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Cultura

'Desvío a Trieste': viaje sentimental a una ciudad infinita

En su nuevo libro, el editor Javier Jiménez reconstruye el legado de un enclave imprescindible en la cultura europea a través de la ciudad italiana

‘Desvío a Trieste’: viaje sentimental a una ciudad infinita

Palacio de la Prefectura de Trieste. | Wikimedia Commons

Parece difícil contar algo sobre esta ciudad italiana que no se haya contado ya. La clave de esta capital del Adriático, por su condición de bisagra cultural, es precisamente la inmensa cantidad de artistas y viajeros que, tras visitarla o vivir en ella, han dado testimonio de su experiencia. No hay forma de enfrentarse a una descripción de cualquiera de sus personajes y monumentos sin sentir que otros escritores, dotados de un talento abrumador, lo hicieron antes.

Sin embargo, esa acumulación de miradas seduce felizmente a Javier Jiménez, autor de un libro culto, elegante y persuasivo, que nos entusiasma con la idea de conocer una metrópoli repleta de fantasmas y voces de otros siglos, hechizos olvidados bajo el polvo y revelaciones actuales que siguen resultando memorables. Cuatro columnas muy sólidas sostienen estas páginas: la curiosidad del auténtico viajero, la ponderación de un lector con una biblioteca histórica bien surtida, la melomanía clásica y la agudeza de un fotógrafo capaz de elegir la luz y el ángulo adecuados para realzar el callejero triestino.

Portada del libro

En estos tiempos en los que algunas evidencias anuncian cierto agotamiento del capital simbólico de Europa, Desvío a Trieste (en librerías desde el lunes 24 de abril) nos invita a hacer balance de esa herencia cultural con una pasión reconfortante. A modo de preludio de lo que nos espera en su obra, Javier Jiménez anticipa nuestra lectura con varias citas, entre ellas una magnífica de Mauricio Wieshenthal: «Un viaje solo merece la pena cuando lleva a la literatura». No obstante, a la hora de construir esta «memoria emocional», como él la llama, da la sensación inversa. Parece que los viajes de Javier Jiménez a Trieste fueron precedidos por infinidad de libros.

Le pregunto por aquello que ha pesado más en él a la hora e escribir: ¿la Trieste leída y soñada o la Trieste real que ya conoce palmo a palmo? «Uno de los atractivos de la ciudad de Trieste», responde a THE OBJECTIVE, «es su condición de frontera: geográfica, política, cultural y lingüística, ‘ciudad de las utopías, frontera de los imperios, lugar mágico en la geografía de las ciudades literarias de Europa’, como apunta el propio Mauricio Wiesenthal. Llegué por primera vez a la Trieste imaginaria, en efecto, gracias a su literatura –Svevo, Stuparich, Slataper, Saba, Madieri, Magris–, mucho antes de visitarla por primera vez. Viajar a la Trieste real, pasear por sus calles, sus plazas y las cicatrices de su compleja historia, vino después, y en cada visita no he hecho sino confirmar algunos de los matices de aquella fisonomía literaria.»

«A la dimensión literaria y cultural —continúa— es inevitable volver para intuir, finalmente, la verdadera ciudad, suma de las otras dos: Trieste, en latín Tergeste, significa ‘tres veces en gestación’, y en su escudo de armas la flor de lis se despliega en tres hojas. De tal forma que la ciudad definitiva es un fantasma que a cada uno se nos aparece, un viejo fantasma, oculto en la memoria literaria de la ciudad, y que inevitablemente se nos escapa de las manos. Y es que desde la Odisea, como nos recuerda Claudio Magris, ‘viaje y literatura aparecen estrechamente unidos’. En el diálogo entre ambos, mientras explora, deconstruye e identifica la ciudad, el que viaja no deja de hacerlo consigo mismo. Eso nos convierte en verdaderos viajeros, y nos distingue de la tribu de los turistas. Por eso el verdadero viaje, parte de la literatura… para culminar de nuevo en ella. La recompensa al final de ese viaje no es una colección de postales, sino la oportunidad de conocernos a nosotros mismos un poco mejor».

