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Santos, herejes y pecadores: una historia de la Iglesia en España

En ‘Breve historia de la Iglesia católica en España’ (Catarata), Joseba Louzao resume la crónica de veinte siglos de catolicismo en nuestro país

Santos, herejes y pecadores: una historia de la Iglesia en España

'La Conversión de Recaredo' (1887), de Antonio Muñoz Degrain. | Wikimedia Commons

En su Diccionario de la sinceridad (1953), Pitigrilli recoge esta sentencia: «La historia de la humanidad es una laicización progresiva». Los últimos 60 años de la vida de España dan la razón al escritor italiano. Como si aquí nunca hubiese existido la religión como elemento identitario, están desapareciendo de nuestro paisaje cultural los códigos y las costumbres propios del catolicismo. Década tras década, su presencia se ha ido reduciendo del mismo modo que lo ha hecho en los países cercanos. La excepción, por supuesto, son todos esos ritos tradicionales que aún nos recuerdan el pasado de una tierra abrumadoramente católica.

Al parecer, el cristianismo ha sido deslocalizado rumbo a otras latitudes. En la España actual, la religión solo cumple con los servicios mínimos, limitada a ciertas fechas, a una moral difusa y a emociones privadas. Sin una pizca de esa atracción vibrante que, en otro tiempo, animaba a creadores, ideólogos e intelectuales a identificarse como católicos. En pleno siglo XXI, no cabe hablar del futuro de la Iglesia sin este margen de incertidumbre. «El porvenir de la religión ‒escribe Valentí Puig en Cien días del milenio‒ puede transformarse en la constatación de la advertencia de Chesterton: dejar de creer en Dios para no creer en nada y acabar creyendo en cualquier cosa. ¿Un retorno al politeísmo, a los dioses tribales, a un dios para cada lugar, cada tiempo y cada cosa?».

Antes de que este proceso secularizador acabe de decir la última palabra ‒o confirme la ley del péndulo, quién sabe‒ , vale la pena comprender qué ocurrió antes de llegar a esta encrucijada. De ello se ocupa el nuevo libro de Joseba Louzao, Breve historia de la Iglesia católica en España.

Portada del libro

El autor nos propone un itinerario que comienza en la época romana y concluye en nuestros días. En este relato, los senderos parten de figuras monumentales (Osio de Córdoba, Isidoro de Sevilla, el cardenal Cisneros, Bartolomé de las Casas, Francisco de Vitoria e Ignacio de Loyola, entre otros) para vagar en los recovecos de distintas épocas (el Concilio de Trento, la evangelización de América, el declive de la Iglesia del Antiguo Régimen, los conflictos religiosos en el XIX y el XX) hasta desvanecerse en el momento actual.

El desenlace llama la atención. De las misas abarrotadas hemos pasado a una estadística que, ciñéndonos al cristianismo, invita a reflexionar: conviven en España una mayoría de católicos no practicantes, un número creciente de evangélicos y un porcentaje variable de escépticos en quienes se despierta, solo de cuando en cuando, el convencimiento de que hay un Más Allá.

Santa Teresa de Jesús, de Rubens. | Wikimedia Commons

Mitos y malentendidos

Uno de los atractivos de Breve historia de la Iglesia católica en España es el modo en que Louzao, al abrir esta puerta al pasado, desmiente algunos mitos. Así lo hace, por ejemplo, cuando señala el impacto que tuvo en el imaginario colectivo la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano (1776-1789), del historiador británico Edward Gibbon. Esa obra descomunal convenció a Occidente de que el cristianismo era un elemento clave para entender el ocaso de Roma.

Pregunto a Louzao si considera que, a nivel popular, ya es evidente que este tipo de procesos son multifactoriales y bastante más complejos de lo que se creía en tiempos de Gibbon. «Evidentemente, hemos avanzado mucho en el conocimiento histórico desde la aportación de Gibbon», responde a THE OBJECTIVE. «Ya sea en obras académicas o divulgativas, los factores que se presentan para explicar esa decadencia del Imperio son variados. Sin embargo, de tanto contarnos estas historias terminamos por mantener algunos giros gramaticales –si se me permite utilizar esta idea– que descansan en los mitos de antaño. ¡Que tire la primera piedra quien este libre de culpa! Seguramente, muchas páginas de esta síntesis caen en esa misma tentación. Hoy en día, se lee este tiempo de la Antigüedad tardía más como un momento de profundas transformaciones entre crisis y bonanzas. El cristianismo nos ayuda a entender, evidentemente, todos los procesos que se pusieron en marcha durante este período».

