José Antonio, el cadáver sin descanso
Su exhumación del Valle de los Caídos esta semana ha puesto el foco sobre el destino post mortem de José Antonio, fundador de la Falange
Cinco entierros en menos de 90 años parecen excesiva agitación para los restos de cualquier fallecido, aunque haya sido un protagonista de la Historia de España. José Antonio Primo de Rivera lo fue sin duda: era hijo del general Primo de Rivera, otro personaje hoy ignorado, pero cuyo golpe de estado puso fin al sistema democrático de la monarquía parlamentaria y abrió el camino a la Guerra Civil, y su papel histórico fue la creación de la Falange, la versión española del fascismo que se extendió por Europa en los años 30.
Sin embargo cuando España llegó al punto de erupción en el siglo XX, la Guerra Civil, José Antonio no estaba en el escenario, era el Ausente. El gobierno del Frente Popular lo había detenido en marzo de 1936 por tenencia de armas, y por precaución lo había encerrado en la cárcel de Alicante, aunque desde allí tenía libertad para contactar con sus seguidores y el general Mola, que preparaba el alzamiento militar. Tras el estallido de la guerra, en noviembre, fue juzgado y condenado a muerte por rebelión.
En la noche del 19 al 20 de noviembre de 1936 fue fusilado, aunque más bien habría que decir que fue acribillado a balazos, pues la ejecución resultó caótica, reflejo de la situación en que se encontraba el bando republicano. En el patio número 5 de la enfermería de la prisión de Alicante se formaron dos pelotones de fusilamiento, uno disciplinado compuesto por cuatro policías y tres soldados y un suboficial del Quinto Regimiento, la organización militar del Partido Comunista. El segundo pelotón estaba compuesto por milicianos anarquistas y era, por tanto, indisciplinado. Sin esperar órdenes, en el momento en que José Antonio dijo «¡Arriba España!», comenzó a disparar casi a bocajarro sobre el jefe falangista y otros condenados que le acompañaban, aunque como todos apuntaban al personaje famoso, a los otros hubo que rematarlos con tiros de gracia.
A continuación José Antonio fue enterrado junto a cinco cuerpos más en una sepultura común del cementerio alicantino. Nada más terminar la guerra, su hermano Miguel Primo de Rivera fue a buscar su cadáver, identificado por la cruz que llevaba al cuello, y lo trasladó en una ceremonia sencillísima, donde solamente una guardia armada con fusiles de Milicias de Falange indicaba la entidad del fallecido, al nicho 155 de la necrópolis, que había recuperado el nombre de Cementerio de Nuestra Señora de los Remedios.
El mayor sepelio de la historia
El cadáver de Abraham Lincoln fue paseado en tren por varios estados en lo que se consideró un sepelio desmesurado, acorde con las magnitudes de un país inmenso como Estados Unidos, pero el tercer entierro de José Antonio lo convertiría en una ceremonia sencilla. En 1939, recién ganada la guerra con el apoyo de Hitler y Mussolini, el franquismo tenía que guardar las apariencias y exhibir una parafernalia fascista, aunque Franco manejase a los falangistas, una de las variadas fuerzas políticas del nuevo régimen, que no debía ser fascista, sino franquista.
«Como camposanto ‘definitivo’ se eligió la basílica de San Lorenzo del Escorial, el panteón de los reyes de España. Esto provocó el malestar de los monárquicos, cosa que no le importaba a Franco»
Darle a José Antonio el entierro que se merecía el mártir de la Falange sería una buena ocasión para contentar a los fascistas. Lo cierto es que el tercer sepelio de José Antonio se convirtió en el más impresionante ritual fúnebre de la Historia, algo que ni Hitler ni Mussolini lograron igualar en sus grandiosas manifestaciones. Como camposanto ‘definitivo’ se eligió la basílica de San Lorenzo del Escorial, el panteón de los reyes de España. Esto provocó el malestar de los monárquicos, cosa que no le importaba a Franco, o que incluso buscaba, como muestra de que la monarquía tradicional se había acabado en la Nueva España.
