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Secretos de alcoba de la Inglaterra victoriana

El estricto decoro que rigió durante el reinado de Victoria define la época, aunque lo que sucedía en las alcobas era más complejo y variopinto

Secretos de alcoba de la Inglaterra victoriana

La Reina Vicoria de Inglaterra, vigilante de la historia | Wikimedia Commons

Uno de los logros del reinado de Isabel II ha sido batir el récord de permanencia en el trono de su antepasada la reina Victoria. Esta estuvo sesenta y tres años -de 1837 a 1901-, mientras que Isabel nada menos que setenta. Aun así, de momento todavía no hablamos de periodo isabelino y en cambio el adjetivo victoriano define la Inglaterra decimonónica, su contexto social y cultural y la rígida moral imperante. Todo lo cual queda muy bien reflejado en Vidas paralelas de Phyllis Rose, publicado en Estados Unidos en 1983 y convertido en un pequeño clásico, hasta ahora inédito en castellano. La reciente edición de Gatopardo pone fin a esta carencia. 

Rose es una prestigiosa ensayista formada en Yale y Harvard, que tiene en su haber biografías de Virginia Woolf y de Josephine Baker. En este libro -el más celebrado de los que ha escrito- aborda, tal como indica el subtítulo, Cinco matrimonios victorianos, aunque al menos uno de ellos no lo fue legalmente. Las parejas protagonistas son de escritores e intelectuales: Thomas Carlyle y Jane Welsh, John Ruskin y Effie Gray, John Stuart Mill y Harriet Taylor, Charles Dickens y Catherine Hogarth, y George Eliot y George Henry Lewes. El título y el planteamiento remiten de las romanas Vidas paralelas de Plutarco, pero también a los Victorianos eminentes de Lytton Strachey, que reunía cuatro perfiles de figuras relevantes de este periodo. Más adelante, este biógrafo del grupo de Bloomsbury también escribiría una biografía de la propia reina Victoria. 

Lo que consigue Phyllis Rose es prodigioso, porque su libro suma capas como un delicioso milhojas: por un lado es el erudito retrato de cinco matrimonios; a través de ellos traza un panorama histórico y cultural de la época, con especial atención a la situación de la mujer, y last but not least el volumen puede leerse como una jugosa sucesión de chismes sobre la sexualidad victoriana y las ineptitudes amatorias provocadas por el puritanismo imperante. 

El estricto decoro que rigió durante el reinado de Victoria define la época, aunque lo que sucedía en las alcobas era más complejo y variopinto. En el libro de Rose quedan claras un par de cosas. Primero, que una vez consagrado el matrimonio era harto difícil romperlo, de modo que para algunos se convertía en una condena de por vida. Y segundo, que en el contrato matrimonial la mujer llevaba las de perder, porque quedaba subordinada al marido y además como esposa tenía el deber de satisfacerlo sexualmente. Una legendaria consigna victoriana que las madres daban a sus hijas era: «Tú túmbate y piensa en Inglaterra». 

La virginidad era un tesoro y la información sexual brillaba por su ausencia. Eso explica el calvario por el que pasó Effie Gray cuando se casó muy jovencita con el prestigioso crítico de arte John Ruskin. La historia suele contarse de este modo: la noche de bodas, al quitarse su esposa el camisón para consumar el matrimonio, Ruskin se quedó paralizado y acto seguido abandonó el dormitorio. Al parecer quedó horripilado ante la visión del vello púbico y el generoso volumen de los pechos de Effie, porque todo su conocimiento de la anatomía femenina provenía de cuadros y esculturas y tomó por aberrante malformación lo que era perfectamente natural. Ruskin, un avanzado a su época en cuestiones estéticas, defensor de los revoltosos prerrafaelitas, era un mojigato en el ámbito íntimo. Vivió sometido por una madre dominadora, que de pequeño le prohibía jugar con otros niños y cuando fue a estudiar a Oxford se trasladó con su hijo para tenerlo cerca. Casados, Effie y él vivían con los padres de él y únicamente estuvieron solos en las estancias en Venecia durante las que él preparaba su obra más célebre: Las piedras de Venecia. 

A partir de la noche de bodas, todo fueron excusas por parte de Ruskin. El rechazo constante por parte de su marido acabó pasando factura a la joven esposa, que enfermó. Para que se recuperase, la pareja viajó a la Escocia natal de ella, acompañados por el pintor prerrafaelita John Everett Millais, que tenía el encargo de pintar un retrato del crítico. Los tres convivieron en una minúscula casa y el singular ménage à trois derivó en el enamoramiento de Millais y Effie, ante la aparente apatía de Ruskin. 

Finalmente, el padre de ella contrató a un abogado, que propuso una vía de escape a aquel espantoso matrimonio. Un médico la examinó y quedó demostrado que todavía era virgen. Al no haberse consumado en los seis años que llevaban casados, se podía pedir la anulación. Hay una película que cuenta esta historia: Effie Gray, con guion de Emma Thompson, que se reserva además el papel de Lady Eastlake, la esposa del director de la Royal Academy, amiga y confidente de Effie, a la que interpreta Dakota Fanning. 

