Los Zigarros, ¿quién ha dicho que el rock está muerto?
Diez años después de su nacimiento, la banda de rock and roll valenciana hizo un homenaje a la música llenando el WiZink Center de Madrid
Diez años en una vida lo son todo. Son matrimonio. Son hijos. Son metas alcanzadas. Son recordatorios de nuestra mortalidad. Son fracasos a los que sobrevivir… En fin… ¿qué no son diez años? Para la banda valenciana Los Zigarros diez años son la confirmación de su estatus; la banderita en la cumbre, ¡el punteo reventón!, la mano en el asfalto crudo que solo unos pocos consiguen aguantando una década repartiendo cera sobre los escenarios. Y eso teniendo en cuenta que son rock n’ roll puro, ese viejo que, sorprendentemente, todavía sigue en pie aunque lleven dándolo por muerto cuarenta años. Es cierto que el rock esencial, como el de Los Zigarros, es musicalmente un callejón con pocas salidas, por eso acabaron triunfando los mods, pero estos cuatro perros del boogie tratan de refrescarlo. Como dijo hace poco el guitarrista de la formación, Álvaro Tormo: «Que no nos dé tanto miedo hablar de cosas modernas, que parece que el rock tiene que vivir en el pasado». Y puede que por ese empaque hacia el presente, aunque despachado desde una clásica gramola setentera, Los Zigarros hayan llegado a su décimo cumpleaños. Sin embargo, el frontman de la banda, hermano de Álvaro, Ovidi Tormo, aseguró: «Yo sabía que iba a funcionar. Eso es lo que sentí desde el principio, el motor y lo sigue siendo. No hay una banda como Los Zigarros». Y oye, que tener abuela está sobrevalorado en el mundo de la farándula. ¡Claro que sí! Hay que ir a por todas y creerse, con cierta humildad en el fondo de armario, el gallo más recio del corral.
Diez años son una vida y la vida, carajo, se celebra. Así que el 20 de enero de 2023 Los Zigarros decidieron hacerse un homenaje a sí mismos haciendo Sold Out en Madrid. Un regalo de lo más morrocotudo, la verdad. Y aquí van las peripecias de semejante acontecimiento.
Ateniéndonos a los parámetros al uso, el concierto de Los Zigarros del pasado viernes en el WiZink Center de Madrid fue todo un éxito. La banda estuvo que se salía. Ovidi, con una peluca de rizos natural, a la altura de las pelucas de rubio oxigenado de su suegra, sus características botas rojas y el desparpajo que lo define, arrancó con «Espinas», que no es ni de lejos su mejor canción, pero, mira tú, pone a todo el mundo a tono con el bailecito craneal. El resto de la banda se retuerce en gestos de recién despertados. Como jubilados tras una siesta. Porque Los Zigarros no son unos niños que digamos, pero allí tampoco había nadie en la guardería. Esto no es Rauw Alejandro, ¡gracias a Dios! Sorprendía gratamente percatarse de la presencia, más o menos destacada, de tropas de chavalitas intergeneracionales moviendo la melena al ritmo de la Gibson, preciosa como un rojo amanecer, de Álvaro. Y digo esto porque hay un presupuesto, aquí cuestionado, que vendría a plantear la actual alergia femenina al rock n’ roll. ¡Pues zasca!
El potente desfile de roqueros lejos de la anomia; más currelas de aseguradora y departamento de contabilidad que de trincheras-revolucionarias-antisistema, parecía un poco amojamado, abandonado solo al balanceo pendular de los hombros. Arrancó entonces «Apaga la radio», un alegato contra el «coma musical» de las antenas, vendidas en su mayoría a los cuatro mismos Ep, cuando no a los cinco mismos recopilatorios de canciones -Rock Fm, guiño, guiño…-. El tema disparó, por fin, los pinreles del auditorio. Los temblores de los saltos hicieron vibrar hasta los tanques de cerveza que vendían esas luciérnagas andantes que te atizan la puñalada de diez talegos por cerveza.
