La guerra se gana con tecnología
La noticia de esta semana ha sido la entrega de tanques alemanes a Ucrania, algo que podría cambiar la guerra. Es algo que ha pasado desde la ballesta
Alemania y Estados Unidos se han mostrado muy reticentes a equipar a Ucrania con sus carros de combate, el Leopard y el Abraham respectivamente, porque temen reforzarla demasiado y que termine invadiendo territorio ruso. Ningún gobierno sensato quiere ver a Putin contra las cuerdas, porque al fin y al cabo Rusia dispone de un arsenal nuclear. Y es que realmente una tecnología militar más avanzada puede determinar una guerra, como nos muestra la Historia.
«Prohibimos en adelante, bajo pena de excomunión, el empleo contra cristianos y católicos de ese arte mortal, tan odioso a Dios, de los ballesteros…» El Papa Inocencio II impulsó esta decisión del Concilio de Letrán de 1131, excomulgando a quien utilizara la ballesta. Los romanos usaban como artillería en los asedios un artilugio de gran tamaño, la balista, que lanzaba pedruscos, pero hacia la mitad de la Edad Media a alguien se le ocurrió hacerla en pequeño, para uso individual.
Al principio era de madera, como los arcos, pero el ingenio humano para crear máquinas de destrucción fue introduciéndole mejoras. La madera del arco se substituyó por metal, y la cuerda de tripa por alambre. Además tenía una manivela con un juego de ruedas para tensar la cuerda, aunque no se tuviese la fuerza y la destreza de los arqueros convencionales. El resultado es que cualquiera, con muy poco adiestramiento, era capaz de disparar virotes, unas flechas cortas de hierro que perforaban las cotas de malla de los caballeros. Era bastante parecido a las armas de fuego que unos siglos después harían inútiles las armaduras de la caballería y barrerían del campo de batalla la figura dominante del caballero acorazado.
Otra ‘revolución tecnológica militar’ capaz de cambiar la Historia fue la espada toledana que llevaban los conquistadores españoles en América. Ni los incas ni los aztecas conocían los metales duros, no tenían bronce ni hierro. Sus armas eran de madera y piedras afiladas, como la obsidiana, y sus armaduras de algodón acolchado. Eso explica que Hernán Cortes, con unos 400 españoles, fuese capaz de enfrentarse a decenas de millares de indios y vencerlos. No eran las armas de fuego de los conquistadores, que eran muy pocas, ni sus caballos, que eran aún menos, lo que les daba la superioridad en el campo de batalla. Era el filo de las espadas de acero toledano, porque cada tajo que daban rajaba como mantequilla el escudo o armadura del indio, y provocaba una baja enemiga. El español en cambio estaba protegido por la rodela, un escudo circular, o el coselete, un peto de hierro, que las armas de los indios no podían penetrar. El único problema era el cansancio del brazo que daba tajo tras tajo con la espada.
La Guerra de los Treinta Años
El peor conflicto que ha soportado Europa es seguramente la Guerra de los Treinta Años, una guerra de religión que entre 1618 y 1648 asoló el centro del continente. Tan prolongado conflicto se divide en ‘periodos’, según los protagonistas que iban entrando en liza: Periodo Palatino, Danés, Sueco y Francés. En 1630 llegó al escenario bélico el ejército sueco, mandado por Gustavo Adolfo, un auténtico rey-guerrero, que dominó inmediatamente los campos de batalla, labrándose la fama de invencible.
El secreto de éxito sueco estaba en su siderurgia, una industria basada en la riqueza mineral del país, que le permitió fabricar armas de fuego como no existían en ninguna otra parte. En el siglo XVII la infantería empleaba dos tipos de armas de fuego, la más usada y ligera era el arcabuz, y como refuerzo estaba el mosquete, de mayor calibre y potencia. Pero el mosquete era muy pesado y el mosquetero tenía que llevar, además de su arma, una horquilla donde apoyar el cañón para poder disparar. Eso complicaba el proceso y hacía más lenta la recarga y nuevo uso.
