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'Scream VI': cuando el asesino viene a por ti

El estreno de la sexta entrega de la mítica saga invita a recuperar un subgénero del terror que identificamos con las décadas de los 70 y los 80: el ‘slasher’

‘Scream VI’: cuando el asesino viene a por ti

El asesino Ghostface en 'Scream VI'. | Philippe Bossé, Paramount Pictures

A lo largo de los años, el espeluznante y divertido universo de la franquicia Scream ha ido ampliando sus límites. La entrega más reciente, Scream VI, atrae al público de hoy con una propuesta muy eficaz, vibrante y ajustada a nuestros tiempos. Conscientes de que sigue habiendo una parte de la audiencia que disfruta pasándolo mal, sus directores, Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett, se mantienen fieles a una fórmula adictiva, el slasher -película de terror satírica-, enraizada en el cine de hace cuatro décadas. Sus ingredientes no cambian. Aquí hablamos de psicópatas, habitualmente enmascarados, cuya principal obsesión consiste en acabar con la vida de un puñado de jóvenes que cruzan la puerta equivocada.

En un sentido histórico y comercial, la saga Scream comenzó en 1996. Es decir, justo cuando el slasher languidecía en los cines y los videoclubs. Tyler Gillett solo tenía 14 años cuando fue a verla. «Scream fue la puerta de acceso al terror para toda una generación», explica. «Era una especie de enciclopedia de todo lo bueno que tiene el género. Me abrió los ojos de par en par y descubrí el poder que se conjura cuando se combina el terror de verdad con momentos de humor inteligente y personajes que realmente te importan». En realidad, lo que proponía el guion de la primera entrega de Scream, escrito por Kevin Williamson, era guiñar un ojo al público, revisando de forma irónica las principales claves del primitivo slasher. Su director, Wes Craven, conocía de sobra esos ingredientes porque él había sido uno de los inventores de la receta. De ahí que esta película transmitiese al público veterano la sensación de hallarse en casa. Más o menos, como si volviera a disfrutar de una cinta de VHS con una trama que a todo el mundo le resultaba familiar.

Freddy Krueger (Robert Englund) en ‘Pesadilla en Elm Street’ (1984), de Wes Craven. | New Line Cinema, Media Home Entertainment, Smart Egg Pictures

Las fotos más antiguas de Craven muestran a un tipo con aire de intelectual que se ganaba la vida como profesor de humanidades en la Universidad de Clarkson. El futuro cineasta era el típico hipster que se sentía cómodo entre los hippies y los estudiantes que no querían ir a Vietnam. Sus gustos a la hora de ir al cine también eran previsibles: Bergman y Fellini. Sin embargo, en 1969, su destino cambió gracias a Sean S. Cunningham, gerente del Lincoln Center de Nueva York y del Festival de Shakespeare de Oregón. «Sean estaba a caballo entre el mentor y el amigo», contaba Craven. «Era mucho más práctico y odiaba darse aires de intelectual». Uno se imagina que lo natural en tipos como Craven y Cunningham hubiera sido llevar a la pantalla una obra de Samuel Beckett. Pero ocurrió justo lo contrario: con Craven tras la cámara, filmaron La última casa a la izquierda (1972), una cinta implacable, repleta de atrocidades, rodada al estilo del cinéma verité. Las malas lenguas dicen que el proyecto inicial pretendía competir con otro género en auge: el porno. Los que hayan visto la película entenderán por qué Cunningham rodó en 1980 Viernes 13 y por qué Craven filmó en 1984 Pesadilla en Elm Street, dos plantillas que sirvieron para que una legión de imitadores convirtiera el slasher en uno de los subgéneros más lucrativos y recurrentes de aquella época.

Era una aspiración legítima. Tras el éxito descomunal de El exorcista (1973), los estudios y, sobre todo, los productores independientes descubrieron que la audiencia más joven, cautivada por el terror, llenaba los cines para evadirse o ponerse a prueba. En ese ecosistema, la ventaja de estas películas era su bajísimo presupuesto y una segura rentabilidad. Rodadas en su mayoría por directores de poca monta, y escritas en piloto automático, solían estar interpretadas por actores a los que les faltaban muchos años para llegar a serlo de verdad.

Tráiler de la película ‘Scream VI’

En un primer momento, los modelos a seguir fueron, por un lado, Psicosis (1960), de Alfred Hitchcock, y por otro, el cine de suspense y terror psicológico a la italiana ‒el giallo‒, que ya había idealizado la figura del psicópata en títulos como Seis mujeres para el asesino (1964), de Mario Bava. Sin embargo, los jóvenes promotores del slasher fueron dos o tres pasos más allá.

