THE OBJECTIVE
Cultura

Bret Easton Ellis o la nostalgia de la Gran Truculencia Americana 

‘Los destrozos’, primera novela del autor de ‘American Psycho’ en 13 años, se regodea en los vicios de los adolescentes millonarios de EEUU de los años 80

Bret Easton Ellis o la nostalgia de la Gran Truculencia Americana 

Bret Easton Ellis en 2019. | Nicolas Landemard / Europa Press

«Un chico de diecisiete años (cumpliría los dieciocho en marzo) circulando por Mulholland en un Mercedes descapotable vestido con uniforme de colegio privado y con las Wayfarer puestas constituye una estampa de cierto momento imperial del que, a veces, era autoconsciente: ¿Parezco un gilipollas?, me preguntaba en un momento, y al siguiente pensaba: tengo una pinta tan fabulosa que me da lo mismo». 

Se va a hablar mucho de Bret Easton Ellis (Los Ángeles, 1964) estos días. En un par de semanas llega a España para presentar, en (muy glamurosa) persona, Los destrozos (Random House), el libro al que pertenece la cita anterior. Se trata de la primera novela en 13 años del autor de American Psycho, aquel desfase sangriento de un yuppie devenido en asesino en serie para diversión de los lectores de aquella década de los 90 tan pródiga de aquellos polvos (con perdón) que probablemente trajeron estos lodos. 

Ellis se consagró como escritor malote, capaz de escribir la palabra «polla» sin inmutarse y de embadurnarlo todo de vísceras en cualquier momento. Un tipo que no se calla nada. Pues menudo es. Ya la dedicatoria nos deja claro con quién nos estamos jugando los cuartos: «Para nadie». La crítica lo ha recibido, en general, con jolgorio. Sobre todo, por la nueva vuelta de tuerca transgresora (ese adjetivo tan manoseado como argumento de venta) y el tono confesional del narrador.

Portada del libro

Porque Bret Easton Ellis continúa con el jugueteo que planea sobre todo toda su carrera entre la realidad y la ficción para arrancar la trama con el monólogo de un narrador de su edad, nombre y condición de escritor estrella que decide afrontar el trauma que marcó su vida contando las andanzas de un asesino en serie que se cebó con el ecosistema de niños ricos del Los Ángeles de 1981.    

Al final del libro, una nota en tremendas mayúsculas asegura que se trata de «una obra de ficción de principio a fin» y que, «a excepción del propio autor, cualquier parecido con personas vivas o muertas es pura coincidencia y no responde a la realidad». ¿Hasta qué punto es real ese «autor»? Tampoco importa mucho. La «verdad» que nos vale es un mundo posible en el que se materializan «cuatro chicos de instituto de diecisiete años en el Rolls-Royce descapotable de un timador gay con cierta mala fama pero inofensivo, de cuarenta y pocos años, llamado Ron Levin, que Jeff Taylor había presentado al grupo, y estábamos todos un poco colocados por la cocaína que nos habíamos metido en el apartamento de Ron en Beverly Hills». 

Y eso mola. 

Después hay un poco de drama, claro. «También podría sugerir algo sobre nuestro mundo el hecho de que Ron Levin fuese asesinado unos años después por dos miembros de algo llamado el Billionaire Boys Club, un colectivo social y de inversión constituido por muchos de los tíos que conocíamos vagamente de la escena de colegios privados de Los Ángeles». 

Y eso mola más todavía, para qué vamos a engañarnos.

El autor pretende crearse (o, al menos, al su alter ego narrador) una cierta aura de malditismo supuestamente enternecedor. Debería darnos pena. En menudo berenjenal se metió. Pobre. «El sexo, las novelas, la música y las películas eran las cosas que hacían soportable la vida, y no los amigos, la familia, el colegio, la escena social, las interacciones… y aquel fue el verano que vi En busca del arca perdida cada dos por tres pero apenas almorcé un par de veces con mis padres separados. No esperaba nada del mundo real, ¿por qué iba a esperar nada? No estaba construido para mí ni para mis necesidades ni mis deseos», dice. 

Se supone que es «perversamente cautivador», como dice una de las críticas más elogiosas de la novela, de Air Mail. El narrador enarbola la excusa de la Bildungsroman: «Estaba aprendiendo cómo funcionaba el mundo viendo cómo actuaban y se presentaban los adultos, en qué se fijaban y qué consideraban importante, y qué ignoraban o qué se tomaban con filosofía». Hace, por ejemplo, un experimento con el secretario personal de un jefazo de Hollywood: «Steven Reinhardt era un fracasado. No sabría explicar exactamente por qué, fue una sensación que tuve por la manera en que miró la copa de cóctel vacía».

