Deepti Kapoor y los (muy occidentales) vicios de la nueva India
La novela ‘La edad del vicio’ ilustra el acelerón capitalista de un país que acaba de destronar a China como el más poblado del mundo
A principios de año hablábamos por aquí con Pablo D’Ors de su prólogo a la nueva edición de Autobiografía de un yogui (Vergara), el libro de Paramahansa Yogananda del que hace 70 años germinó buena parte de la pasión occidental por la India. Todo muy espiritual: gurús, exóticas peregrinaciones, milagros espectaculares, perlas de sabiduría… Pocos meses después (coincidencia más o menos metafísica: juzgue el lecto) aparece la versión española de la novela La edad del vicio (Alfaguara), en la que Deepti Kapoor (Moradabad, 1980) muestra una India completamente distinta: dinero, poder, corrupción, una ciudad palpitante, alcohol, drogas… Capitalismo en vena.
La novela se ha convertido en un best seller global contra todo pronóstico. O no tanto, si tenemos en cuenta un fenómeno geopolítico con pinta de encrucijada histórica: la ONU asegura que, según sus datos, la India acaba de superar estos días a China como país más poblado del mundo, con alrededor de 1.425 millones de habitantes. Su presidente actual, Narendra Modi, va a cumplir, además, una década al mando y, con un nacionalismo con ramalazos a su homólogo chino, tiene sueños de grandeza para su país, con el crecimiento económico como guía.
En lo que solemos llamar Occidente (lo que de verdad nos interesa del término es que nos incluye… todavía) asistimos con fascinación a lo que se barrunta como el nacimiento de un gigante mundial. La India siempre lo ha sido en territorio y, sobre todo, en población, pero quedaba lejos, muy lejos del gran mercado premium de la globalización, aislada en un exotismo incomprensible para el común de los occidentales por mucha ola de yoga y meditación trascendental que nos llegue de tanto en tanto.
Ahora parece que son ellos los que se están acercando. La edad del vicio muestra hasta qué punto. La escena que mejor lo resume transcurre durante las primeras páginas en un pueblo pintoresco cuya población local oscila entre la dócil subsistencia que marca una tradición supuestamente inamovible y las rupias extras que le caen sirviendo a los hippies que llegan de Occidente para aprender de la sabiduría ancestral que (también supuestamente) emana de esa tradición.
Hasta que un buen día aparece «un grupo de juerguistas, indios que viven como los extranjeros», pero que «no se parecen en nada a ellos», indios «jóvenes, ricos y glamurosos, sin miedo a mostrar lo que son, sin miedo a los barrios bajos, bien recibidos en todas partes, encantados de haberse conocido. Viajeros poco preocupados por la autenticidad».
Los hippies están escandalizados. «Una española, esquelética y con la piel muy curtida por el sol, de cuarenta y tantos» les espeta: «Tendréis dinero, pero habéis perdido vuestra cultura». El grupo «estalla en carcajadas», pero el semblante de uno de sus miembros se oscurece: «No somos ni animales del zoo expuestos para su deleite ni los nativos sonrientes que necesita para completar su iluminación espiritual (…) Si hablara nuestro idioma, lo sabría».
Kapoor ha sabido capturar la esencia del nuevo sueño indio con una trama vibrante, adictiva. Abundan las sombras. La corrupción y el abuso de los poderosos, por supuesto, pero también el daño que estos se infligen a sí mismos. Entre el campo y la gran ciudad en expansión, con Nueva Delhi como paradigma, un buen puñado de personajes muestran las entrañas del gigante en construcción.
Tres de ellos vertebran la acción y sus correspondientes moralejas. El humilde agricultor de las montañas, abusado y explotado, se extravía en el camino de una prosperidad posible. Esta lleva el rostro del hijo de un poderoso magnate, todo glamur y potencialidad… también extraviada esta por los excesos y la presión de las expectativas. En medio, la clase media, valga la redundancia: una periodista que intenta mediar (con perdón) entre mundos muy distintos que giran vertiginosamente. En el remolino correspondiente: mucha ostentación, mucha sangre, mucho infierno.
La prensa internacional se rinde a La edad del vicio
La prensa internacional se ha rendido a La edad del vicio. En The New York Times, Dwight Garner asegura que «tiene ecos de El Padrino de Mario Puzo», nada menos, «en términos de sus depredadores superiores mafiosos», pero en seguida siente la necesidad de remitor a su indianidad, por así decir, poniéndola a la altura de Preguntas y respuestas, de Vikas Swarup, en la que se basó la película Slumdog Millionaire, que nos sedujo en 2008 con una India ya más contemporánea pero todavía servida al viejo estilo exótico.
Kapoor ha colocado la que es solo su segunda novela en el club de lectura de Good Morning America y ha vendido los derechos a FX para hacer una serie. Occidente se pregunta, expectante, qué trae bajo el brazo la nueva narrativa india, capaz de bordar estructuras literarias completamente occidentales. Aquí ya mostramos el efecto de una evolución hipernacionalista a lo Rambo del fenómeno bollywoodiense con RRR, que se llevó el Oscar a la mejor canción original y numerosos premios de la crítica internacional. Esto es algo más. Aquí no hay bailes coreografiados. Aquí hay cruda realidad. El capitalismo rampante.
