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Los Estados Polarizados de América

El politólogo Josep M. Colomer defiende en su libro ‘La polarización política en EE UU’ que la causa de la división del país está en el diseño de su sistema institucional

Los Estados Polarizados de América

Jacob Anthony Chansley, símbolo del asalto al Capitolio de los seguidores de Donald Trump el 6 de enero de 2021. | Europa Press

¿Quién no se quedó boquiabierto y horrorizado con las escenas de la invasión del Capitolio de Washington el 6 de enero de 2021? Esos bárbaros con sus gorros de cuernos que berreaban un supuesto robo de las elecciones a Trump y justificaban por ello su entrada a saco en la casa de la soberanía popular fabricaron el póster más espeluznante de hasta dónde pueden llegar las consecuencias del populismo. 

Con razón el 74% de los norteamericanos piensa (encuesta New York Times-Sienna, octubre 2022) que la democracia está amenazada en su país. Con razón ocho de cada diez (encuesta NPR / PBSNewshor / Maristas, diciembre 2022) coinciden en que la democracia en EEUU se enfrenta a una grave amenaza. 

Pero en ambos sondeos hay notables discrepancias en cuanto a las causas.

Josep M. Colomer (Barcelona, 1952) cree saber dónde está el problema: en la polarización. Y también cuál es la causa: el diseño del sistema político e institucional de EEUU, especialmente por lo que se refiere a la elección del presidente. 

A la demostración de esta tesis está dedicado el último libro (La polarización política en Estados Unidos. Orígenes y actualidad de un conflicto permanente, Debate) de este politólogo y ensayista, autor de una muy amplia obra escrita y profesor de Ciencia Política en la Universidad de Georgetown, después de haber pasado por el CSIC, la Autónoma de Barcelona y la Pompeu Fabra. 

Un malentendido y un error de cálculo. De eso sufre el diseño del sistema, según Colomer: cuando los padres fundadores, los autores de la Constitución reunidos en Filadelfia a finales del XVIII «miraron a Gran Bretaña en busca de inspiración, entendieron mal su sistema político, que había dejado de funcionar con una separación de poderes entre un rey ejecutivo y un parlamento legislativo». James Madison, Alexander Hamilton y compañía no vieron que en su modelo de inspiración «los poderes ya habían empezado a fundirse en un régimen parlamentario en el que el parlamento confirmaba al primer ministro ejecutivo y a su gabinete». Y se equivocaron al calcular, añade Colomer, «que los partidos políticos, a los que despreciaban como facciones corruptas, no operarían a escala nacional en un país tan grande y diverso».

Estos errores, concluye, llevaron a los constituyentes a darle al presidente las atribuciones de un rey y a aprobar un sistema de dos partidos. Así que EEUU es el único país que usa las dos fórmulas electorales más restrictivas; «por un lado, elecciones presidenciales ejecutivas separadas; por otro, elecciones legislativas en distritos con un solo escaño por la regla de la mayoría relativa o pluralidad que solo permiten dos partidos viables». Todo ello «impone enormes límites a la gobernanza de Estados Unidos» y convierte en único su sistema: «Ninguna otra democracia usa esa combinación de diseño electoral».

Es verdad. Como también es verdad –ha sido repetido hasta la saciedad- que EEUU no es una democracia, sino una república. El término –democracia- ni siquiera figura por escrito en la Declaración de Independencia ni en la Constitución. Y es verdad que esos padres fundadores que se hicieron un lío con el modelo británico, según afirma Colomer, tomaron medidas para garantizar la división de poderes y prevenir los «excesos». 

Leyes, no mayorías

No es que los que se dieron cita en Filadelfia, «muchos de ellos abogados, ricos terratenientes, propietarios de bonos estatales u hombres de negocios», no supieran lo que era la democracia. Es que tenían reservas de experiencias que habían desembocado en tiranías de uno u otro signo; se suele citar el ejemplo de Grecia como el que más les influía en esa visión de las cosas. Aquel puñado de constituyentes –de los 64 delegados elegidos por los Estados, «solo 55 asistieron a algunas sesiones y 39 firmaron el documento final»— para colmo tenían prisa, y se reunieron en sesiones durante menos de cuatro meses, «a puerta cerrada y en estricto secreto». 

Y a lo que llegaron, después de toda clase de maniobras, regates, componendas y compromisos, fue al convencimiento de que la clave no estaba en las mayorías, sino en las leyes, las leyes que aprueban los Estados y el Congreso. Un gobierno de leyes, no de hombres: eterna cuestión en la historia del pensamiento político. De ahí algunas de las claves del diseño del que se queja Colomer. De ahí que sea un Colegio Electoral, no el voto popular, el que elija al presidente. Son los representantes de los Estados democráticamente elegidos de un Estado Federal los que le eligen, no la gente. «Aunque querían un gobierno nacional firme, temían un exceso de democracia y de concentración de poder. El modelo erróneo de Montesquieu se ajustaba a su plan y lo tomaron como justificación, no les importaba mucho si realmente reflejaba el sistema político británico que ensalzaban en su confusa imaginación». 

