La universidad como síntoma
El incoherente discurso de la alumna Elisa Lozano en la Universidad Complutense de Madrid demuestra la intolerancia en las universidades españolas
Carlos Franqui viajó a Madrid en 2006 desde Puerto Rico, donde vivía exiliado, para presentar sus memorias. Ese año había cumplido 85 años, pero estaba lúcido y fuerte. Franqui fue una figura clave en la revolución cubana en un doble aspecto: como protagonista y como testigo.
Fue el responsable del aparato mediático clandestino de los diversos sectores alzados contra Batista, que tan buenos servicios de propaganda le prestó a la revolución, y después fue el responsable de sumar muchas voluntades al régimen de Castro en los ambientes artísticos e intelectuales de Estados Unidos y Europa. Cuando empezaron las presiones para modificar la línea editorial del diario que dirigía, las censuras preventivas y las excomuniones entre revolucionarios, optó por el exilio. Nunca volvió a La Habana.
Su otro rol fue el de historiador. El libro de los doce o Retrato de familia con Fidel son dos libros indispensables para entender el consenso contra Batista de la sociedad cubana y la naturaleza mercurial de su líder. Para Franqui, la revolución fue un esfuerzo colectivo de cientos de miles de cubanos, muchos de ellos desde las ciudades, donde se corría más peligro que en la Sierra. Ese esfuerzo colectivo fue traicionado por Fidel Castro, abrigándose todo el protagonismo, olvidando la promesa de volver a la Constitución de 1940 y de convocar elecciones, perpetuándose en el poder hasta su muerte, en una tiranía mucho peor que la derrocada. Sin embargo, Franqui, guajiro de corazón, murió socialista y defensor del impulso revolucionario inicial.
No me parecen malas credenciales para sostener una charla en la Complutense, en la Facultad de Ciencias Políticas, a donde lo había invitado el profesor Antonio Elorza, otro personaje con una gran historia personal a cuestas y también en una doble calidad de protagonista y testigo de la historia reciente de España.
«Hoy la intolerancia inflama el Congreso, conspira en el consejo de ministros, nombra jueces y marca con letra escarlata al BOE»
Gracias a Elorza, me tocaría el honor de dialogar con Franqui en una suerte de entrevista en vivo. Luego habría un coloquio con los universitarios. Era junio y los cursos estaban en la recta final antes del verano. No contábamos con los heroicos camaradas de la facultad, la asociación Contrapoder –el criadero de los entonces desconocidos Monedero e Iglesias (en el apellido llevan la penitencia)–, que amenazaron con reventar el acto si se celebraba en el salón de actos, y acabó teniendo lugar en un aula anónima, minúscula y esdrújula. Aún no se usaba la palabra escrache.
Quién nos iba a decir que ese grupo de fanáticos, anclado en lo peor de las disputas ideológicas del siglo XX, sería después, tras capitalizar-privatizar el 15M a su favor (perdón por los verbos), un factor de poder real en una democracia plena como la española. La universidad, Callejón del Gato de la sociedad. Aún me froto los ojos.
Cuento esto al hilo del incoherente discurso de Elisa Lozano al recibir ¡el premio extraordinario de su carrera!, para señalar que la intolerancia en la universidad española tiene lustros. Las consecuencias son graves al interior: es una de las raíces de su bajo nivel académico, pero también exterior del campus universitario.
Ivan Illich o Gabriel Zaid han hecho demoledoras críticas al sistema universitario, reducido a otorgar «credenciales del saber» que solo sirven para saltarse injustamente etapas en el proceso de aprendizaje dentro del mercado laboral. Y ya ni para eso. Al masificarse, no otorga ninguna ventaja en un currículum el paso por la universidad. En humanidades, al menos, si puedes leer un libro sin distracciones y en poco tiempo, puedes resumirlo sin traicionar la intención del autor, puedes ubicarlo en la escala del saber humano que le corresponde y además eres capaz de criticarlo o defenderlo desde tu propia idea del mundo, entonces ya tienes todo lo que necesitas aprender para hacer una carrera. Carrera que empieza, no termina, cuando dejas la universidad.
«La universidad fue la primera isla de intolerancia y la primera en imponer la lógica de la democracia asamblearia en la vida pública española»
No me preocupa, pues, el escaso rédito laboral de la universidad, la falta de transparencia de su funcionamiento en todos los sentidos (en este mismo diario, Benito Arruñada ha sido claro y demoledor al respecto), la endogamia académica ni la estafa que implica para los jóvenes una educación detenida en el tiempo y ajena al mundo.
Lo que me preocupa es que los escraches se vean como algo heroico o valiente de los jóvenes, aunque equivocado. No es heroico ni valiente. Es cobarde. No sólo porque se hacen amparados en la masa bufa y boba, sino porque denota muy poca seguridad en las propias ideas y convicciones. Quien tiene miedo no ya a debatir, sino a escuchar ideas y valores que cuestionen y pongan en solfa los tuyos, es alguien que sabe que en el fondo sus convicciones están sujetas con alfileres. Son un castillo de naipes. Una mascarada. El conocimiento sin contraste a las ideas ajenas no es conocimiento, es doctrina: Concilio de Trento, marcha sobre Roma, resolución del politburó.
Es crucial que los jóvenes se eduquen sin miedo y sin censuras preventivas. Más grave aún es que las condenas al ataque a Isabel Díaz Ayuso, al recoger la distinción de «alumna ilustre» de la Facultad de Ciencias de la Información, se llenen de «peros» y «sin embargos». Incluso hay quien las justifica. Para Joan Subirats, ministro de Universidades, el escrache sufrido por Isabel Díaz Ayuso es algo normal. Es como si un controlador aéreo dijera que es normal que se estrellen los aviones. El consenso contra esta forma de la violencia política debería ser absoluto.
«Me preocupa que los escraches se vean como algo heroico o valiente de los jóvenes, aunque equivocado»
Para RTVE, que es un ente público que debería ser neutral, el ataque sufrido por Ayuso es equivalente al que han sufrido otros actores políticos de diverso signo por unos jóvenes inquietos. Es decir, lo relativiza. Esto no es verdad. La inmensa mayoría de estos actos de «censura preventiva» sucede contra quien cuestiona desde su obra, ejemplo o su trabajo el statu quo de ciertas creencias de la izquierda más radical o de los nacionalistas. La lista es larga. Si uno cuestiona el cambio climático catastrófico, la falta de isonomía en la ley de violencia de género, la dictadura cubana, el feminismo radical, la ley del sí es sí, la ley trans, el derecho a decidir del pueblo catalán, entre otros temas, acabará en una suerte de lista negra universitaria. Y lo han sufrido, entre otras figuras notables, Fernando Savater, Maite Pagazaurtundúa, Rosa Díez, Leopoldo López, Cayetana Álvarez de Toledo, Pablo de Lora, Inés Arrimadas y un largo y vergonzoso etcétera.
La universidad fue la primera isla de intolerancia y la primera en imponer la lógica de la democracia asamblearia en la vida pública española. Su ejemplo se ha extendido a otros ámbitos. Incluso a las librerías, como pueden dar testimonio José Errasti y Marino Pérez Álvarez, autores de Nadie nace en un cuerpo equivocado. Hoy la intolerancia inflama el Congreso, conspira en el consejo de ministros, nombra jueces y marca con letra escarlata al BOE. Una hidra de muchas cabezas. La tolerancia a las ideas contrarias y la crítica libre son, y deberían seguir siendo, los dos cilindros del motor de la democracia y la libertad.