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Cultura

Hacer cine en Irán: una profesión de riesgo

La película ‘Los osos no existen’, que se estrena este viernes, fue rodada en la clandestinidad por el director Jafar Panahi, represaliado por el régimen de Teherán

Hacer cine en Irán: una profesión de riesgo

Fotograma de la película

El extraño título de la película iraní Los osos no existen se explica en una escena nocturna en la que un lugareño se empeña en acompañar por las calles del pueblo al protagonista, un director de cine que se ha instalado allí temporalmente. Para convencerlo, le explica que es mejor no ir solo, porque hay osos sueltos. Cuando se despiden y el perplejo cineasta le pregunta dónde están esos temibles animales, el lugareño le responde con sorna: «Aquí no hay osos. ¿Cómo va a haber osos? El miedo es poder». Que el miedo es un instrumento de dominio lo sabe bien el régimen teocrático iraní, que lo utiliza, entre otras cosas, para tratar de acallar la voz de la gente del cine que se muestra crítica.

A Jafar Panahi (Mianeh, 1960), el autor de esta película, llevan años tratando de amedrentarlo no con supuestos osos feroces sino con el peso de la ley: ha sido detenido, encarcelado, sometido a arresto domiciliario, se le ha prohibido filmar y se le ha retirado el pasaporte. Él ha respondido denunciando su situación, protestando con huelgas de hambre, recibiendo apoyo de grandes figuras de la cultura internacional y sobre todo haciendo lo mejor sabe hacer: rodando películas. No tiene otro remedio que hacerlo de forma semiclandestina, guerrillera, sin apenas medios y en ocasiones delegando en sus colaboradores porque no puede estar presente en el rodaje. Además, debe tirar de ingenio para sacarlas del país; una de ellas cruzó la frontera en un USB escondido en una tarta… Sus producciones no pueden verse en Irán, pero sí en festivales internacionales, donde son aplaudidas. 

Panahi fue ayudante de dirección de Abbas Kiarostami, el hombre que en los años noventa del pasado siglo colocó al cine iraní en el altar de la cinefilia internacional con títulos como A través de los olivos, El sabor de las cerezas (Palma de Oro en Cannes) o El viento nos llevará. Como discípulo aventajado, Pahani tiende también a una estética neorrealista, al retrato de la vida cotidiana y a la reflexión sobre las imágenes que vemos a través de la pantalla. En la primera etapa de su obra mostró especial interés por denunciar la lamentable situación de las mujeres en su país. En su tercera película, El círculo, con la que ganó el León de Oro en Venecia, mostraba sin paños calientes la opresión que sufren en el Irán teocrático. Insistió en el mismo tema en Offside, en la que relataba, en este caso con toques de comedia casi surrealista, la historia de varias chicas que, como se les prohíbe la entrada en eventos deportivos masculinos, se disfrazan de chicos para intentar colarse en un estadio de fútbol y acaban detenidas. 

Cartel de la película

Todo cambió en 2010, cuando el régimen decidió apretarle las tuercas a Panahi y le cayó una sentencia de seis años de cárcel y la prohibición de rodar durante veinte años. En un primer momento la cárcel fue sustituida por arresto domiciliario (aunque con el tiempo acabó pisándola) y el director respondió filmando un documental en el que denunciaba su situación. Él era el protagonista y estaba rodado sin salir de su casa. Lo tituló con sorna -por cumplir de algún modo con la prohibición de hacer cine- Esto no es una película y lo sacó del país en el ya mencionado USB camuflado en una tarta. 

Sus siguientes proyectos van en la misma línea, pero mezclando realidad y ficción, porque lo que parecen documentales improvisados son en realidad propuestas mucho más elaboradas. En todas ellas él es además el protagonista, interpretándose a sí mismo. En Taxi Teherán (Oso de Oro en Berlín) circula por la ciudad en un vehículo en el que va recogiendo a pasajeros con los que conversa sobre lo divino y lo humano, trazando un sagaz y veraz retrato de la sociedad iraní. Y en Tres caras acompaña a una remota aldea a su amiga la famosa actriz Behnaz Jafari, a la que una niña le ha pedido ayuda mandándole un vídeo, porque su familia se niega a permitirle ir a estudiar a la ciudad para convertirse en actriz. 