La ciudad es el paradigma del cambio. «La ciudad es mala, dicen, está llena de estafadores, delincuentes, es fea y sucia, no tiene nada bueno, aquí solo les va bien a los ricos, los demás lo pasan mal», dice un personaje conservador. «¡Delhi es el lugar en el que hay que estar! Hari empezó a describirle el proyecto artístico para el que lo habían fichado, una especie de happening en el interior de una nave industrial en la periferia de Delhi. Iba a ser una fiesta abierta y superloca, como las que se hacían en Nueva York. No solo música», dice un entusiasta.
El protagonista del eje ascendente, el amago de Gatsby indio, «sueña despierto con lo que podría pasar si se presentara allí. Si trabajara en Delhi, si trabajara para Sunny Wadia. ¿En una tienda, tal vez? ¿Vendiendo ropa? ¿O en una oficina en algún sitio? Si él también vistiera con elegancia, con camisa y corbata, si fuera moderno como Sunny». Pero esto es India y «el sueño se corta ahí. Es incapaz de imaginar nada más allá»,
En frente, gracias a un sistema esencialmente corrupto, los poderosos tienen pocas barreras y erigen las más altas para los demás. El ambiente en las alturas es darwiniano: «Inspira hondo, el olor de la rabia y la violencia es un perfume exquisito para él. Siempre habría que tener a quinientos hombres a mano para hacer pedazos un lugar. Pero son mucho más importantes los diez mil que los apoyan, unos cobardes todos ellos. Se echa a reír».
La sociedad del pasado colonial se ha desvanecido, pero el poder se adapta: «Prasad Singh Rathore comprendió que los políticos eran los futuros reyes. Así que presentó su candidatura a las elecciones, con soberana indiferencia al desprecio que sentía su familia por algo tan sucio y prosaico como esa clase de cosas, y fue debidamente elegido honorable miembro del Parlamento. Poco después, convenció a tres de sus primos para que se presentaran a la Asamblea Legislativa. No pasó mucho tiempo hasta que el primo segundo de Prasad, Sunil, se convirtió en gobernador del estado».
En el camino del medio, el del equilibrio posible, hay sentido común. «Mira, ya sé que crees que estoy chapado a la antigua. O que soy viejo sin más. A esos tipos, con su dinero sucio, ahora se les trata como a dioses porque el dinero manda, aunque apeste. Adórnalo como quieras, pero no dejan de ser mafiosos. Y, digan lo que digan o hagan lo que hagan, con esos críos como Sunny, que van por ahí gastando dinero a espuertas, al final siempre ocurre lo mismo, siempre acaban haciendo más mal que bien», le dicen a la periodista en su hogar, acomodado pero sin excesos.
Pero ella, claro, no puede evitar la fascinación por el nuevo macho alfa que se perfila contra el horizonte. Aunque se siente culpable, la cruda realidad acaba imponiéndose: «Crecimos viendo Sensación de vivir. Tratábamos a nuestros criados con amabilidad, pero seguían siendo nuestros criados. Así eran las cosas. Por encima de todo queríamos vivir como en Occidente. Nunca pensábamos en las consecuencias, en la miseria sobre la que se construían nuestros deseos en el contexto indio. ¿Qué esperabas que hiciera? ¿Que fuera por ahí con un cilicio? ¿Que renunciara a todo y me fuera vivir a un barrio de chabolas? No. Él te mira y dice «vamos». ¿Qué harías tú? Así que empecé a salir con él», le dice a un amigo con mayor conciencia social. No podían faltar los pepitos grillos en la novela.
El nuevo macho alfa acabará devorado por su propio fuego, pero antes nos escupe la forma en que la nueva India quiere arder: «Sois tan espirituales, tenéis tanta sabiduría, sois tan sabios, sois tan… sencillos». Sí, somos sencillos, pedazo de cabrón. Y vamos a destruiros, sencillamente. No quieren que lo hagamos, no quieren que seamos fuertes, que tengamos coraje, inteligencia, espíritu de superación, ingenio, riqueza, poder, pero lo somos, lo tenemos. Nos hemos tragado su mierda mucho tiempo, y ahora se vuelven las tornas. ¡Ha llegado nuestra hora!». En el momento culminante, alza su vaso de chupito en el aire. Todos lo imitan: «Os voy a decir algo: ¡vamos a transformar esta ciudad, vamos a transformar este país, vamos a cambiar nuestra vida, vamos a transformar este mundo! Este es el siglo de la India. ¡Nuestro siglo! ¡Nadie nos lo va a quitar! —¡Y que nos devuelvan el Koh-i-noor! —gritó una voz ebria de alcohol. —¡Yo recuperaré el Koh-i-noor! —exclamó—. ¡Justo después de metérselo al príncipe Carlos por el culo!».
El diamante Koh-i-noor, la más fascinante joya de la realeza británica… Estaba previsto que colgara del cuello de Camila en la coronación de Carlos III. Finalmente, los Windsor optaron por la discreción. Porque hablar de miedo resulta grosero en según que instancias. Así caen los imperios. Así cambia el paso la historia.