Liberada, Effie se casó con Millais, con el que tuvo ocho hijos. Millais, por cierto, es el autor del más célebre cuadro prerrafaelita: Ofelia, que la representa ahogada en las aguas de un río y se exhibe en la Tate Britain de Londres. La modelo que posó para él fue Elisabeth Siddal. Permítanme contarles un par de cosas sobre esta legendaria musa de los prerrafaelitas. Siddal posaba para Millais en largas sesiones sumergida en una bañera. El agua se mantenía caliente con unas velas colocadas debajo. En una de las sesiones las velas se apagaron y el agua se fue enfriando. Él no se dio cuenta. Ella no dijo nada, su piel se tornó violácea y cogió una pulmonía. Después se casó con el líder de los prerrafaelitas, el pintor y poeta Dante Gabriel Rossetti y acabó suicidándose con láudano. Rossetti, desolado y decidido a dejar de escribir, depositó sus poemas inéditos en el interior del ataúd de su amada antes de que la enterraran. Y ahora viene el giro macabro: tiempo después se lo repensó y pidió que exhumaran el cadáver para recuperar los poemas. Según la leyenda, los enterradores dijeron que el cuerpo estaba muy bien conservado y su mítico cabello pelirrojo le había seguido creciendo. Entre los versos rescatados quedó prendido un mechón. 

Volvamos al libro y a los matrimonios victorianos con otro también desdichado: el de Dickens y Catherine Hogarth. Aquí sí hubo sexo y el resultado -en una época en que no existían los anticonceptivos- fueron diez hijos en dieciséis años. Pero la pareja se había casado muy joven y el distanciamiento entre el escritor, cada vez más famoso, y su esposa, una mujer sin ninguna inquietud intelectual, se fue agrandando. Dickens, desolado, le confesó a un amigo: «La pobre Catherine y yo no estamos hechos el uno para el otro, y no hay nada que hacer al respecto. No es únicamente que me haga sentir incómodo e infeliz, sino que yo la hago sentir igual a ella. (…) A menudo me conmueve profundamente lo lamentable que fue para ella que yo me cruzase en su camino. (…) Su temperamento no casa con el mío». Además, con tanto embarazo, Catherine engordó y se ajó. Con cuarenta y seis años y en la cima de su popularidad, Dickens se enamoró de una actriz de dieciocho, Ellen Ternan, cuya historia se cuenta en la interesante película La mujer invisible, dirigida por Ralph Fiennes, que además interpreta al escritor. Catherine quedó abandonada y olvidada, hasta que una de sus hijas rescató y reivindicó su figura. 

También fue un desastre el matrimonio de Carlyle y Jane Welsh. Ella era una joven de buena posición social, hija de un médico, e interesada por la cultura desde niña. Se cuenta que, de pequeña, quería aprender latín, algo reservado a los varones, por lo que, desesperada, les rogó a sus padres: «Quiero aprender latín, por favor dejadme ser un chico». Carlyle era de origen humilde y conoció a Jane porque fue su profesor particular. Casarse con ella fue para él un ascenso en la escala social, mientras que a ella le supuso embarcarse en una relación infeliz. Se sentía desatendida y después celosa, porque su marido estaba más interesado en coquetear con lady Harriet Ashburton, una mujer con muchos contactos. Con todo, el matrimonio en apariencia funcionaba, porque ella llevaba su desconsuelo con suma discreción. La venganza de Jane fue póstuma. Cuando murió, Carlyle encontró sus diarios y en ellos descubrió lo desdichada que había sido. Carcomido por la culpa, escribió un texto autobiográfico, Reminiscences, en el que incorporó los diarios y cartas de ella y en el que él no salía muy bien parado.

Muy distinto es el caso del gran filósofo del liberalismo, John Stuart Mill y su relación con Harriet Taylor, en la que hubo fraternidad intelectual y cariño, pero parece que nada de sexo. Se conocieron cuando ella estaba casada con el empresario John Taylor y durante veinte años formaron un singular triángulo. El marido aceptó con resignación que el filósofo ejerciera de amante platónico de su mujer. Cuando falleció, Mill y Harriet se casaron, pero todo apunta a que siguió sin haber sexo, porque a ella no le gustaba. Como miembro del Parlamento, el filósofo planteó en 1866 que las mujeres pudieran votar en las elecciones, pero su propuesta no salió adelante por falta de apoyos. Esa ley tardaría todavía medio siglo en aprobarse, gracias a la lucha de las sufragistas. 

El quinto y último matrimonio del libro es el que en realidad no lo fue legalmente y sin embargo fue el más feliz. El periodista George Henry Lewes estaba casado con la joven Agnes en lo que no se sabe muy bien si era una relación abierta o tóxica. Tuvieron tres hijos y él además aceptó como propios otros cuatro que ella tuvo con su amante, un hombre casado y que tenía su propia familia. Entre tanta paternidad propia y sobrevenida, Lewes conoció a una periodista, Marian Evans, en quien descubrió a su alma gemela. Se marcharon juntos de viaje a Alemania, perseguidos por las habladurías, y al regresar empezaron a vivir juntos, con gran escándalo social. Él seguía casado con Agnes y manteniéndola a ella y los hijos propios y ajenos. Sin embargo, su verdadero amor era Marian; había entre ellos una intensa comunión intelectual, pero en este caso también había sexo. 

Cuando ella empezó a escribir libros, los firmó con un seudónimo masculino:  George Eliot. Uno de ellos, Middlemarch, es una de las obras maestras de la literatura inglesa del siglo XIX y, en opinión de la afilada Virginia Woolf: «Una de las pocas novelas inglesas escritas para adultos». George Eliot y Lewes vivieron felices y en pecado veinticuatro años, hasta la muerte de él. Un año y pico después, ella, con sesenta años, decidió casarse con un amigo de su pareja, el banquero John Walter Cross. Esta vez el matrimonio sí fue legal, pero eso no evitó un nuevo escándalo, porque Cross era veinte años más joven que ella. George Eliot, que falleció a los pocos meses de su boda, fue una mujer libre, ajena a las convenciones de la moral victoriana. 

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