El traslado desde Alicante se hizo exclusivamente a hombros de los que tenían sacralizado a José Antonio, los falangistas. Eran 467 kilómetros a través de las provincias de Alicante, Albacete, Cuenca y Madrid, que se hicieron sin pausa, excepto una breve ceremonia en la iglesia de San Juan de Albacete y otra de mayor enjundia en la Ciudad Universitaria de Madrid. Se caminaba con el féretro a hombros de día y de noche, que era cuando el ceremonial alcanzaba su plenitud. Al decaer la luz, que en las tardes de noviembre es muy pronto, toda la comitiva enarbolaba antorchas, convirtiéndose en un ritual de fuego de evocaciones ancestrales.
El cortejo fúnebre partió el 20 de noviembre de 1939 muy temprano de Alicante. Además de los que portaban el féretro, iba rodeado de una escolta de Milicias de Falange, con los fusiles a la funerala, es decir, con el cañón hacia el suelo. Pese al frío que haría en el recorrido, los falangistas vestían sólo la camisa azul remangada. Tras ellos marchaban las autoridades, encabezadas por Ramón Serrano Súñer, a quien su cuñado Franco había puesto al mando de la Falange pese a no ser falangista, o precisamente por ello.
Como a diferencia del nazismo, que era pagano, el fascismo de la Nueva España era católico, la Iglesia estaba activamente presente. Representantes del clero parroquial de toda España y de las órdenes religiosas acompañaban a la comitiva entonando cantos funerarios durante todo el recorrido. Pero lo más notable es que también se llevaba a hombros al Cristo de las Navas, muy significativo para los falangistas porque ante esa imagen habían jurado el cargo José Antonio y los miembros del primer Consejo Nacional.
Esa circunstancia de marchar juntos el cuerpo de José Antonio y el de Cristo, establecía un paralelismo que era lo que se buscaba, pues la mística falangista equiparaba sus figuras. Aunque hoy pueda parecer insólito, José Antonio era para ellos el nuevo Jesucristo, que a la misma edad de Jesús, 33 años, había padecido la Pasión para salvarnos.
Cada diez kilómetros se producía un relevo, en los que se sucederían falangistas de todas las provincias. El féretro se traspasaba a los gritos rituales de: «José Antonio Primo de Rivera – ¡Presente!». También se pasaban el Cristo de las Navas y los fusiles Máuser de la guardia de Milicias, y se plantaba en el punto de relevo un monolito de mármol negro. Al salir de Albacete, Serrano Súñer llevó las andas durante un trecho.
Al llegar a la ciudad de Madrid tomaron el féretro a hombros militares de Tierra, Mar y Aire, que desfilaron con él por las calles de la capital, bajo una lluvia de flores que echaban desde los balcones. En la Plaza de España esperaba la familia, el gobierno en pleno, las autoridades y el Cuerpo Diplomático, que se unieron al cortejo hasta la Ciudad Universitaria, donde se celebraría una misa castrense. Las salvas de artillería y el repique de campanas estuvieron presentes durante todo el ceremonial.
En los terrenos de la Ciudad Universitaria los portadores del ataúd eran miembros del SEU, el Sindicato Español Universitario, la organización estudiantil creada por José Antonio, que lo entregaría en Puerta de Hierro, a la salida de Madrid, a la Falange madrileña para el último relevo, hasta El Escorial. Por fin el 30 de noviembre por la tarde, tras diez días de procesión, José Antonio llegó a la basílica del Escorial, donde le esperaba Franco. Entre los asistentes a su entierro estaba el mariscal Petain, que medio año después se convertiría en jefe del estado francés para rendirse a Alemania, pero que en ese momento era embajador de Francia.
Los restos mortales de José Antonio fueron descendidos a una tumba en la basílica y cubiertos por una lápida de granito. La grandiosidad de aquel sepelio merecería haberle dado carácter definitivo, pero ya sabemos que no sería así.