Cuando Wes Craven descubrió La matanza de Texas (1974), de Tobe Hooper, entendió que la elegancia de Hitchcock podía desaparecer de la ecuación. «Parecía que alguien hubiera robado una cámara y se hubiera puesto a matar gente», dijo Craven. «La matanza de Texas tenía una energía salvaje, asilvestrada». Cuando aún se estaba decidiendo qué iba a ser exactamente, el slasher ya empezaba a perfilarse con un equivalente cinematográfico del punk: una narrativa poco sofisticada, pero cargada de provocación, sexo y vísceras.

Es bastante significativo que el mejor slasher de la época, La noche de Halloween (1978), de John Carpenter, homenajeara de nuevo a Hitchcock. Su protagonista, Jamie Lee Curtis, era la hija de Janet Leigh, y el investigador que la ayuda, el doctor Loomis (Donald Pleasence), lleva el nombre de otro personaje de Psicosis, Sam Loomis (John Gavin). Dejando aparte el clasicismo de su puesta en escena, lo cierto es que La noche de Halloween proporcionó a toda una generación de realizadores el manual para rodar un perfecto slasher.

Jamie Lee Curtis (Laurie Strode) y Nick Castle (Michael Myers) en ‘La noche de Halloween’ (1978), de John Carpenter. | Universal Pictures

En la cinta de Carpenter, el personaje principal es una joven tímida y educada, Laurie Strode (Curtis), que viene a ser la final girl (la ‘chica final’ que siempre se las ve con el asesino en el desenlace). A diferencia de ella, el resto de sus amigos practica el sexo, infringe las normas o acaba en habitaciones que huelen a marihuana. Cualquiera de esos tres factores los convierte en una presa fácil. Y es que, por mucho que lo disimulemos, es difícil encontrar un aviso moralista más obvio frente a la promiscuidad de los setenta.

Pero hay más. Como eje del relato, Carpenter utiliza a un asesino icónico, Michael Myers, cuyo punto de vista convierte al espectador en voyeur. El psicópata del slasher es un depredador invencible y vengativo. Oculto tras una máscara y marcado por traumas del pasado, posee unos poderes sobrenaturales que parecen sacados del folklore infantil, como si fuera el hombre del saco o un espíritu maligno. Al fin y al cabo, si eliminamos la sangre salpicando las paredes, casi cualquier slasher podría pasar por un cuento de los hermanos Grimm. Como dice la antropóloga Krystal D’Costa, «el hombre del saco está ahí para garantizar que sigamos las reglas. No tiene forma, por lo que puede estar en cualquier lugar en cualquier momento, ya sea escondido debajo de la cama, en el armario o detrás de un árbol en el bosque». Y añade: «El hombre del saco no es accidental. Su presencia debe desencadenarse y, por eso, puede ser controlada, o mejor dicho, puede superarse. Todo va bien si nunca cometes una transgresión que atraiga su interés. Si lo haces, tendrás que enfrentarte a ello».

Pero entonces, si las tramas repetitivas del slasher remiten a los cuentos populares, o incluso a la experiencia de subir al tren de la bruja, ¿dónde queda el comentario social? Tom Savini, el legendario creador de los efectos de maquillaje de muchas de estas películas, lo tenía bastante claro. La violencia que se veía en pantalla conjuraba la pesadilla real de los asesinos en serie y, sobre todo, las imágenes de los cuerpos destrozados en Vietnam. Savini trabajó allí como fotógrafo militar. Para distraerse en medio de aquella carnicería, usaba el maquillaje para convertir en monstruos a sus compañeros de batallón. «Vietnam cambió mi vida», dijo años después. «Hizo que quisiera escapar de la realidad para siempre».

A un nivel más simple, la fiebre resultante de estas ficciones condujo a otro fenómeno que Stephen King resumió de este modo: «la película de horror como comida basura». El propio King sabe por qué deberíamos apreciar un género tan ínfimo y predecible como el slasher: «No es que pretenda disculpar el mal cine, pero una vez has pasado más de veinte años yendo a ver películas de terror, buscando diamantes (o partículas de diamante) en el yermo del cine de serie B, te das cuenta de que si no conservas el sentido del humor estás acabado. También empiezas a buscar los patrones y a apreciarlos cuando los encuentras».

Esto último, por cierto, explica el eterno retorno del slasher. Aunque deslucido por el uso, vuelve a nuestras vidas convertido en una mercancía nostálgica. A veces, a través de compañías independientes (es el caso de Terrifier) y, casi siempre, en manos de grandes plataformas y corporaciones que aún favorecen la imparable progresión de viejas franquicias como Halloween, Muñeco diabólico, Saw, Candyman, La matanza de Texas o Scream.

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