Trieste en 1885. | Wikimedia Commons

En uno de los capítulos, Javier Jiménez recuerda a su padre, fotógrafo. Él también lo es, y a la hora de escribir, se advierte una poética de la mirada que se solapa con su escritura. Me interesa en qué medida la cámara influye en este encuentro suyo con la ciudad. «Una de las cosas más importantes que aprendí de mi padre, además de apreciar a los clásicos y enamorarme de la denominada vulgarmente ‘música clásica’, fue a mirar», responde. «No siempre miramos lo que vemos. La cámara es un filtro que, como la literatura, el arte o la música, nos permite descubrir matices nuevos en la realidad que nos rodea de los que no somos conscientes a simple vista

«Es como dar un paso atrás y disponerse a contemplar, lo que el filósofo Gabriel Marcel llamaría ‘segunda mirada’, o lo que nuestro Xavier Zubiri denominaba ‘religación’: la mirada del fotógrafo se enamora del mundo porque se siente llamado –religado– por él. No es otra cosa la vocación, una llamada de lo otro que no soy yo que me invita a salir de mi para descubrir el misterio. Todo ello requiere un entrenamiento de la sensibilidad para la belleza, y digo bien ‘entrenamiento’, porque supone un ejercicio continuado y consciente, una educación permanente donde las referencias culturales, literarias y artísticas son apoyos imprescindibles. Nos jugamos mucho: es la diferencia entre pasar por el mundo sin inmutarnos y aprender a contemplar. Es cuestión de distancia, pero sobre todo de tempo».

«Desde la ‘Odisea’, como nos recuerda Claudio Magris, viaje y literatura aparecen estrechamente unidos»

Javier Jiménez
Piazza Unità d’Italia. | Wikimedia Commons

Al decir esto último, pienso de forma inevitable en un presente marcado por distracciones tecnológicas que a Jiménez también le preocupan: «El mundo-pantalla en el que naufragamos diariamente, a cada instante, nos lo pone muy difícil, porque nos insensibiliza y secuestra nuestros sentidos en un vertiginoso trasegar que impide tomar esa distancia, dedicarse ese tempo. La inmediatez impide reflexionar. Aquellos muchachos de los siglos XVIII y XIX que abordaban la aventura del Grand Tour viajaban a los lugares míticos del Mediterráneo precisamente para eso: tomarse un tiempo para educarse en la belleza y aprender a mirar. Algunos de ellos, bien es cierto, se limitaban a correrse la gran vida a costa de la fortuna de sus familias burguesas o de aristócratas; pero muchos de ellos adquirían una educación artística y literaria de primer nivel, contemplando en directo las ruinas del pasado grecolatino, las joyas del Renacimiento o las catedrales del gótico italiano. Aquellas fiebres que aquejaron a Stendhal tras contemplar por primera vez Florencia, pese al ruido y el frenesí en el que actualmente vivimos, aún pueden ocurrirnos a cualquiera de nosotros. Sólo hay que aprender a aislarse, dar un paso atrás, y ponerse en disposición de dejarse impregnar por la belleza. La contemplación, que requiere cierto grado de ensimismamiento, supone en estos tiempos un verdadero acto de rebeldía, un acto revolucionario».

En Desvío a Trieste, el lector descubre todo un repertorio de notas musicales y ocasionales referencias cinematográficas. Aunque el libro sea eminentemente literario, casi invita a imaginar un documental en el que la imagen y la melodía también desempeñan un papel importante. No hace falta mucho esfuerzo para sentirnos conectados a las partituras y secuencias que iluminan el texto. «La música y el cine son parte consustancial de la Weltanschauung de toda persona que vive a caballo entre el siglo XX y el XXI», responde Javier Jiménez. «Conforman su imaginario y son o deberían ser un referente cultural insoslayable. Las infinitas y mutuas relaciones que pueden entablar con la literatura, la poesía y el arte –aquí me refiero tanto a la pintura como a la arquitectura– nos permiten disfrutar de una época, un país o, como en este caso, una ciudad, más allá de las habituales propuestas de las guías de viaje, que suelen explorar otros territorios, desde la gastronomía hasta el deporte. Como Nietzsche, no concibo un día sin música, en estos tiempos en los que ya no la interpretamos sino que tan sólo la escuchamos. Y con todo, la música (y, por extensión, el oído) es un aliado imprescindible para zambullirse en esta ciudad. En este cruce de caminos de toda Europa que es Trieste, la música tiene una presencia constante y muy importante, tanto a nivel artístico como a nivel político. Por otro lado, en su historia reciente, Trieste ha vivido acontecimientos de carácter histórico que han marcado el siglo XX, como la promulgación de las Leyes Raciales por parte de Mussolini en Piazza dell’Unità, en septiembre de 1938, del que se conserva un documento cinematográfico impagable. Y el cine, cómo no, con varias películas que comento en estas páginas, que tienen a Trieste como telón de fondo o protagonista, aquella ciudad llena de espías durante la Guerra Fría, que podemos apenas intuir en Correo diplomático, de Henry Hathaway (1952). Con estas referencias, el libro y la historia que cuento adquieren otras dimensiones y formatos que espero el lector sepa apreciar, por lo novedoso de la propuesta multidisciplinar».

