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Cultura

El gran bulo de la historia nacionalista (de izquierdas y de derechas)

«Está de moda un género literario que promete revelar lo espurio de la historia, pero una cosa es analizar los hechos y otra tramar con ellos una conspiración»

El gran bulo de la historia nacionalista (de izquierdas y de derechas)

Barack Obama y Hugo Chavez. | Europa Press

Vivimos una época de desenmascaramiento. Esta afirmación, por supuesto, puede simplemente ser desechada como mentira. Se podría argumentar, por ejemplo, que Donald Trump llegó al poder ⎯y casi no se fue de él⎯ a golpe de mentiras. Cierto. Pero también lo es que el más habitual de todos sus exabruptos fue precisamente el ya canónico fake news. Es decir, el mayor y sobre todo el más descarado de todos los mentirosos se caracterizó, en primer lugar, por acusar de mentirosos a todos los demás. El señalamiento de la mentira, la denuncia de la desinformación, la legitimidad que otorga el desmentido, se han convertido en signo de nuestro tiempo. Se crean agencias de verificación de noticias (fact cheking en inglés) todas ellas, por cierto, muy poco verificables. De la misma manera, gobiernos y organismos internacionales anuncian la creación de comités para combatir la desinformación (el de Pedro Sánchez, sin ir más lejos, hace unos días). Se habla de posverdad, de posfactualismo, de hechos alternativos. En España se ha impuesto el más castizo término de bulos. Y no hay semana en que algún político o parlamentario no recurra a él. En realidad, no es una palabra, es una suerte de conjuro. Uno que frena el debate, excusa de dar explicaciones o argumentaciones y que pone invariablemente a su enunciador, ya no en el lado de la certeza ⎯eso quizás sepa a poco⎯ sino en el de la denuncia y el combate de la mentira, algo que últimamente cotiza más al alza que la propia verdad.

Algo similar cabe decir de la historia. Un muy característico género ha venido imponiéndose en los últimos años. Uno precisamente caracterizado por la promesa del desvelamiento y el señalamiento de lo espurio en la historia. Rescates de historias borradas, órdenes y conspiraciones mundiales sólo ahora desvelados, recios combates contra leyendas negras, surgen una y otra vez y con notable éxito entre las novedades editoriales. Seguro que el lector que amable y habitualmente recorre las librerías de su entorno reconocerá títulos tan característicos como puedan ser Desmontando mitos y leyendas negras, Desvelando las claves del poder mundial, Los mitos de la Guerra Civil, Contra la mentira, Y si la historia nos miente, Nuebas mentirosas, La historia no es la que es, Las fake news del imperio español, La historia secreta del siglo XIX, La historia oculta de Estados Unidos, La transición oculta …. En fin, la lista podría continuar, pero se entiende la idea: la historia como gran falsificación, como un gran bulo. Hasta ahora, al menos, cuando un audaz grupo de escritores se habría propuesto el objetivo de despertarnos del sueño dogmático de la historia.

«El pastiche en cine puede estar muy bien ⎯ahí tienen a Tarantino⎯, pero en historiografía suele ser síntoma de parcialidad»

Empecemos con uno de los ejemplos más conocidos. A estas alturas pocos lectores no habrán oído hablar de María Roca Elvira Barea y de aquel libro, de improbable título, Imperiofobia y leyenda negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el imperio español (2016). Más que un éxito ha sido un síntoma. Lleva alrededor de treinta ediciones y es posible que ya sea el ensayo histórico más vendido en toda la historia de este país. En él encontramos el que quizás sea uno de los rasgos más característicos de este tipo de literatura: el pastiche. Esto es, la mezcla de episodios y personajes con poca contextualización y ninguna conexión. El pastiche en cine puede estar muy bien ⎯ahí tienen a Tarantino⎯, pero en historiografía suele ser síntoma de parcialidad, indica que la historia solo interesa al autor como una suerte de gran bazar en donde adquirir todos aquellos hechos que sirvan para apoyar un inamovible argumento de partida. Ya lo dijo Gómez de la Serna, «lo bueno del pasado es que todo estaba a mitad de precio». Y además hay de todo, con lo que la historia nacionalista (al menos la más refinada) ni siquiera necesita recurrir a la falsedad, le basta con echar mano a aquellos elementos que convengan, desechar como ajenos aquellos que no, para hilar el relato o la memoria que interese en ese momento. De esta manera, en Imperiofobia veíamos desfilar alegremente y sin contradicción a Tony Blair junto a Felipe II, a Noam Chomsky y a Bartolomé de las Casas, o a Don Quijote junto a la Lonely Planet ¿Con qué interés? Demostrar, en palabras de su autora, «la unanimidad del prejuicio hispanófobo, capaz de atravesar lenguas, siglos y hasta religiones». Dicho objetivo se lograba a través de otro elemento central en este tipo de literatura: el enemigo histórico. En este caso, toda una caterva de protestantes, erasmistas, afrancesados, indigenistas… enemigos tan capaces y persistentes como para haber convencido al mundo y a nosotros mismos de no ser quienes verdaderamente éramos (lo cual, ciertamente, no nos deja en muy buen lugar). En resumen, Roca Barea logró persuadir a media España de que habíamos sido víctimas de la madre de todas las conspiraciones.

