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El gran Caruso, el primer superventas

Hace 150 años nació Enrico Caruso, el tenor de ópera más famoso de la Historia

El gran Caruso, el primer superventas

Caruso como protagonistas del Rigoletto de Verdi. | Wikipedia

A veces la Historia se muestra benevolente y hace coincidir acontecimientos, circunstancias y personajes que cada uno por su lado son magníficos, pero que juntos alcanzan la gloria. El 25 de febrero de 1873, hace ahora siglo y medio justo, vino al mundo en Nápoles un niño al que bautizaron Enrico. Su padre, Marcellino Caruso, era mecánico, su madre fregona, y apenas podían sostener a su numerosa familia de siete hijos. Enrico tuvo que trabajar desde niño.

Por esas mismas fechas nacía en Estados Unidos una criatura con muchos padres, el fonógrafo. El más espabilado y menos escrupuloso de ellos, Thomas Alba Edison, se lo apropió y registró la patente en febrero de 1878, a la vez que Enrico cumplía cinco años. Ambos, persona y artilugio, tendrían principios muy difíciles en unas carreras que luego serían triunfantes.

Enrico Caruso tuvo la fortuna de criarse en Nápoles, un lugar donde se rendía culto al canto, fuese ópera o canción popular, que allí alcanza un alto nivel artístico. Mientras trabajaba de aprendiz de mecánico y luego en una fábrica textil, Enrico cantaba en el coro de su parroquia y pronto destacó su bella voz. Cuando tenía 18 años un cantante profesional le escuchó en un funeral y decidió darle un empujón, llevándole a un profesor local, que le dio clases durante tres años.

Con tan escasa formación debutó a los 22 años en el Teatro Nuovo, con la comedia lírica L’Amico Francesco de Morelli, y luego fue rodándose en diversos escenarios de segunda división por Italia. En Livorno actuó junto a una bella soprano ya conocida, Ada Giachetti, que fascinada por la voz y el temperamento del meridional se convirtió en su protectora, maestra y amante. Ada estaba casada y tenía un hijo con un hombre muy rico, pero se convirtió en la mujer de hecho de Enrico en una relación de 11 años y dos hijos. 

Con el patrocinio de la Giachetti Caruso ascendió a la primera división –Montecarlo, San Petersburgo, Buenos Aires- y en 1901 subió al escenario de la Scala de Milán para intervenir en un homenaje al recientemente fallecido Verdi. Pero el momento definitivo para la gloria de Caruso, el acontecimiento que le abrió las puertas del cielo, sería un encuentro en el Gran Hotel de Milán en 1902. Allí le esperaba el gramófono.

Mientras Caruso crecía en Italia y luchaba para abrirse lentamente paso, la «máquina parlante» de Edison vivió unos primeros años nada fáciles. El fonógrafo usaba como soporte de grabación cilindros de cartón y luego de cera, pero cuando en 1889 realizó la primera grabación musical que nos ha llegado, un fragmento de las Danzas Húngaras de Brahms, el resultado fue decepcionante. Sin embargo, sobre la base del fonógrafo de Edison otros inventores fueron experimentando y mejorando el aparato.

Emile Berliner, un judío alemán emigrado a Estados Unidos, patentó en 1887 el gramófono, que utilizaba como soporte discos de una pasta llamada goma-laca, antecedente del vinilo. Sería el invento definitivo para la reproducción de música durante más de un siglo, y todavía lo mantienen vivo los melómanos amantes del vinilo. La máquina parlante había alcanzado su mayoría de edad y ya estaba asentada en el éxito cuando se encontró con Caruso en el Gran Hotel de Milán.

Un millón de discos

A partir del encuentro sería la locura. Caruso había firmado con la Gramophone Company (luego llamada La Voz de su Amo) un contrato de diez grabaciones por 100 libras esterlinas, una cantidad muy modesta, pero con participación en las ganancias por ventas. El disco con el aria Vesti la giubba, de la ópera Pagliacci (Payasos) de Leoncavallo, alcanzó una venta de un millón de ejemplares. Y estamos hablando de 1902, una época en donde no había aparecido el consumismo que conocemos nosotros. 

La feliz unión se plasmaría en 260 grabaciones que, aparte de hacer multimillonario a Caruso, han permitido que su voz llegase a nuestros días, a diferencia de nombres míticos anteriores de la ópera, de quienes sólo conocemos las crónicas de sus contemporáneos.

Un tercer invitado su unió a Caruso y el gramófono, la radio, que permitía que esa música grabada en un disco de pasta se oyese hasta en el último lugar del mundo. Así, cuando Caruso llegó a Estados Unidos en 1903, los norteamericanos lo conocían no sólo por los periódicos, sino que habían escuchado su voz. Debutó en el templo de la ópera americana, el Metropolitan Opera House de Nueva York, y se convirtió en su rey: durante 17 años protagonizó 863 representaciones.

Pero todavía faltaba un elemento para formar el póker del éxito sin precedentes de Caruso: la publicidad. Caruso contrató al hombre que había inventado la publicidad moderna, Edward Bernais, un sobrino de Sigmund Freud que aplicaba los recursos de conocimiento del carácter humano de su tío a la venta de cualquier producto, desde los cigarrillos –Bernais hizo fumar a las mujeres manipulando al movimiento feminista- hasta la figura política del presidente Wilson. 

Con la asesoría de Bernays Caruso pasó de ser el cantante de ópera más famoso del mundo a ser el ídolo de las masas norteamericanas, al nivel de Michael Jackson o las grandes estrellas del baloncesto y el fútbol americano actuales. Una de las consecuencias de esta demencia colectiva fue que el mundo del cine le reclamó para ser la estrella de películas en las que interpretaba a un cantante… mudo, porque todavía no existía el cine sonoro.

Otra consecuencia menos satisfactoria de su fama fue que se fijó en él la Mano Negra, una mafia que se movía entre la numerosa inmigración italiana. Recibió una carta firmada con una daga y una mano negra exigiéndole 2.000 dólares. Para Caruso era calderilla, por esas fechas llegó a cobrar 10.000 dólares –una fortuna entonces- por una sola noche de actuación en La Habana. Le resultaba más cómodo pagar que avisar a la policía, pero una vez cedido al chantaje se caía en un pozo sin fondo. Una segunda carta le reclamó esta vez 15.000 dólares y Caruso recurrió al teniente Petrosino, un inmigrante siciliano, primer italiano de la policía de Nueva York y aficionado a la ópera, que rápidamente detuvo a los mafiosos italoamericanos que extorsionaban al cantante.

Pero el peligro para Caruso no estaba fuera, lo llevaba consigo. Era un fumador empedernido, no hacía ejercicio, estaba gordo y a los 48 años, mientras estaba en su Nápoles natal, sufrió una pleuresía que se complicó y le provocó la muerte. Es una pena que no llegara hasta la época del cine sonoro.

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