Iglesia serbio-ortodoxa de San Spiridione. | Wikimedia Commons

La propuesta de Desvío a Trieste es caleidoscópica, tremendamente variada, con una densidad de sugerencias históricas, literarias y artísticas que me recuerda libros como Praga Mágica, de Angelo Maria Ripellino. Pregunto a su autor si esa ambición fue creciendo a medida que el libro iba tomando forma o fue algo previsto desde el inicio. «Se puede decir que Desvío a Trieste es un libro ambicioso porque exige del lector una lectura atenta, donde se ponen a prueba sus cinco sentidos. No es una lectura que fomente el narcisismo del lector –como la mayoría de las novelas comerciales al uso, libros clínex de usar y tirar– sino que intenta a cada página estimular su curiosidad, con cientos de reclamos de muy diverso tipo –desde la ópera al psicoanálisis, desde la pintura a la música de cámara, de la poesía a la gastronomía–, donde se invita a volver atrás y releer, a subrayar, a tomar notas, a escuchar una pieza musical o visionar un fragmento de película… Es un verdadero Aleph que tiene a Trieste como centro y excusa o, en efecto, uno de aquellos caleidoscopios que hacíamos en nuestra infancia, donde a cada vuelta, los distintos cristales de colores formaban figuras mil, todas ellas distintas e irrepetibles. Inscrito en la esencia del relato, este carácter multidisciplinar impregna todo el libro. No es que fuese premeditado: es que mi escritura me obligaba a contar las cosas desde todos esos puntos de vista. Finalmente, el libro no deja de ser un reflejo de mis propios gustos, y en cada propuesta, una invitación a compartirlos por parte del lector».

Interior del Caffè San Marco. | Wikimedia Commons

En términos más amplios, Trieste aparece en estas páginas como la quintaesencia de la gran cultura europea. No hay argumento más definitivo si, al leer el libro, aceptamos que solo este legado puede liberarnos en la era de TikTok y de la trivialidad infinita. «El subtítulo del libro lo dice todo: Rompeolas de todas las Europas. En Trieste quedan invocados todos sus fantasmas del pasado, todas sus corrientes culturales y políticas, todas sus contradicciones. En definitiva, Trieste es un espejo de Europa roto en mil pedazos y, en cada uno de aquellos fragmentos, Europa queda retratada en alguna de sus facetas. Quizá el libro esté impregnado de cierta nostalgia, aunque el espíritu que lo preside es el de la alegría de compartir toda aquella belleza que a lo largo de los siglos ha constituido su esencia. Europa también es la frivolidad de los peinados infinitos e imposibles de María Antonieta; lo efímero del aroma de un Franziskaner en la terraza del Café Mozart de Viena; lo leve y sincopado de un vals de los Strauss interpretado por la orquestina del Florian en Piazza San Marco de Venecia; el romanticismo nostálgico que irradia el Parco Lapidario que custodia la tumba de Winckelmann en Trieste… Estos encuentros efímeros nos pueden elevar a cierto grado de belleza y, por tanto, a huir por un instante de la parca –la verdadera parca no es la muerte, sino el secuestro de nuestra libertad de pensamiento–. Mis visitas a las tumbas de Lampedusa, Paul Morand, Svevo o el Barón Corvo no dejan de ser homenajes a la memoria de estos personajes que con su legado nos invitan a elevar la mirada más allá de la pantalla de nuestro móvil, para contemplar y disfrutar de la belleza, posiblemente lo único que nos aparte del miedo en el que nos quieren secuestrar a diario. Sí, la belleza, en cualquiera de sus manifestaciones –música, pintura, poesía, cine, arquitectura, literatura…– no nos librará de la muerte física… pero sí del miedo a sentir y pensar a contracorriente».

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