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Cultura

Antonio Elorza descubre la infame lucha por el poder en la España de Carlos IV

Su nuevo libro, ‘Un juego de tronos castizo’ (Alianza Editorial), estudia las devastadoras circunstancias que llevaron a la invasión napoleónica

Antonio Elorza descubre la infame lucha por el poder en la España de Carlos IV

La familia de Carlos IV (1800-1801) por Goya. | Wikimedia Commons

Un juego de tronos castizo es algo más que un ensayo histórico sobre la España del XIX. Como anuncia su título, Antonio Elorza hace girar toda la obra alrededor de cuatro figuras que desarrollaron de forma paralela sus ambiciones: el rey Carlos IV, su prima y reina consorte, María Luisa de Parma, el responsable de los más altos cargos del Estado, Manuel Godoy, y el emperador de los franceses, Napoleón Bonaparte. Pero este libro es, sobre todo, el reflejo de una crisis nacional: un punto y aparte histórico, cuyas consecuencias, casi como una sacudida de la corteza terrestre, se sintieron a ambos lados del Atlántico.

Esta decadencia del absolutismo español es tan melodramática que casi parece el argumento de un folletín. Sin embargo, Antonio Elorza propone una mirada nueva. Por un lado, describe con sutileza el panorama que fue configurándose con esa alianza bilateral entre Godoy y Napoleón, que más bien recuerda una peligrosa partida de ajedrez. Con amenidad y un generoso aporte de información, Elorza también nos desplaza al escenario de la Corte para descubrir toda una serie de maniobras e intrigas en las que, de nuevo, adquiere protagonismo Godoy, favorito de la Corona y secretario de Estado entre 1792 y 1798, y años después, figura preeminente del Gobierno desde 1801 hasta 1808.

Lo que da el tono de la época son, precisamente, estas maquinaciones en las que interviene la reina y, por obvias razones, también Carlos IV, «titular del poder absoluto legítimo pero inefectivo» y su valido, quien, en palabras del autor, «acapara el ejercicio efectivo del poder, pero carece de legitimidad y está deseoso de adquirirla». Si algo queda aquí claro es que Godoy exhibía una ambición inversamente proporcional a la firmeza de su moral. Parece mentira lo que puede hacer un personaje así cuando decide agitar los cimientos de un país.

Portada del libro

¿Qué movimientos realizó Napoleón para que Godoy y Carlos IV no encontraran otra alternativa que aceptar la dominación francesa? ¿Por qué Godoy creía que Napoleón dependía de él para concretar sus planes? ¿Llegó a sospechar que el emperador lo despreciaba? ¿Qué papel desempeñó en toda esta fatalidad el futuro Fernando VII? Las preguntas se acumulan, pero todas son respondidas por Elorza con claridad y perspicacia.

«Godoy era un paranoico y un obseso del poder», explica a THE OBJECTIVE. «Los nuevos reyes parecen hechos a medida para ser mascarones de proa de la crisis del país. En este contexto, Godoy aparece en el momento oportuno, con su ambición, con su atractivo, fundamentalmente sobre la reina, y con una extraordinaria capacidad para conservar el poder y destruir a cualquier competidor. Es como un Deng Xiaoping».

Godoy, convertido en triste símbolo de la vanidad y el orgullo, parece definirse en contraste con Napoleón. «La alianza entre ambos es muy original», nos dice Elorza. «No es la típica alianza de gobierno a gobierno. Es una alianza interpersonal, donde cada uno persigue sus fines. Napoleón quiere controlar España y finalmente hacerse con la Península. Por su parte, Godoy está realmente fatigado de su papel de ‘mayordomo de palacio’, como le llamaba Napoléon, y decide jugar su baza de acceso a un poder soberano. Obviamente, ello desemboca en la ocupación francesa y en la tragedia de la guerra de la Independencia».

A lo largo del libro, mientras España se apolilla en su guardarropía, hay otro personaje que parece ocultar sus cartas. ¿Era Carlos IV el memo integral que imaginamos? ¿O quizá el monarca tenía la lucidez suficiente para saber que Godoy no era trigo limpio? «Carlos es el misterio», señala Elorza. «Los caracteres de Godoy, de María Luisa, de Napoleón o del joven Fernando VII son muy transparentes. Juegan de una manera muy definida, de acuerdo con su temperamento y con sus objetivos. Ahí el más misterioso es Carlos IV. A partir de 1801, en la etapa en la que se entrega totalmente a Godoy, no ofrece dudas. Sin embargo, anteriormente, en el periodo en que Godoy queda fuera del poder, entre 1798 y 1801, el rey resiste. La reina es totalmente permeable a Godoy, pero Carlos IV resiste con Mariano Luis de Urquijo». Este último, un reformista ilustrado, pronto estuvo en el punto de mira de Godoy, quien «plantea una gran ofensiva, apoyada en el nuncio, frente a la política de Urquijo. Carlos IV les frena. En ese momento, el rey es muy distinto del mequetrefe en que se va a convertir a partir de 1801. Por eso, es el único personaje al que dejo sin definir del todo».