El mecanismo, por cierto, es extraordinariamente similar a otro gran éxito en esto del desenmascaramiento histórico: Las venas abiertas de América Latina (1971). Su autor, el uruguayo Eduardo Galeano, también consiguió demarcar una historia latinoamericana exclusivamente a partir de una constelación de enemigos externos (en este caso: conquistadores, liberales, capitalistas, gringos…) culpables todos ellos de una dominación sin fin. Para este autor, la historia era monopolio de la derecha, hecho que probaba con un sutil argumento: «La derecha elige el pasado porque prefiere los muertos». ¿Y qué había hecho la derecha con la historia? Exactamente, falsificarla («nos mienten el pasado como nos mienten el presente: enmascaran la realidad»). El libro de Galeano tuvo tanto éxito en América como el de Roca Barea en España, llegando al rango de historia oficial en varias republicas latinoamericanas. Hugo Chávez, el desaparecido caudillo venezolano, durante el primer encuentro que tuvo con Barack Obama y en el momento del saludo, en vez de la mano, logró endosarle un ejemplar, una artera técnica de marketing que logró volver a reflotar un libro que incluso el propio Galeano llegó a repudiar en su vejez. 

Otro ejemplo reciente bastante iluminador es el de Marcelo Gullo, un sociólogo argentino (nótese que en este género de literatura histórica hay menos historiografía que en la saga de Indiana Jones). Tras escribir un libro titulado Historia oculta: la lucha del pueblo argentino por su independencia… (bastante populista, todo hay que decirlo) ha saltado el charco y publicado un ensayo que lleva por título Madre patria. Desmontando la Leyenda negra desde Bartolomé de las Casas al separatismo catalán (2021) en donde ¿imaginan qué? El autor buscar rebatir «uno a uno, todos los clichés creados durante generaciones y demuestra que nada separa a España de América, ni a América de España, salvo la mentira y la falsificación de la historia». ¿Otra vez? Pues sí, otra vez. Al fin y al cabo, pasar del peronismo argentino al nacionalismo español era un salto mucho menos rocambolesco que de Bartolomé de las Casas a Carlos Puigdemont. «¿Qué pasaría» —continúa el argentino— «si a un pueblo se le tergiversa o falsifica su pasado? ¿Qué le sucedería a un pueblo si sus niños y sus jóvenes estudian una historia, la de su propio pueblo, intencionalmente falsificada? La respuesta es simple: ese pueblo perdería su ser, su ser nacional, eso le pasaría a España». Dejando a un lado el viejo adagio de la pérdida de esencias (no sé ustedes, pero yo llevaba un tiempo sintiéndome raro, quizás fuera eso de «perder el ser») no podemos dejar de subrayar la deliciosa paradoja que supone la de un escritor argentino ⎯desde coordenadas próximas al peronismo, que aquí se coaliga con el nacionalismo patrio⎯ explicando a los españoles (que compran a espuertas sus libros) quiénes son y qué han de hacer para seguir siéndolo.

«No deja de ser irónico que la historiografía más supuestamente desmitificadora sea al mismo tiempo la más esencialista»

¿A qué se debe el éxito de esta historia mistagógica? ¿A qué este afán por el revisionismo y el ocultismo en la historia? En primer lugar, al oportunismo de tales historiadores. La ilusión de la conspiración reserva al autor el beneficio del desvelamiento. Además, al estigmatizar toda historiografía en cuanto que espuria, al tener que extraer toda argumentación exclusivamente de sí misma, dichas perspectivas se abstienen de conocer y entrar en un debate que a duras penas podrían sostener. Sí, por supuesto que han existido los malentendidos y los mitos históricos. Hubo ataques legendarios contra el prestigio de las grandes potencias, existió un imperialismo voraz contra América Latina, así como grandes errores durante el periodo de la Transición, pero una cosa es analizar tales hechos y otra tramar con ellos una gran conspiración, subsumiendo bajo el rótulo de la mentira todo aquello considerado como indeseado o impropio. Por lo demás, no deja de ser irónico que la historiografía más supuestamente desmitificadora sea al mismo tiempo la más esencialista, sea esta de izquierdas o de derechas. Decíamos que la historia tiene de todo, salvo ⎯por definición⎯ una cosa: esencias. Lo decía el historiador Eric J. Hobsbawm: la historiografía nacionalista es a la historia, lo que las Sagradas Escrituras a la Teoría de la Evolución.

Volviendo a la mentira, mucho se ha escrito sobre los peligros de la desaparición de la verdad en política, especialmente tras los años del totalitarismo en Europa. Un filósofo de origen austriaco, Karl R. Popper, advirtió en sentido contrario: no es la verdad lo que desaparece con el fin de la democracia, sino la mentira (pues solo en las dictaduras y las religiones puede uno gozar de la entera verdad). Así, el estudioso de la historia ⎯como el de la actualidad⎯ ha de ponerse en guardia contra los bulos, pero más contra aquellos que se arrogan la autoridad de acabar definitivamente con ellos. 

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