Bret Easton Ellis. | Casey Nelson

El narrador tiene novia, pero lo que realmente le va son los más atléticos de entre sus compañeros de clase. Lo cuenta con todo tipo de detalles. Solo uno de ellos, menos exclusivo que los demás (su coche no es de gama alta ni pertenece al club más exclusivo de la ciudad) pero meritorio en cuanto segundo capitán del equipo de fútbol, es capaz de aclararle el contexto en una lúcida borrachera: «Son todos unos mimados y hacen lo que les da la gana y nunca hay consecuencias para ninguno de ellos…» ¿Consecuencias de qué?, le pregunta Bret. «De ser un asqueroso niño rico», le escupe su menos rico amante ocasional: «Todos os protegéis los unos a los otros». ¿De qué? «De la realidad». Bret matiza que eso lo dijo «con voz deliberadamente siniestra». 

El combustible de la trama lo aporta El Arrastrero, un asesino en serie que mata a otro de los compañeros de clase que se tiraba Bret. Podría argumentarse que se trata de un símbolo de la realidad que espera a los niños ricos en el paso a la vida adulta. O, elevando aún más el mitologema, de la decadencia que espera a todo un país demasiado orgulloso de haberse conocido. En cualquier caso, hay que matizar que, aunque no existió, El Arrastrero está inventado a partir de casos muy reales que abundaban en aquella época.   

De lo más impactante de la novela, porque además ilustra a la perfección su tono, quizá sea la forma en que Bret afronta el duelo por la horrible muerte de su compañero de clase. Para empezar: «Había una foto de Matt boca abajo en la que los moratones continuaban a lo largo de los riñones y subían por la espalda, y tenía otros dos en el musculado culo. No pude evitar pensar automáticamente en que yo había estado dentro de aquel culo —mi polla, mi lengua, mis dedos— y tuve que resistir la leve punzada de excitación que me inspiró, una especie de lujuria necrófila que me sobrecogió por repentina».

Bret Easton Ellis no se calla nada. Va al límite. Mola.

Después recula, claro: «Las fotos de Matt fueron tan traumáticas que una parte de mi vida se terminó y entré en otro mundo». Se convirtió en el tipo duro que aparece al principio de la novela, ya cincuentón, contando que va a escribir cómo el mundo lo hizo un rebelde, como cantaba nuestra Jeanette más o menos por aquella época. 

Se supone que debe darnos pena. Y la da. Aunque de una forma más profundamente patética. 

Pasada la adolescencia, a lo mejor conviene hacérselo mirar si uno sigue fascinado por ese rollo Bukowski, sintiéndose especial como parte de los tíos guais que se sentaban en la parte de atrás del autobús, llevaban revistas guarras al cole y escupían entre los dientes. Sin embargo, las barbaridades del narrador de Los destrozos brotan con una inquietante naturalidad. El monstruo creado por aquella progresía exquisita de Hollywood y sus alrededores es inquietantemente real: como muchos otros compañeros de colegio, Bret pasa meses solo en casa y, en un momento culminante de la novela, el padre de su novia, un afamado productor de cine, se acuesta con él a cambio de un posible trabajo como guionista. Por supuesto, Bret no necesita el dinero, pero… 

Lo más patético, sin embargo, lo que de verdad produce escalofríos, es que Bret se gusta en su monstruosidad. Cada rincón de la novela devuelve un eco narcisista, un orgullo mal disimulado. En un breve destello de su lado tierno se muestra «frustrado porque a nadie pareciese importarle» la muerte de su amigo. La explicación no tiene desperdicio: «Tal vez en el sur de California estábamos ya muy quemados de tanto asesino en serie como deambulaba por el panorama de los setenta y principios de los ochenta». Era, explica Bret, «una época anterior a las cámaras de vigilancia, los teléfonos móviles y la identificación por ADN», por lo que «la cifra de asesinatos cometidos por solo uno o por una pareja podía llegar a veinte o treinta, cincuenta o sesenta, durante aquella década en concreto. (Ahora han sido sustituidos por los tiroteos masivos)». 