La cosa siguió y el ritmo no paraba. «No sé lo que me pasa», invocó el funk-rock con un bajo a cargo de Natxo Tamarit, envuelto en una sangrienta americana, con la que las caderas del público se contonearon sensualmente. Siguieron varios temas calentitos, pero el volcán entró en ebullición vital con «Malas decisiones», una canción que, por fortuna, queda lejos de representar a quienes se descolgaron por el concierto. Y, dominando los silencios, como unos Jesús Quintero musicales, Los Zigarros apuntaron la escopeta rocknrolla con «Dispárame», un tema que Ovidi no olvida agradecer a su joven hermano y que se ha convertido en uno de los himnos del conjunto.
¿Son Los Zigarros originales? Cabría decir que no demasiado. Reinterpretan el pasado con una mirada presente, pero condenada a la presbicia de su género. Aun así, no necesitan ser subversivos de la tradición. Como el puchero de la abuela que, por más que no haya cambiado en treinta años, sabe delicioso. Lo mismo que esos riff a lo Pulp Fiction con los que deleitan en el intervalo antes de su epopeya al dolor de cabeza post-etílico: «Resaca».
Habiendo pasado el ecuador de la velada, se podía afirmar que Los Zigarros están lejos de ser intérpretes zumbadamente intensos. No se vislumbró en ellos impulsos homicidas con descargas de locura, sino profesionales de la música… no tanto del espectáculo. ¿A qué me refiero? A que cuando uno ha visto, no sé, un concierto de Lendakaris Muertos, todo le parece té con pastas en casa de la abuela y los valencianos no arden hasta la ebullición. No los veo arrastrándose por cristales rotos y enzarzados en broncas verbales, y hasta físicas, con la audiencia. Lo que no significa que estén alicaídos o sean un muermo. ¡En absoluto! Dominan el espíritu del público. Seguramente porque ese hálito de 21 gramos en el respetable de sus conciertos no espera de ellos un holocausto de potencia nihilista, sino simplemente una interpretación de calidad. Y, en ese aspecto, son unos músicos embebidos de glamour y pedigrí.
Llegó la hora del encore, del bis, una costumbre que han adquirido los grupos, haya o no griterío del público llamándolos. Lo que desvirtúa un poco la esencia del juego. Aunque no esté mal un escueto silencio en la sala antes del remate final. Y Los Zigarros, tuvieron los cojones de empezar este postre con una versión nada menos que de «You Really Got Me», de The Kinks. Por costumbre, los grupos nacionales suelen patinar cuando tienen que entonar la lengua de los corsarios británicos. Pero Ovidi… Ay, Ovidi, hijo, ¡qué bien lo haces! Era como tener en frente a un Ray Davies con la permanente. Le siguió «Great Balls of Fire!»… Toma, como si no fuese ya complicado lo anterior, se lanzaron a la cover del temazo de Jerry Lee Lewis. Son valientes con ganas estos cuece paellas.
El remate llegó de la manaza de «Dentro de la ley», oda al placer de lo prohibido que enaltece a todo el mundo. Los vasos vuelan, el sudor sube hasta el techo y hasta las gayatas de los jubiletas atizan la nada. Como colofón, la canción que da nombre a su último disco, ¿Qué demonios hago yo aquí?, copla por todos sabido que sería su último grito. Diez años bien celebrados, sin duda. Eléctrica ofrenda que se llevaron Los Zigarros con un WiZink Center sin más entradas por colocar. Tal vez lo único rasposo fuera tener que fumarse los cigarros, valga la gracia, como si estuviera uno maquinando un golpe de Estado ante la saludablemente prohibitiva legislación. Pero bueno, ¡pelillos a la mar! El conjuntó funcionó divinamente y, si no todos, la mayoría de los espectadores parecieron enfrentarse a la noche del viernes con ganas de: «Hablar, hablar, para no decir nada / Bailar, bailar hasta el amanecer». ¿Qué más se puede pedir?