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Historias de la historia

Mercenarios, un arma de doble filo

Los mercenarios del Grupo Wagner se han convertido en los supermalos en Ucrania, pero los mercenarios son tan antiguos como la guerra

Mercenarios, un arma de doble filo

Yevgeny Prigozhin, fundador de los mercenarios del Grupo Wagner. | Reuters

«Las repúblicas y príncipes que se apoyan sobre ejércitos mercenarios no experimentan más que reveses», dice en El Príncipe el más famoso pensador político de la Historia, Maquiavelo. Siempre han tenido mala prensa los mercenarios, gente que hace la guerra por dinero. En la Italia del Renacimiento, donde escribía Maquiavelo, el fenómeno alcanzó su máximo de influencia y depravación, el país estaba infestado de condottas, como se llamaba a las bandas mercenarias, regidas por el principio de ¿quién paga más?, capaces de cambiar de bando en medio de una batalla si recibían una mejor oferta del enemigo.

Sin embargo, los mercenarios han estado presentes en los conflictos desde que el hombre fue capaz de organizarse para la guerra. Los había hace 4.000 años en el antiguo Egipto, y uno de los libros más célebres de la literatura griega clásica es la Anábasis de Jenofonte, que narra la expedición de nada menos que 10.000 mercenarios griegos al servicio del príncipe persa Ciro el Joven, que quería arrebatarle el trono de Persia a su hermano el rey Artajerjes II.

Desde entonces se puede trazar a lo largo de la Historia una línea continua que llega a la reciente invasión de Iraq por Estados Unidos. En 2007, a raíz de la matanza de 17 civiles iraquíes, la prensa dio a conocer al mundo que el gobierno norteamericano había contratado a 25.000 mercenarios -designados con el eufemismo de «contratistas»- para hacer los trabajos más sucios en Iraq. La empresa Blackwater había recibido mil millones de dólares del Departamento de Estado, aunque eso es poco comparados con los 10.000 millones de un gran contrato cerrado en 2010 por el gobierno de Obama con ocho empresas de mercenarios.

El mercenariazgo ha llegado a constituir la primera industria para naciones como Suiza. Vemos ahora al estado helvético como un paraíso de bienestar y lujo, pero antes de fabricar relojes y ofrecer cuentas opacas era un país muy pobre. Hasta bien entrado el siglo XIX, la mejor forma de salir de la indigencia y sostener a su familia que tenía un hombre en Suiza era emplearse como soldado de fortuna. La Guardia Suiza del Papa es un residuo -como sus uniformes, diseñados por Miguel Angel- de ese pasado.

Esa industria comenzó a finales de la Edad Media y desde el siglo XV supuso una relación especial con el rey de Francia. Tras varios acuerdos anteriores, en 1521 Francia firmó el Tratado de Alianza con los Trece Cantones -núcleo primario de la Confederación Helvética- por la que éstos se comprometían a proporcionar de forma permanente entre 6.000 y 16.000 soldados al rey de Francia, que se convirtió en el principal cliente de los mercenarios suizos. El servicio al monarca francés estaba sujeto a unas Capitulaciones que establecían unas estrictas «condiciones de trabajo» y una gran autonomía.

Suizos de confianza

La especial relación de los suizos con el monarca francés culminó en ese punto de no retorno de la Revolución Francesa que fue el asalto al palacio de la Tullerías, el 10 de agosto de 1792. Ese día, el embajador norteamericano, que se había entrevistado por la mañana con Luís XVI, escribió en su diario un contradictorio apunte: «Nada digno de mención, salvo que [el rey y la reina] se mantuvieron toda la noche en vela, en espera de ser asesinados». Y tenían razones para el insomnio, el 10 de agosto del 92 supuso el final de la monarquía, el inicio del régimen republicano y, en unos meses, la ejecución de Luís XVI y María Antonieta. 

Enfrentándose al imparable devenir de la Historia, un regimiento suizo de 800 o 900 hombres intentó defender el palacio ante el asalto de las fuerzas revolucionarias. La mitad de ellos perdería la vida en una batalla inútil, puesto que Luís XVI y la familia real habían abandonado las Tullerías para refugiarse en la Asamblea Legislativa, en una renuncia de hecho al poder real.

 Su sacrificio recuerda al de la Guardia Suiza del Papa que dos siglos y medio antes, en 1527, se enfrentó a las tropas hispano-alemanas de Carlos V que asaltaron Roma. 150 suizos murieron en las escalinatas de la basílica de San Pedro, cuando protegían la huida de Clemente VII, que gracias a ellos pudo escapar del Vaticano y refugiarse en el Castillo de Sant’Angelo. 

Estas dos muestras de lealtad hacia su empleador explican la buena fama de los mercenarios suizos y la demanda de sus servicios por muchas partes. Aunque la República disolvió la Guardia Suiza francesa, Napoleón, al poco de proclamarse emperador, reintrodujo el servicio de los mercenarios helvéticos en el ejército francés, organizando cuatro regimientos que vestían de rojo, en vez del azul de la infantería francesa. Eso daría lugar, cuando los franceses invadieron España, a una de las más extrañas paradojas de la Historia de la guerra.

Al estallar la Guerra de la Independencia, en el ejército español había bastantes regimientos extranjeros. La llegada al trono español de Felipe V, que era un príncipe Borbón, supuso la adopción de muchas modas francesas, y entre ellas la contratación de mercenarios helvéticos e irlandeses. Se formaron seis regimientos de «Infantería Suiza» y cuatro de «Infantería Extranjera», tres irlandeses y uno italiano.

Precisamente un batallón de uno de esos regimientos suizos, el llamado de Reding, de guarnición fija en Málaga, formaba parte del cuerpo de ejército del general Teodoro Reding, quien había nacido en Suiza pero servía desde los 13 años en el ejército español. Fue él quien llevó el peso de la batalla de Bailén, el 17 de julio de 1808, la única victoria de un ejército regular a las órdenes de un general español en batalla campal, pues la fuerza de la resistencia española estaba en la guerrilla –«la úlcera española», decía Napoleón, que perdió 300.000 hombres en España-.

No podemos analizar aquí la compleja batalla de Bailén, pero uno de los factores de la derrota francesa es que sus mejores tropas eran seis batallones suizos, más de 3.000 hombres. Pero cuando estos soldados de élite distinguieron frente a ellos al regimiento de Reding, invocaron sus Capitulaciones, entre las que había un precepto esencial: «Suizo no combate contra suizo». De esta manera un solo batallón español anuló a seis batallones franceses, pues todos se cruzaron de brazos y permanecieron como observadores de la batalla.

Napoleón había leído con extrema atención El Príncipe de Maquiavelo, e incluso lo había anotado profusamente. Y a la máxima con la que empezábamos este artículo, «Las repúblicas y príncipes que se apoyan sobre ejércitos mercenarios no experimentan más que reveses», había añadido el siguiente comentario: «Contad con ello». Bailén le dio la razón.

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