Vicente Enrique y Tarancón: retrato de un mito olvidado de la Transición
En ‘Vicente Enrique y Tarancón. La consecuencia del Evangelio’ (Khaf), Joseba Louzao Villar despliega el itinerario y las claves de un personaje poliédrico
De todo aquello hace ya casi medio siglo. El 23 de noviembre de 1975, tras la muerte de Franco, el cardenal Tarancón celebró una misa solemne tras la proclamación como rey de Juan Carlos I. Por razones que no escaparán al lector apenas comience este libro, la homilía que escucharon los asistentes trascendió como un discurso espiritual y como un alegato político. Tarancón habló ese día de la libertad como «un derecho inviolable» que «se proclama para todos». Como bien sabían tanto los partidarios como los detractores del cardenal, aquella defensa del pluralismo y la reconciliación no partía de un cambio súbito, sino de una convicción personal, fraguada a lo largo de varias décadas.
Por aquellas fechas, el ‘antitaranconismo’ quedaba resumido en una frase atroz, «¡Tarancón al paredón!», visible en pintadas callejeras que venían a ser una prueba adicional de lo difícil que era superar los rencores aún vigentes en el tardofranquismo.
En su libro, Joseba Louzao demuestra por qué ha llegado el tiempo de reivindicar a Tarancón, una figura decisiva para aquella España que se abría a la democracia y la concordia. El autor explica a THE OBJECTIVE las razones que le llevaron a estudiar la experiencia vital e intelectual de un personaje tan señalado: «Realmente, fue una casualidad. El director de la colección me pidió consejo sobre quién podría escribir este libro. En ese momento, estaba investigando sobre la democracia cristiana entre el tardofranquismo y la democracia. Yo tenía sobre la mesa las Confesiones de Tarancón. Se lo comenté y me lancé a esta aventura. Y creo que no ha terminado. Me gusta pensar que se trata de una primera aproximación y que, más adelante, podré profundizar en su figura. En una breve aproximación como esta es imposible agotar todas las dimensiones de Tarancón. He intentado conjugar su actividad pública y su experiencia de fe. Pienso que habitualmente la religiosidad queda en este tipo de biografías como una anécdota del personaje. Pero no creo que se puedan interpretar las decisiones que tomó el cardenal sin acercarnos a su espiritualidad. Esto me ha ayudado a entender a Tarancón en sus contextos. El joven sacerdote implicado con la Acción Católica no es exactamente el mismo que el obispo de Solsona o el presidente de la Conferencia Episcopal. Al menos, he intentado que fuera así. Si he conseguido cumplir el objetivo, ya es algo que deben decir los lectores».
Recuerdo a Louzao lo que el propio Tarancón dice en la introducción a sus Confesiones: «No escribiría estas explicaciones si no estuviese convencido de que, en todo lo referente a mi vida pública, son otros los que tienen derecho a juzgar. Otros, que no conocen mis intenciones ni tienen otro punto de referencia más que los hechos y tal como ellos los han visto desde su óptica personal». Sin embargo, paradójicamente, quienes hoy tienen derecho a juzgar parecen optar por una amnesia selectiva cuando se trata de esta figura. «Estamos sobresaturados de memorias», responde Louzao. «Por eso mismo, llama la atención el olvido sobre Tarancón. Cuando el historiador se encuentra ante estos vacíos, sabe que algo extraño sucede. Es la demostración de que este pasado eclesial es traumático por múltiples razones. Tarancón tuvo que responder a grandes retos en una Iglesia que, después del Concilio Vaticano II, comenzaba a partirse en dos ‒y sé que esta es una lectura simplista‒, con un incipiente proceso de pérdida de influencia social del catolicismo y, sobre todo, en el proceso de desenganche de una Iglesia católica que había sido uno de los principales fundamentos de una dictadura nacional y católica».
«El gran éxito de Tarancón fue demostrar que la Iglesia católica podía jugar un papel esencial en los debates éticos y políticos sin tener que confundirse con el poder»
Joseba Louzao Villar
«Creo que se puede analizar su biografía desde sus éxitos y fracasos», añade. «No consiguió mediar entre las diversas lecturas de la fe. No creo que pudiera hacer mucho más para enfrentarse a la secularización de las décadas de los sesenta y setenta. Sus críticos censuran algunas de sus disposiciones desde la seguridad de que ellos lo hubieran hecho mejor. Y eso es mucho suponer. Pero el gran éxito de Tarancón fue demostrar que la Iglesia católica y su jerarquía podían jugar un papel esencial en los debates éticos y políticos sin tener que confundirse con el poder. Como él señaló en varias ocasiones, el Evangelio era mucho más grande que cualquier propuesta partidista, incluso las que podían llevar el adjetivo cristiano».
Desde que en 1969 el papa Pablo VI nombró a Tarancón arzobispo de Toledo, los caminos de ambos fueron paralelos. En 1972 la sede arzobispal se trasladó a Madrid, y una vez instalado en la archidiócesis madrileña, tras ser elegido presidente de la Conferencia Episcopal Española, Tarancón promovió lo que podemos interpretar como una democratización de la Iglesia. Pregunto a Joseba Louzao por este perfil conciliar del personaje, siempre próximo al Papa: «Creo que llegaron a ser amigos y confidentes cercanos», nos dice. «Tarancón fue el hombre de Pablo VI e intentó desarrollar las propuestas del Papa en España. El Concilio defendió los derechos humanos y la democracia. Pablo VI entendió que la pervivencia de la dictadura franquista con el apoyo eclesiástico era una incoherencia. Había muchos lazos que romper y ambos sabían que no iba a ser fácil. La contestación iba a venir desde dentro».
La valentía y la polémica son dos ecos de Tarancón en la vida pública, definida por episodios tan distintos como su pastoral contra el estraperlo en la posguerra, la Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes de 1971 o su papel protagonista durante la apertura democrática. Joseba Louzao nos aclara qué le animó a adoptar ese papel: «Según sus propias palabras, las dos experiencias de conversión que vivió fueron la Guerra Civil española y el Concilio Vaticano II. Tarancón comienza a encajar lo experimentado en la guerra desde las propuestas conciliares. Hay que recordar que, incluso con sus roces contra el régimen, Tarancón fue un obispo del franquismo y pudo ir ganando posiciones en la Iglesia española, pese a algunas reticencias por sus denuncias en un obispado pequeño como el de Solsona, donde estuvo durante dos décadas. Él comprendió que la apuesta por los derechos y la democracia del concilio era la única vía para conseguir que no se volviera a repetir una catástrofe como la guerra».