«El marco cristiano ‒añade‒ supuso cambios importantes a nivel político, social y cultural. Pero lo fue de manera paulatina. Y no hubo una grieta entre tiempos, ni mucho menos. Los historiadores nos dedicamos a comprender los cambios y las continuidades. Habitualmente, los primeros son más llamativos y, por esa razón, cargamos las tintas sobre ellos. Con todo, las continuidades siempre son las costuras del pasado».

Uno de los tramos más interesantes del libro se refiere a la historia del Camino de Santiago y al interés de distintos monarcas a la hora de potenciar las peregrinaciones. En este sentido, la incorporación a la mitología hispánica de la devoción por el Apóstol parte del fervor popular, pero también hallamos condicionantes político-militares de mucho peso. «No podemos entender el Camino de Santiago solamente desde factores políticos y militares, como tampoco podemos obviarlos para entender sus orígenes», aclara Louzao. «Los intereses de los monarcas eran evidentes, pero la fuerza de la devoción atravesó fronteras y culturas. En el fondo, Santiago juega con esa tensión que existe dentro del catolicismo entre lo universal y lo local -o nacional, en este caso-. Un historiador británico ya fallecido, Adrian Hastings, remarcaba el potencial que el cristianismo tenía a partir de la mezcla de una concepción encarnacionista y otra universalista. Desde el descubrimiento del sepulcro en tiempos de Alfonso II el Casto, Compostela se convirtió en un faro político, religioso y cultural. Para España y para Europa. Las tres cosas a la vez, por lo que es complicado despegar algunas de estas dimensiones sin perder fuerza explicativa».

De ahí en adelante, el carácter poliédrico del catolicismo en España se percibe en el relato de Louzao, que adquiere fuerza durante el apogeo de la Monarquía Hispánica. De forma inevitable, el autor también ha de lidiar con la leyenda negra, sobre todo cuando entra en escena la Inquisición. «Creo que es muy fácil caer en la leyenda negra o en la rosa», señala Louzao. «Cuando un aspecto del pasado está tan polarizado, la tentación está ahí. Los especialistas han ido afinando la realidad del Santo Oficio. Claro que hubo torturas, pero es cierto que era una medida excepcional dentro del proceso. E, incluso, todas las confesiones conseguidas a través de la tortura necesitaban de una confirmación posterior por parte del acusado. Por esa razón, salvo en momentos históricos concretos, estos procedimientos eran más la excepción que la norma. Entiendo que esa no es la imagen más divulgada, pese al consenso historiográfico».

‘Expulsión de los judíos de España (año de 1492)’. el cuadro de Emilio Sala y Francés  con el que este pintor se presentó a la Exposición Universal de París de 1889. | Wikimedia Commons

En este punto, la ficción cinematográfica y la literatura han consolidado una realidad paralela, difícil de extirpar. «Cada cierto tiempo sale el enésimo artículo sobre los instrumentos de la tortura de la Inquisición, cargado de muchos mitos. En el libro intento dar cuenta de que, más allá de los estereotipos, la Inquisición generó todo un sistema de delación y de control social que marcó durante siglos la forma de pensar la realidad en los territorios de los Austrias. No es tan vistoso como la tortura, pero fue mucho más efectivo para los intereses de la Corona y de parte de la Iglesia. Y digo esto porque también sirvió para solventar conflictos eclesiales. Hubo obispos, algunos de ellos muy bien situados, que terminaron ante un tribunal para dirimir si eran herejes o no».

Otro mito que recoge el autor es el de la Ilustración como movimiento descristianizador. ¿Por qué, entonces, identificamos hoy a los ilustrados como adversarios del clero y de los creyentes tradicionales de aquel periodo? «Dentro de la Ilustración hay muchas ilustraciones», explica. «Hay diferencias de acento en cuestiones religiosas, culturales y políticas. Habitualmente pensamos en la Ilustración radical de origen francés por su papel en la Revolución, pero también hubo una Ilustración más moderada, sobre todo como la escocesa y la alemana. En el caso español, podríamos discutir sobre si realmente hubo una Ilustración católica o si hubo católicos que fueron a su vez ilustrados. Algunos de ellos eran sacerdotes y religiosos que buscaban una reforma de su fe. Lo que tenemos claro es que la Ilustración fue un movimiento muy plural y no necesariamente ni descristianizador ni antirreligioso».

