'Nuestra América', biografía familiar e historia de la migración
«El escritor chileno-mexicano Claudio Lomnitz narra en su último libro la odisea de su familia desde la tristeza por el hogar perdido a la alegría por la patria hallada»
Ilustre señor: …servirá ésta [carta] de cómo estoy bueno y tengo salud, y muy contento de verme en esta tierra, porque era de mi muy deseado y pluguiera a Dios hubiera sido antes porque está esta tierra la más fértil y abundosa … y muy aparejada para ganar de comer. Y esto procuraré yo hacer y dejar cosas pasadas porque cierto he sentido mucho el venir a estar partes, porque han sido grandes los trabajos que he pasado.
Las cartas enviadas desde América a la península en el siglo XVI entusiasmaban ⎯tanto por su sensibilidad como por su rico español⎯ a Rafael Sánchez Ferlosio, hoy también a Andrés Trapiello. Con ellas quizás se inauguraba lo que a la postre sería un género literario característico de América Latina, aquel que ponía en el centro el sentimiento agridulce del exilio o el desarraigo. Agridulce porque ⎯como en la carta de arriba, fechada en el año 1584⎯ la tristeza por el hogar perdido convive con la alegría de una nueva patria hallada. Este sentimiento pudo darse en muchas partes, ciertamente, pero convendremos en que hay algo de consustancial en su relación con la historia americana. Al fin y al cabo, fue el continente donde se mezclaron todos los continentes, en donde la modernidad ⎯con todas sus contradicciones⎯ más profundamente irrumpiría. La colonización y el comercio, la población indígena (exiliados en su propia tierra), la esclavitud, el contacto con Asia, todas las migraciones y exilios posteriores ⎯entre ellos el provocado por la Guerra Civil española⎯ dieron lugar a un continente poblado primero por mestizos, mulatos, castizos, moriscos o zambos, luego por gallegos, tanos, turcos o yeques. Una realidad mestiza y descentrada que afectaba hasta aquellos que presumían de un más profundo arraigo. Sólo de América pudo proceder una definición como la que Borges dio del argentino: «Un italiano que habla español, piensa en francés y querría ser inglés».
Bajo esta perspectiva podemos contemplar buena parte de la tradición literaria y ensayística americana, desde sus más tempranas expresiones, pongamos desde el Inca Garcilaso: hijo de conquistador y de princesa inca, humanista en Córdoba donde estudiaría con fervor a Platón y la cábala judía… no sé si fue el primero, pero sí el más formidable mestizo. Mario Vargas Llosa, gran ensayista él mismo, dijo una vez que América no ha sido demasiado pródiga en ensayos. Es difícil estar de acuerdo con él. En el XIX y el XX, escritores como Andrés Bello, el uruguayo José Enrique Rodó o el mexicano Alfonso Reyes ⎯peregrinos todos ellos⎯ reflexionaron de una manera particular sobre lo propio y lo ajeno, sobre la búsqueda de identidad y el sentimiento de desarraigo. Esa era la soledad a la que se refirió Octavio Paz, o García Márquez en su discurso de aceptación del Nobel. Preguntándose sobre América, inventaron América. Aquel sentimiento de ajenidad acabaría convirtiéndose en parte importante de lo verdaderamente propio.
«La atracción de migración fue crucial en todas las repúblicas latinoamericanas desde la mitad del siglo XIX»
En esta tradición hay que situar Nuestra América: My Family in the Vertigo of Translation (traducido por Galaxia Gutenberg simplemente como Nuestra América) escrita por el escritor chileno-mexicano Claudio Lomnitz. Aquí, al desarraigo americano derivado de la migración y la colonización, se le une la tradición de la remembranza propia de la tradición judía. Lo dijo el también errante Walter Benjamin: «Sabemos que a los judíos se les prohíbe investigar el futuro. La Torá y las plegarias, sin embargo, les enseñan a recordar». Así, Lomnitz nos habla de la historia de su familia, que no es sino la de muchos migrantes que atravesaron tiempos convulsos para acabar en América. «En América, gobernar es poblar», había decretado el liberal argentino Juan Bautista Alberdi. Y era cierto. La atracción de migración fue crucial en todas las repúblicas latinoamericanas desde la mitad del siglo XIX. Había que poblar un continente en gran medida despoblado.
Pero muchos gobiernos utilizaron la migración para perfeccionar ⎯preferiblemente con población europea⎯ una nación que muchas veces se consideró atrasada por el obstáculo que a su desarrollo decían representar las poblaciones indígenas o mulatas. «Si un tonel de agua limpia y clara es vertido en otro de agua turbia, el efecto natural será que el agua turbia quedará menos turbia y el agua limpia menos limpia», diría el propio Alberdi. Pero de los objetivos más abyectos en ocasiones se derivan nobles resultados, pues así es como llegarían muchas familias judías expulsadas por la violencia antisemita europea. «De ser una raza inferior en Rumanía (‘un judío’) se pasaba a una raza superior (‘un europeo’) en Perú y Colombia», nos explica Lomnitz. Los racismos se superponían mostrando su irracionalidad y su oportunismo. Pero ello no significó que los migrantes judíos no sufrieran penurias en América. Así llegó a describir el escritor en yidis colombiano, Salomón Brainski, el desamparo de los recién llegados: «En esta lejana tierra en donde uno se siente a veces tan solitario como un perro extraviado que oímos ladrar con un aullido en las entrañas, tras un muro, en una noche oscura».
«La historia de la familia de Lomnitz es realmente fabulosa»
La historia de la familia de Lomnitz es realmente fabulosa: procedentes de la región de Besarabia, en Europa del Este ⎯el autor habla del mismo barro que las tropas de Putin hoy intenta atravesar⎯ llegarían a Lima en la década de 1920. Allí enseguida entraron en el círculo más íntimo de una de las figuras centrales del pensamiento latinoamericano: José Carlos Mariátegui. Tras la temprana muerte de éste y del crecimiento del antisemitismo también en Perú, se mudaron a París. Allí, su abuelo estudiaría junto a Paul Rivet y Marcel Mauss en un recientemente creado Institut d’Ethnologie, justo en el momento en que, paralelamente a los surrealistas, comenzaba a crecer el interés europeo por las culturas precolombinas. Inmejorablemente advertidos contra el fascismo y el antisemitismo, en 1934 la pareja volvería a Besarabia intentando convencer a cuantos judíos pudieron del negro horizonte que se cernía sobre sus cabezas. De nuevo, consiguen huir a América, esta vez a Colombia. De allí a un kibutz en Israel, una recuperada (y decepcionante) nueva Ítaca. Por ello volverán a Colombia, luego Santiago de Chile. Estarán en Berkeley a mediados de los sesenta, y serán testigos del florecimiento de la contracultura y el movimiento hippie.
Y finalmente a Ciudad de México en 1968, a tiempo de presenciar los movimientos estudiantiles y el fantasma de Tlatelolco. El autor salpica todo este periplo con reflexiones biográficas, por supuesto, pero también históricas: la cultura judía, la defensa del indígena, el Holocausto y su memoria, las redes familiares… Es la América de Lomnitz, pero también de tantos otros migrantes que allí recalaron para no volver a ser los mismos.
Así continuaba su carta nuestro indiano del siglo XVI: …yo confío en Dios de estar presto en esta tierra … y haré lo que mejor me estuviere sin dar cuenta a nadie, ni que nadie me la pide, y ya no seré lo que antes era, porque iré tan otro que los que me conocieron, digan que no soy yo.