Elorza es historiador, pero en este punto le señalo el interés psicológico de Godoy. Incluso cuando se sitúa al acecho, en un rincón de palacio, es un tipo digno de un estudio psiquiátrico. «Todo esto lo he consultado con un gran experto, el doctor Enrique Baca, catedrático de Psiquiatría en la Universidad Autónoma de Madrid y jefe del Servicio de Psiquiatría del Hospital Universitario Puerta de Hierro», responde. «A Godoy le viene bien la paranoia. Eso es lo que justifica, por ejemplo, cómo trató a los ilustrados. Por decirlo en términos futbolísticos, en 1797 ficha a Gaspar Melchor de Jovellanos como secretario de Justicia y a Francisco de Saavedra como secretario de Hacienda. Pero, claro, Godoy, por presiones del Directorio francés, es cesado en marzo de 1798. A partir de ahí, se convierte en enemigo de ambos. Es muy verosímil que Saavedra sufriera un envenenamiento. Padeció grandes perturbaciones gástricas que no había tenido antes y que no volvió a tener después. Jovellanos, cuando es cesado, está convaleciendo de una situación similar. La voluntad de eliminarlos es perfectamente lógica por parte de Godoy, porque su ecuación es bien clara: yo soy el único amigo de los reyes y mi deber es eliminar a cualquier competidor que pretenda influir en ellos. Así lo refleja el famoso grabado de Francisco de Goya Subir y bajar, donde se ve a Godoy encaramado sobre el monstruo de la lujuria, arrojando al abismo a sus posibles rivales».

Manuel Godoy, retratado por Goya como vencedor de la guerra de las Naranjas (1801). | Wikimedia Commons

El pintor aragonés aparece de forma recurrente en el libro, como notario de cada nuevo episodio. «Goya era un testigo. En el retrato que le hace a Manuel Godoy en 1801, le pone la vara entre las piernas. En este sentido, pruebo en el libro perfectamente que el infante Francisco de Paula es hijo de Godoy y de la reina. No hay que rasgarse las vestiduras. Esto era una cosa normal en la Europa de su momento. Pero Goya trata de reflejar lo que sucede. También hace el mejor resumen de la guerra de Independencia con el grabado de la serie Desastres de la guerra que preside el último capítulo: El buitre carnívoro. Cualquier observador se da cuenta de que ese buitre monstruoso y descalabrado es una deformación del águila de Napoleón. Ahí se ve cómo el pueblo español, con sus instrumentos de labranza, consigue vencerle, y también se ve cómo huyen los soldados franceses».

‘El buitre carnívoro’, de Francisco de Goya. | Wikimedia Commons

En buena medida, el libro descansa sobre otra figura que llega pisando fuerte: Napoleón. Por la mente del personaje desfilan facetas muy contradictorias de la condición humana. «Por una parte, lleva a cabo una depredación y una construcción del poder muy vinculada a sus orígenes corsos. Luego, hace su propia lectura de la guerra de la Independencia como si el pueblo español se hubiera comportado tal y como él hubiera deseado en su juventud que los corsos se hubieran comportado contra los franceses».

Aquí viene un detalle sorprendente: «Nos encontramos con que la gran figura de la historia francesa contemporánea es antifrancés». Así lo demuestra Elorza con un texto de Napoleón incorporado al final del libro, Novela corsa (1798). La pieza incluye pasajes tan truculentos como este: «He jurado de nuevo sobre mi altar no perdonar más a ningún francés. Hace unos años vi naufragar a dos navíos de esa nación. Unos cuantos buenos nadadores se salvaron en la isla, pero les dimos la muerte. Después de haberlos socorrido como hombres, los matamos como franceses».

«Napoleón es un revolucionario», aclara Elorza, «pero se fija como objetivo restaurar una jerarquía comparable a la del Antiguo Régimen. Es una auténtica cuadratura del círculo. La clave para él será organizar una sociedad jerárquica y eficaz, donde quepa la sociedad burguesa. Es la sociedad del Código Civil. En España, por un lado, ejerce la represión a cañonazos, y por otro, quiere regenerar a este país. Napoleón murió en la soledad, porque él se da cuenta de que esa ambición de llevar hasta el extremo sus objetivos lo autodestruye. ¿Y por que lo autodestruye? Pues porque los españoles, como él mismo dice, ‘se comportaron como un solo hombre de honor’. Es el mejor elogio que un corso podía pronunciar».

Por desgracia, ese desenlace fue trágico, pero la mayoría de los culpables no quiso o no supo darse cuenta de su alcance. «Una cosa es que Napoleón invadiera España como prácticamente invadió toda Europa, y otra cosa es que la ocupase y determinarse una guerra que, como decía Miguel Artola, en términos técnicos fue un anticipo de la guerra de Vietnam. En el país se hunde todo: el mercado interior, el sistema productivo, el sistema político y fiscal… Se hunde el Imperio. Y pasará algo simétrico en América. La guerra de independencia mexicana también es otra necesidad histórica, pero el nivel de destrucción es tal que el país solo se recupera cincuenta años después».

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