Altar con la Virgen del Rocío en El Rocío, Almonte, España. | Wikimedia Commons

La frase que Azaña pronunció en 1931, «España ha dejado de ser católica», anticipa el proceso de descristianización de nuestra sociedad a partir de los años 60. Como ya decíamos al principio de este artículo, el vuelco, en términos sociológicos, resulta sorprendente: el país más identificado con la tradición católica parece ser hoy el exponente de lo contrario. Este cambio sociológico deja abiertas varias incógnitas. ¿Ha dejado atrás España su inspiración cristiana? ¿Qué ha de cambiar en la Iglesia para que pueda sobreponerse a las corrientes laicistas, a la secularización generalizada y a la pujanza de otras confesiones?

«Como siempre jugamos con el mito», responde Louzao. «España es uno de los países más identificados, pero no diría que el que más. Ahí están Italia, Polonia o Irlanda para jugar en esta particular liga de catolicismos. Las causas son muchas y diversas. Contra lo que a veces se piensa, creo que están más fuera que dentro. También he defendido en muchos lugares que la modernidad recompone la religión. No creo que modernidad sea el agua que apaga el fuego religioso. Más bien nos encontramos inmersos en un proceso, que no ha terminado, de recomposición religiosa. En el fondo, comparto con algunos especialistas la idea de que los cambios se producen en el ámbito de la oferta, mientras que la demanda se mantiene bastante estable en el tiempo. Si miramos el proceso de secularización con una mirada histórica amplia, pienso que es determinante la construcción de sociedades abiertas, que valoran positivamente la diferencia y la pluralidad, y la conformación de un sujeto religioso moderno, más dispuesto a vivir una experiencia no marcada por las instituciones tradicionales, más subjetiva y asentada en una especie de bricolaje religioso (donde se entremezclan creencias de diferentes tradiciones religiosas sin conflicto); y el fenómeno de la desinstitucionalización, que no solo afecta a las religiones y que multiplica las posibles ofertas de sentido».

«Cuando hablamos de estos temas, parece como que la Iglesia católica fuera la única religión posible. Y creo que es una tentación en la que caen más los laicistas que los propios católicos»

Joseba Louzao

«Además ‒añade‒, el caso europeo se convierte en una excepción. La última reflexión del más importante sociólogo de la religión de nuestro tiempo, Peter L. Berger, fue su libro Los numerosos altares de la modernidad. El título era una respuesta irónica a Nietzsche, quien auguró un futuro con altares vacíos. La constatación estadística de que tres cuartas partes de los habitantes del planeta considera que la religión es importante en su vida cotidiana evidencia aquel error profético. Por ello, el pluralismo puede ser muy beneficioso para las religiones».

Casi nadie duda del factor que marcará este devenir del catolicismo en España: su competencia con otras confesiones religiosas. «En el caso español», nos dice Louzao, «tenemos un pasado marcado por la reciente experiencia del nacionalcatolicismo, y pesa tanto en creyentes como no creyentes. Tanto es así que incluso cuando hablamos de estos temas, parece como que la Iglesia católica fuera la única religión posible. Y creo que es una tentación en la que caen más los laicistas que los propios católicos. Es importante ser consciente de ello porque, como bien señalas, hay una creciente pluralidad también en materia religiosa. Esto va a seguir alimentando conflictos, y no lo veo como algo negativo. No se pueden apaciguar los conflictos de valores en sociedades plurales como las nuestras. El proceso de aprendizaje pasa por ayudarnos a conciliar la diversidad. Más que valores en común necesitamos instituciones comunes para coexistir desde la diferencia. Lo que sirve para ideologías, religiones o lo que se quiera. Ahí es donde la Iglesia católica tiene que jugar su papel. Soñar con volver a un pasado idealizado sería un gran error. Porque ¿a cuál hay que volver? ¿Al de las primeras comunidades, al de las grandes persecuciones o al de la Cristiandad obligatoria?».

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