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Historias de la historia

El retorno del monarca expulsado

El revuelo mediático causado por la estancia del rey Juan Carlos en Sangenjo recuerda las visitas de Isabel II, la exreina exilada en París

El retorno del monarca expulsado

Isabell II de España. | Wikimedia commons

Ni Carlos IV, ni José I, ni Amadeo de Saboya, ni Alfonso XIII, reyes de España que en distintas circunstancias perdieron la corona, regresaron jamás a nuestro país. Únicamente Isabel II, destronada por la Gloriosa Revolución de 1868, obtuvo permiso de su hijo, Alfonso XII, para regresar en breves y discretas visitas. Una situación de evidentes paralelismos con la actual, aunque las circunstancias en que dejaron el Trono Isabel II y Juan Carlos I fuesen muy diferentes.

En el año de 1868 Isabel II había prolongado a septiembre sus vacaciones veraniegas en Lequeitio cuando estalló la revolución. Le habían advertido que «España está que arde», pero ella, con la frivolidad que caracterizó su reinado, prefirió no enterarse y seguir disfrutando del veraneo. Todavía cuando atravesó la frontera el 30 de septiembre de 1868, llevando de un brazo a su esposo, el rey consorte Francisco de Asís, y del otro a su amante de turno, Carlos Marfori, pensaba que era para poco tiempo, que el pueblo español reclamaría su vuelta. Esa insensatez se la había metido en la cabeza Marfori, un oportunista que parecía modelo de lo que luego Hollywood llamaría un latin lover.

En la estación francesa de La Negresse la esperaban el emperador Napoleón III y la emperatriz Eugenia de Montijo, de veraneo en Biarritz, que la recibieron muy afectuosamente. Pero Napoleón III era un político experimentado y quería buenas relaciones con la nueva España. Era preciso alejar a Isabel II de la frontera para dificultarle las intrigas con sus partidarios, de modo que el emperador forzó a la reina a viajar a París, donde la acogió como huésped de alto rango en el Palacio del Louvre, adjudicándole el ala Rohan.

Al año siguiente, cuando comprendió que lo de volver a España no estaba a la vuelta de la esquina, Isabel II decidió poner casa propia y compró el Palacio Basiliewski, un magnífico inmueble construido hacía poco por un millonario ruso. Rebautizado Palacio de Castilla, se convirtió en la ‘corte’ de la reina exilada durante 35 años. El Palacio de Castilla sería escenario de hechos históricos, fue convertido en cuartel general alemán durante la ocupación de París en la II Guerra Mundial, y allí firmó el secretario de estado Kissinger la paz de Vietnam, pero lo que más nos interesa es que fue donde abdicó Isabel II en favor de su hijo todavía niño, Alfonso XII.

La renuncia al trono fue una decisión personal e irreflexiva, como todas las que tomó en su vida. Su nefasto entorno, eso que durante el reinado fue apodado ‘la Camarilla’ o, más literariamente, ‘la Corte de los Milagros’, intentó disuadirla de abdicar, pero no se dejó convencer y lo hizo el 25 de junio de 1870. Ya había estallado la Guerra franco-prusiana, que supondría el final del Segundo Imperio, pero la Tercera República Francesa siguió siendo hospitalaria con la exreina española, que vivió 35 años en el Palacio de Castilla, hasta su fallecimiento en 1904.

Sin embargo esa larga estancia fue involuntaria, porque Isabel II quería a toda costa volver a España. En realidad había abdicado de boquilla, pensando que con el joven rey sería posible la restauración de la dinastía borbónica -como efectivamente sucedió- pero que ella podría manejar a su hijo adolescente y ser reina en la sombra. En España los políticos eran conscientes de esos propósitos y tomaron medidas. Tras la Revolución del 68 el general Serrano, jefe de Estado provisional, ofreció que volviesen «todos los Borbones menos uno», Isabel II. Incluso un partidario de la monarquía borbónica como Cánovas del Castillo, arquitecto de la Restauración con la subida al trono de Alfonso XII, exigió para llevar adelante su proyecto que la exreina se quedase en París. Hasta su propio hijo Alfonso, que tenía 17 años recién cumplidos, le dijo que no podía volver con él a España.

Visitas polémicas

El ansiado retorno se autorizó por fin en julio de 1876, cuando el nuevo régimen de monarquía parlamentaria inventado por Cánovas se consideró consolidado. Ya se había aprobado la Constitución canovista y se había derrotado a los insurgentes en la Tercera Guerra Carlista. Aun así nadie se fiaba de Isabel II. Había hecho humillantes súplicas y promesas de portarse bien, pero un año antes había puesto en duda la legalidad de su abdicación, por lo que el Gobierno tomó precauciones: estancias cortas y fuera de Madrid. 

«Cuando regresó brevemente a España, lo hizo sintiéndose, como ella mismo dijo, una especie de vagabunda -señala la historiadora Isabel Burdiel en su reciente biografía de Isabel II-. «Residió algún tiempo en Sevilla, pasó temporadas en los balnearios del Norte o en los palacios reales de los alrededores de Madrid. Con el tiempo, se fueron tolerando sus estancias en la capital, pero siempre se procuró que sus visitas fuesen lo más cortas y discretas posibles».

La exreina no colaboraba adecuadamente, porque aparte de su peligro político seguía con su escandaloso régimen de vida personal, que tanto había perjudicado a la monarquía. Llevaba tras sí una corte de 30 personas y como director de orquesta a un nuevo secretario-amante, Ramiro de la Puente, 15 años más joven que ella, que exhibía desvergonzadamente un reloj de oro con la inscripción «A mi Ramiro de su Isabel». De modo que cuando en 1877 quiso ir a tomar baños de mar a Cádiz, tuvo que tragarse el insulto del Ayuntamiento gaditano, que le dijo que no estaba dispuesto a recibirla con aquel séquito.

Su última visita a España terminó con una especie de confinamiento en Madrid, separada por la fuerza de su amante Puente y obligada a substituirle por otro secretario más respetable. Regresó a París en otoño de 1877 y ya no volvería a España, ni para la boda de su hijo Alfonso en enero del 78, a la que no la invitaron. De hecho ni siquiera le avisaron de tal matrimonio, y se tuvo que enterar por la prensa francesa. Después de eso se convirtió en una especie de enclaustrada en el Palacio de Castilla de la Avenida Kléber, eso sí, con nuevos amantes.

Cuando murió en 1904, mucho después que su hijo Alfonso XII, su nieto Alfonso XIII, por consejo del presidente del Gobierno Maura, se mantuvo al margen de las honras fúnebres, y sus restos fueron llevados directamente al Escorial de la manera más discreta, sin pasar por Madrid.

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