Los suecos en cambio llegaron con unos mosquetes mucho más ligeros, de mejor calidad y empleados masivamente por una infantería bien entrenada, para que tres líneas sucesivas de soldados disparasen a la vez. Formaban así unas baterías infernales que barrían lo que se les pusiera por delante, hasta que en 1634 se toparon en Nördlingen con el ejército español del Cardenal-infante, que planteó una batalla defensiva imitada siglos después por Wellington para vencer a Napoleón en Waterloo.
La derrota de Nördlingen, unida a la muerte del rey Gustavo Adolfo en una batalla anterior, terminaría con la hegemonía sueca en la Guerra de los Treinta Años, pero pese a ello Suecia mantendría la excelencia en la tecnología militar. En 1646 se crearía la fábrica de cañones Bofors, que a día de hoy sigue siendo puntera en la industria militar. A finales el siglo XIX su propietario y director era un tal Alfred Nobel, inventor de la dinamita, cuya inmensa fortuna sirvió para dotar los Premios Nobel, y durante la Segunda Guerra Mundial su famoso cañón Bofors M-35 sería una de las armas más apreciadas por los beligerantes.
Alemania, actual creadora de los famosos Leopard, tiene también una tradición de alta tecnología bélica. Ya durante la Segunda Guerra Mundial fabricó un tanque que no tenía rival en el campo de batalla, el Tiger I. Era un monstruo de casi 60 toneladas, con un blindaje del doble de grosor que el de los tanques Sherman americanos o T-34 soviéticos. Pero lo que le hacía tan letal era su cañón Flak de 88 milímetros. En realidad se trataba de un cañón antiaéreo, cuyo grueso calibre y gran alcance se daba una clara superioridad sobre los tanques aliados, pues podía destruir a cualquiera a distancias de hasta más de 2.000 metros, mientras que los americanos o soviéticos tenían que acercarse a 500 metros para penetrar el blindaje del Tiger. Hay documentados repetidos ejemplos de un combate entre un Tiger y cuatro Sheman, que eran destruidos antes de poder responder.
Esta proeza tecnológica no serviría, sin embargo, para darle la victoria al Reich, porque Alemania carecía de recursos naturales para su fabricación y mantenimiento. Solamente pudo producir unos 1.300 Tiger, mientras que de las fábricas americanas salieron 50.000 Sherman, y la Unión Soviética produjo 57.000 T-34. Además Alemania estaba muy escasa de gasolina, y el Tiger-I consumía muchísimo combustible, por lo que frecuentemente tenía que quedarse parado. En el aire sucedió algo parecido. Los alemanes inventaron el avión a reacción, y en 1944 entró en servicio el Messerschmitt-262. No había ningún caza aliado que pudiese competir con él, pero Alemania no tenía ya capacidad para fabricarlo en masa y sus pocas unidades no podían contener las inmensas oleadas de aviones con los que los aliados arrasaban Alemania en esas fechas.
Por el contrario, en ocasión más reciente, sí hubo un arma capaz de cambiar el curso de una guerra. Fue el misil antiaéreo norteamericano Stinger, en el conflicto afgano-soviético. La URSS envió a su ejército a Afganistán en 1980 para apoyar a sus aliados comunistas en una guerra civil, pero pronto se convirtió en una lucha patriótica entre los afganos y unos invasores extranjeros. Era plena Guerra Fría, y la CIA proporcionó a la resistencia afgana unos misiles antiaéreos que podía cargar y disparar una sola persona, frente a los cuáles la aviación soviética no tenía ninguna medida de defensa. «Sólo necesitamos la fe en Dios y misiles Stinger para vencer», decía Ahmed Shah Massud, el más célebre caudillo de los muyaidines, y era verdad. Los afganos derribaron 300 aviones y helicópteros soviéticos, y finalmente Moscú decidió retirarse de ‘su Vietnam’… Aunque también hay que tener en cuenta que los Stinger estaban en manos de un pueblo guerrero por naturaleza, que no consiguieron dominar ni tres invasiones inglesas cuando el Imperio Británico estaba en su apogeo, ni la reciente invasión norteamericana.