«La fórmula [de elección indirecta del presidente] desprendía un aroma medieval», lamenta Colomer, que describe con detalle los problemas que ha habido con este sistema. Y es cierto. También es cierto, como señala el autor, que esa Constitución, con el inteligente y complejo sistema de las enmiendas, haya llegado hasta nuestros días y sea uno de los modelos más envidiados: «El hecho de que fueran capaces de producir un documento tan duradero, en contraste con los pobres resultados habituales de la política actual, puede ayudar a explicar por qué el resultado de la Convención es, a pesar de sus límites, tan admirado y venerado hoy en día».

Agitación populista

Y en esto llegó el póster, la escena grotesca y espeluznante de la toma del Capitolio por los descamisados con cuernos de vikingo, el asalto que costó la vida a cinco personas y cuyo desenlace aún colea para Donald Trump. Pero la polarización no ha empezado con Trump, como Colomer recuerda con buen criterio ya desde el arranque del libro. Que el tóxico e histriónico 45º presidente haya sido y sea un consumado artista de la agitación populista no debe hacernos olvidar que ese ingrediente ha estado presente desde el principio, y desde luego en las últimas décadas. Dato importante, aunque obvio: la polarización y el bloqueo, reitera el autor, son siempre infinitamente mayores cuando EE UU no tiene una amenaza existencial externa o no está metido en una guerra.

El lamento viene de lejos. El Pew Research Center decía ya en 2014 que demócratas y republicanos estaban enfrentados –y que la antipatía partidista era más profunda y amplia— mucho más que «en las dos últimas décadas». Hace un año, el mismo centro de investigaciones ampliaba el foco para decir que rojos y azules «están hoy más distanciados que nunca en los últimos 50 años», y que las razones se han ido acumulando poco a poco durante décadas: 

-Ambos partidos han cerrado filas, hasta el punto de que la etiqueta de moderados se puede aplicar hoy en el Congreso a poco más de dos docenas de republicanos y demócratas, frente a los más de 160 que se apuntaban a esa bandera en 1971-1972.

Ambos partidos se han alejado del centro ideológico desde los primeros años 70: los demócratas, por término medio, son algo más liberales, en el sentido norteamericano, de lo que eran, y los republicanos son mucho más conservadores.

-La geografía y la demografía ha cambiado radicalmente: casi la mitad de los representantes republicanos vienen de los Estados del sur, mientras que casi la mitad de los demócratas son negros, hispanos o pertenecientes a la minoría asiático-pacífica.  

Es evidente que el descontento con el sistema es amplio (por cierto, igual que en muchos países democráticos occidentales que sufren también populismos y polarizaciones). A partir de ahí, no hay acuerdo sobre las causas. Para los demócratas, el problema está en los republicanos y en algunas instituciones, como el Tribunal Supremo y el Colegio Electoral; para los republicanos, el problema está en los demócratas y en asuntos como los sistemas de votación y el sufragio por correo. Y para el 84% de los encuestados por The New York Times / Sienna, los medios de comunicación también suponen una amenaza contra la democracia. 

El expresidente de Estados Unidos, Donald Trump. | Reuters

¿Guerra civil?

¿Llegará la sangre de la polarización al río de la destrucción mutua asegurada? Hay abundante literatura sobre la cuestión. Entre los últimos, y sonados, libros escritos en EEUU destaca el de Barbara F. Walters, How civil wars start (Cómo empiezan las guerras civiles), publicado el año pasado, en el que la politóloga y experta internacional aventura que EEUU corre el riesgo del enfrentamiento interno violento debido a la inestabilidad política y la ineficacia del sistema y sus diversas disonancias, todo ello alimentado por el multiplicador de las redes sociales.

Colomer, muy alarmado –con razón—por la polarización y el bloqueo legislativo estadounidense (nos recuerda que «la última gran ley social con un amplio apoyo bipartidista se aprobó en 2002») no llega a tanto y acaba –Un futuro en esperanza– sugiriendo diversas claves que pasan por cambios en el sistema de primarias y algunas reglas de votación «para elegir candidatos menos polarizadores», además de formas de cooperación interinstitucional entre el Congreso y la Casa Blanca para mejorar la gobernanza y «moderar los enfrentamientos entre Washington y los Estados». 

Por desgracia, los ciudadanos no son muy optimistas: solo el 8%, y de nuevo recurrimos al Pew Center, confía en que mejoren a corto plazo las relaciones entre los dos partidos, mientras que el 54% cree que todo seguirá igual y el 38%, que empeorará. Una mayoría de dos tercios pronostica que en los dos próximos años no habrá acuerdos importantes entre la Casa Blanca de Biden y el Congreso de mayoría republicana. 

Sí, es verdad que los estadounidenses están muy hartos del bloqueo político, del enfrentamiento. Pero también están muy acostumbrados. A algunos incluso les gusta el sistema, le ven las ventajas a pesar de todo. Ya Alexis de Tocqueville, que creyó conocerlos bien, escribió esto en el capítulo XIII de La democracia en América: «Al ciudadano de los Estados Unidos se le enseña desde su más tierna infancia a confiar en sus propios esfuerzos para oponerse a los males y dificultades de la vida; contempla la autoridad social con una mirada de desconfianza e inquietud, y solo reclama su ayuda cuando es completamente incapaz de avanzar sin ella».

Habrá cambios, quizá. Pero no creo que nadie quiera tirar al niño de las líneas maestras de la Constitución con el agua sucia de la polarización. 

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