular: gay, aficionado al ocultismo y venerado cineasta underground-, recopilaba chismes sobre todo del periodo del cine mudo, muchos de los cuales eran ciertos, otros simples rumores y otros directamente fruto de la imaginación del escritor. En la misma línea, llegaría muchos años después Servicio completo (Anagrama), de Scotty Bowers, un tipo de dudosa reputación que montó una red de prostitución para las estrellas de cine de ambos sexos y después contó con todo lujo de detalles chismorreos escabrosos sobre cuya veracidad hay, en muchos casos, serias dudas.
En el paso del mudo al sonoro se hundieron carreras de la noche a la mañana y cambió radicalmente la dinámica de los rodajes
Esta aura de escándalo parece haber fascinado a Damien Chazelle, el director de La La Land, que estrena Babylon, un retrato de Hollywood en su tránsito del mudo al sonoro en el que abundan los desmadres y asoman unos cuantos momentos escatológicos inauditos (a modo de ejemplo: en la primera escena a un tipo le caen encima los excrementos de un elefante, como lo oyen). Babylon no es ni mucho menos la primera película que plasma los esplendores y miserias de Hollywood. La meca del cine empezó a hacerse autorretratos ya en el periodo mudo, como en La última orden de Josef von Sternberg, en la que un general ruso huido de la revolución soviética acababa en Los Ángeles ganándose la vida como actor e interpretaba a un general ruso en una película sobre la caída del zarismo. La época de los pioneros del periodo silente será más adelante retratada con nostalgia en títulos como Nickelodeon de Bodganovich y The Artist del francés Hazanavicius (premiada con el Oscar y con la pirueta añadida de estar rodada como si fuera muda). Por su parte, Como plaga de langosta, dirigida por el británico John Schlesinger a partir de una novela corta de Nathanel West, retrataba con crudeza la cara b de la fábrica de sueños en los años treinta, en los albores del sonoro, presentando un mundo marginal de fracasados, desquiciados y desesperados. También el gran Francis Scott Fitzgerald plasmó con severidad a Hollywood en su novela póstuma e inacabada, El último magnate; sabía de lo que hablaba, porque pasó allí sus últimos años, malviviendo como guionista hasta su temprana muerte con solo 44 años. Son apenas algunos ejemplos de cómo ha sido retratado por el cine y la literatura.
Uno de sus periodos más críticos fue el del paso del mudo al sonoro a partir de finales de los años veinte del pasado siglo; uno de esos momentos históricos disruptivos en que todo cambia de forma brusca. Se hundieron carreras de la noche a la mañana, se transformó radicalmente la dinámica de los rodajes y la suma de sonido y autocensura con la aplicación del Código Hays cambió para siempre el cine americano, que dejó atrás una etapa creativa marcada por el libertinaje y el desarrollo de una invención visual desatada. Este tránsito entre dos etapas está implacablemente retratado en El crepúsculo de los dioses de Billy Wilder (quién no recuerda a Gloria Swanson interpretando a Norma Desmond, la diva olvidada del cine mudo que, enloquecida, proclamaba aquello de «Yo sigo siendo grande, son las películas las que se han hecho pequeñas»). Y, aunque a veces lo olvidamos, también la deliciosa Cantando bajo la lluvia retrataba, en tono de comedia, ese momento de cambio.
En la escena final de Babylon hay un precioso homenaje a este musical. Es uno de los mejores momentos de la épica y excesiva propuesta de Chazelle, que dura más de tres horas. Babylon sigue las andanzas de tres personajes cuyas carreras quedarán afectadas por el tránsito del mudo al sonoro: un galán muy parecido a Douglas Fairbanks (interpretado con ironía por Brad Pitt) que pasa de ser el actor más famoso del mundo a convertirse en un don nadie; una aspirante a actriz que logra triunfar pero no consigue adaptarse al sonoro (Margot Robbie) y un camarero latino convertido en productor y después olvidado (Diego Calva). A ellos se unen un trompetista de jazz negro (Jovan Adepo) y una actriz oriental y lesbiana (Li Jun Li), cuyas historias apenas están desarrolladas y sirven básicamente para denunciar lo mal que Hollywood trató a las minorías. Y entre todos estos personajes ficticios, aparecen también algunos reales, como el legendario productor Irving Thalberg (a quien Francis Scott Fitzgerald tomó como modelo para su personaje de El último magnate) o los millonarios Rothschild y Hearst.
Como ya pasaba en ‘La la Land’, Chazelle es mejor director que guionista
Las dos mejores escenas de la película son la del primer rodaje sonoro de Margot Robbie, en el que la necesidad de mantener un silencio absoluto acaba en tragedia con un toque de humor negro, y el discurso que le suelta una cronista de chismes hollywoodienses al galán que interpreta Brad Pitt para explicarle por qué él no era tan intocable como creía. El resto del metraje es irregular, con buenos momentos como un caótico rodaje en el desierto, escenas alargadas innecesariamente como la enloquecida fiesta inicial (parece rodada por un Bazz Luhrman sobreexcitado) y otras ridículas como el descenso final a los infiernos en un sórdido club clandestino (de la mano de un siniestro gánster interpretado por Tobey Maguire, el actor de Spiderman, que es también uno de los productores de la película). El problema -y eso ya pasaba en La La Land– es que Chazelle es mejor director que guionista.
El final, una emocionada celebración del séptimo arte que incluye el ya mencionado homenaje a Cantando bajo la lluvia, permitirá soltar el cliché de que la película es «la carta de amor al cine» de Chazelle. Sin embargo, en todo lo que antecede a ese final, hay un excesivo regodeo en las miserias y desmanes en un Hollywood en que no sabe uno muy bien de dónde sacaban el tiempo para rodar películas entre tantas fiestas salvajes non stop.
Babylon no es la única -ni la mejor- aproximación a Hollywood del cine contemporáneo. En el siglo XXI David Fincher ha retratado el Hollywood de los años cuarenta en Mank, sobre el proceso de gestación del guion de Ciudadano Kane; los hermanos Coen han homenajeado al de los cincuenta en la comedia repleta de guiños ¡Ave, Cesar! (décadas antes ya nos habían regalado otro retrato más siniestro en Barton Fink), y Tarantino rinde tributo al de finales de los sesenta en Once Upon a Time in Hollywood. En breve van a llegar otras dos películas sobre la magia del cine: en febrero se estrena Los Fabelman, la evocación de Steven Spielberg de su infancia y el descubrimiento de su pasión por este arte (en la que, por cierto, aparece David Lynch haciendo de John Ford) y en marzo, El imperio de la luz, del británico Sam Mendes, en la que una gran sala de cine en la costa de Inglaterra tiene un relevante protagonismo. Hablaremos de ellas.