Qué vulgaridad. Los tiroteos masivos que tanto angustian a la sociedad norteamericana dejan un trauma de baja estofa. En tiempos de Bret se mataba con estilo. El Arrastrero, nombre de su psicópata, se preocupaba por adornar los cadáveres con desmembramientos, símbolos más o menos satánicos, susurros telefónicos… Eso crea traumatizados pata negra. Bret, además, le añade los casoplones con piscina, los suntuosos garitos de moda con afluencia de famosos de Hollywood, droga, sexo y canciones molonas de la época.     

La violencia es parte esencial, y por lo tanto muy delicada, de la cultura estadounidense. En Western American Writing. Tradition and Promise (Everett/Edwards), Jay Gurian explica que cuando los hechos históricos reales matizaron el Mito del Jardín de los primeros colonos norteamericanos, la sociedad estadounidense en ciernes solventó la contradicción asumiendo dos romances-historias paradigmáticas, la del Asentamiento Democrático y la del Fuera de la Ley: el primero afirma que los objetivos correctos –civilización, comercio, cultura e iglesia– guían al colono americano; el héroe del otro romance opera fuera del orden social aceptado, pero a menudo lo protege. En su mundo particular, operar al margen de la ley se convierte en una virtud, y el público americano así lo entiende: «Para nuestra inmensa satisfacción, Billy el Niño, un asesino psicótico en la vida real, se ha convertido en un héroe de cuento y ballet», dice Gurian. 

El problema, claro, llega cuando la violencia se desborda. La psicopatía no es algo exclusivo de EEUU, en todos lados cuecen habas, pero allí parece encontrar un caldo de cultivo especial. Por supuesto, ningún norteamericano medianamente sensato está a favor del asesinato. Tampoco Bret Easton Ellis. Eso está claro. Pero por Los destrozos se desliza un cierto aroma a la nostalgia. Aquella truculencia de los asesinos en serie se antoja, de alguna forma, como elemento necesario del deslumbrante apogeo americano de los años 80. 

Bret Easton Ellis. 2019. | Daziram / Europa Press

Resulta significativo que Ellis se haya dado a la añoranza. Guste más o menos, American Psycho expresaba algo de la América de su tiempo. Sin llegar a las alturas de una Gran Novela Americana, esa ballena blanca que todo escritor estadounidense que se precie persigue en lo mejor de su carrera, por lo menos olfateaba algo sustancioso, aunque estuviera más bien podrido. Los destrozos ni lo intenta. 

Era inevitable que alguien la emparentara con El gran Gatsby. Jóvenes americanos millonarios que viven demasiado rápido sin pensar en las consecuencias. Desde luego, a Ellis le falta bastante para llegarle literariamente a Francis Scott Fitzgerald a la suela de los zapatos, pero sí puede compartir algo con él. 

En Twentieth Century Interpretations of The Great Gatsby (Everett/Edwards), Ernest Lockridge explica los problemas de Fitzgerald para vender Suave es la noche: «Esperaba que los críticos la saludaran como su mejor novela, y unos pocos así lo hicieron, pero en 1934 la depresión llevaba ya cinco años, y la moda literaria había virado hacia la novela proletaria, que se ocupaba de la penuria de granjeros, emigrantes, obreros y semejantes. Buena parte de los críticos tildaron Suave es la noche, una excelente novela, como un tipo de chic más bien irritante. No se vendió». 

Estados Unidos era un país joven. 

Sus lectores exigían auténtica Gran Novela Americana. O lo que más se le pareciera. Hoy se impone la nostalgia de tiempos mejores/peores: más intensos. Cuando éramos jóvenes y hermosos. En el epílogo de Los destrozos, el narrador/autor, ya adulto, cuenta que «casi cada noche mientras escribía el libro, en ocasiones durante tres o cuatro horas seguidas, escuchaba las canciones que resumían aquel periodo, himnos sobre la esperanza en el futuro, la nueva metamorfosis, dejar la infancia atrás: Vienna, Nowhere Girl, Icehouse, Time For Me to Fly. Pero muchas de las canciones sonaban ahora a deseo desesperado, a rechazo y a huida. Si las canciones trataban, como pensé en su momento, sobre un niño que se convierte en hombre, también trataban ahora, para mí a los cincuenta y seis años, sobre un hombre que seguía siendo un niño».

Quizá Estados Unidos ya no sea un país joven, por muchas vitaminas que le inyecten en Silicon Valley. 

Los destrozos
Bret Easton Ellis Comprar
También te puede interesar
Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D