Fotograma de la película

Los osos no existen, se mueve también en este juguetón territorio entre la realidad y la ficción, de nuevo con Pahani interpretándose a sí mismo o a una proyección de sí mismo. Vuelve a desplazarse a una aldea remota, esta vez muy cerca de la frontera con Turquía, porque allí está dirigiendo una película por delegación. Da instrucciones al equipo por Skype, con una conexión desastrosa que se le cuelga todo el rato, porque tiene prohibido salir de Irán. Hay una provocadora escena en la que un colaborador lo lleva en coche hasta la mismísima línea fronteriza por un camino utilizado por los traficantes y el cineasta osa poner un pie en ella, pero recula de inmediato. 

Lo fascinante de este cine de resistencia de Jafar Pahani es que pudiéndose quedar en la mera denuncia, la arenga, el panfleto, logra construir maravillosas piezas de orfebrería, que bajo su aparente sencillez, improvisación y amateurismo atesoran profundas capas no solo de protesta política sino de un sensible retrato del alma humana. En este caso la trama entrecruza dos trágicas historias de amor. Por un lado, en Turquía, una pareja de exiliados iraníes espera la oportunidad de viajar a Europa, mientras ella trabaja en un café y él intenta conseguir pasaportes falsos. De pronto descubrimos que en realidad se trata de la película que está rodando Pahani. Pero después resulta que la historia que los actores interpretan se parece muchísimo a la propia tragedia que están viviendo en la vida real. Un ingenioso juego especular entre realidad y ficción, que no es una simple pirueta de estilo porque la peripecia que cuenta es desoladora. 

También lo es la segunda historia que se va intercalando: en el pueblo en el que se ha instalado el director para controlar el rodaje a distancia, dedica sus ratos libres a tomar fotos. Al parecer, en una de ellas ha captado sin pretenderlo la imagen de dos jóvenes amantes besándose. Esto desencadena un monumental conflicto aldeano, porque la familia de la chica la había prometido con otro joven, que reclama sus derechos. Y el cineasta se ve presionado por las fuerzas vivas del lugar para que entregue la foto inculpatoria que él asegura no haber tomado. Lo interesante de esta parte es que los aldeanos son presentados al principio como personas entrañables y en apariencia nunca ejercen una presión hostil sobre el protagonista, pero poco a poco sus exigencias pasan de la sibilina amabilidad a unas actitudes cada vez más abiertamente agresivas hacia el foráneo. 

Fotograma de la película

A través de esta doble trama, el director retrata cómo un entorno represivo (sean las fuerzas vivas de una aldea invocando la tradición o sea un régimen tiránico ejerciendo el poder) arrolla la libertad de los individuos. Ambas parejas de amantes tratan de huir (unos a Europa desde Turquía, los otros del pueblo hacia la capital), pero el precio que pagan por soñar con ser libres es muy alto. Lo mágico de la propuesta es que Panahi cuenta todo esto con un tono en apariencia muy liviano, sin jamás enfatizar el dramatismo. Otros cineastas iraníes optan por vías mucho más contundentes, como Ali Abbasi, residente en Dinamarca, que en Holy Spider (estrenada hace pocos meses y actualmente en Filmin y Movistar+) relata a ritmo de angustiante thriller lo sucedido en una ciudad santa iraní.

Cuenta una historia real: un piadoso ciudadano decidió acabar con el vicio y la inmoralidad asesinando a mujeres que se prostituían en las calles, ante la parsimonia de las autoridades por detenerlo. Rodada por motivos obvios fuera de Irán (concretamente en Jordania) y con producción danesa, es un retrato devastador de la situación de la población femenina en ese país. Otro ejemplo de oposición valiente desde su exilio es el de la actriz Golshifteh Farahani (la coprotagonista de la deliciosa Paterson de Jim Jarmush), que tuvo la osadía de posar semidesnuda reivindicándose dueña de su cuerpo y no se amedrentó ante las amenazas que recibió. En cambio, Jafar Panahi ha optado por permanecer en Irán y jugar al gato y al ratón con las autoridades, entre arrestos, multas, condenas y prohibiciones, sin renunciar a seguir rodando. Él utiliza la cámara -ese arma tan peligrosa- para contar historias. La mera existencia de su cine es un milagro.

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