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Cultura

Devolución del patrimonio: ¿oportunismo político o justicia?

Los procesos de restitución histórica rara vez se suelen justificar bajo argumentos científicos o estéticos

Devolución del patrimonio: ¿oportunismo político o justicia?

Ilustración de Erich Gordon.

Una de las prácticas más en boga de la política diplomática reciente parece consistir en devolver piezas de patrimonio hacia sus supuestos lugares de origen. No es que al actual Gobierno de México se destaque precisamente por su atención a la cultura, pero uno de sus objetivos principales ha sido la repatriación de piezas arqueológicas. Hace unas semanas, Estados Unidos devolvió una importante pieza olmeca sustraída ilegalmente hace medio siglo. El gran objetivo de México, sin embargo, sigue siendo la vuelta del (supuesto) penacho de Moctezuma, actualmente en Viena. La Piedra Rosetta y el busto de Nefertiti han sido también reclamados a Londres y Berlín por parte de Egipto. Macron también ha hecho de la devolución patrimonial un eje de su política hacia el Sahel y Centroáfrica. «El patrimonio africano debe ser expuesto en África», llegó a decir en 2017.

La semana pasada Alemania procedió a devolver a Nigeria parte de los famosos bronces de Benín, un verdadero fiasco porque dicha colección, una de las más importantes de África, ha ido a parar al acervo privado de la familia real, quedando así fuera de la exposición pública y del estudio científico. Incluso Putin se ha apuntado a la moda de la devolución patrimonial, sacando de diversos museos importantes iconos con el fin de restituirlos a su verdadero lugar de origen: la Iglesia Ortodoxa. Es el mismo razonamiento ⎯en una más modesta escala⎯ que llevó al Ayuntamiento de Elche, en solemne declaración, a pedir el regreso de «su Dama». O las autoridades extremeñas a aclarar que las enigmáticas efigies de Tartessos recientemente halladas no abandonarán la región.

Lo curioso es que, a pesar de tratarse de piezas de arte y de gran valor histórico, los procesos de «restitución histórica» rara vez se suelen justificar bajo argumentos científicos (conservación o estudio) o estéticos (mantener la integridad de un conjunto, por ejemplo, en el Partenón) sino meramente políticos, o, peor aún, de tipo moral. Los procesos de devolución patrimonial no se dan tampoco en el vacío, no entre dos Estados ahora por fin mutuamente reconciliados —como nos quieren hacer creer— sino entre gobiernos, tan preocupados por sus agendas y sus fines políticos como para atreverse a sustraer objetos singulares del patrimonio público para ayudar a satisfacerlos.

Petro y la «soberbia occidental»

Por supuesto, nada que objetar a que aquellos objetos sustraídos ilegal o indebidamente vuelvan a sus legítimos poseedores, pero quizás se está llevando demasiado lejos esta tendencia hacia la reclamación y devolución de todo tipo de patrimonio. Tan grave sería que todo el patrimonio del mundo solo se concentrara en un solo lugar, como que en cada lugar solo se pudiera contemplar lo que es propio de cada región. Parte de la belleza e interés del museo proviene precisamente del asombro y la extrañeza, del viaje intramuros, de ese intento, tan desmesurado como humano, de querer contener y replicar el mundo. Dirán algunos que tal objetivo es resultado de la colonización: no tanto como el simple nacionalismo que subyace tras el interés en ensalzar únicamente lo propio, y utilizarlo políticamente, rechazando el estudio y la admiración de lo ajeno.

La semana pasada el actual presidente de Colombia escenificó, junto con miembros del Gobierno alemán, la devolución de varias máscaras prehispánicas pertenecientes a la cultura Kogi. «A través de su mensaje ancestral, las llevaremos cerca de donde se hicieron por primera vez, para que se conecten con esos espíritus de la sierra», dijo Gustavo Petro. La ceremonia de recepción no tuvo desperdicio. Se refirió Petro al feliz rescate de los niños perdidos durante 40 días en la selva colombiana. Contrapuso la «soberbia de la ciencia occidental» con la manera en que estos fueron rescatados, afirmando que fueron «pistas espirituales, que no eran físicas, las que llevaron a encontrar a los niños». 

El auditorio parecía asentir feliz, quizás porque veía así cumplido el inagotable cliché del realismo mágico americano. Lo cierto es que existen pocas tradiciones más occidentales que aquellas dispuestas a idealizar lo originario, lo natural o lo indígena. Y aunque Petro venía a mostrar su diferencia… hizo explícita su pertenencia, situándose ⎯seguramente sin saberlo⎯ tan cerca del prefacio del Discurso sobre el origen de la desigualdad de Rousseau como lejos de las pinturas rupestres de Chiribiquete. Petro hizo también la sorprende afirmación —sorprendente, quiero decir, por falsa— de que el algodón, además de provenir de América, había salvado Europa, pues «gracias a que se encontró el algodón en América los pueblos de Europa dejaron de tener la peste. Porque se podían lavar las prendas. Poco se habla del tema» (efectivamente, se habla poco). Y finalmente pasó a señalar el denominado tesoro de los Quimbayas, actualmente en el Museo de América de Madrid, ni saqueado ni producto de la Colonia, un regalo diplomático del Colombia a finales del siglo XIX.

Utopías regresivas

Pero, con todo, quizás lo más significativo que dijo el presidente colombiano fue lo siguiente: «El pensamiento democrático se funda cada vez más en la idea de diversidad (…) la diferencia es el punto de partida de la humanidad. Sin romper sus lazos unitarios la diferencia nos hace seres humanos. Y aquí estas diferencias vuelven a ser rescatadas». La frase quedo allí resonando, quizás al principio inadvertida, en realidad terrible: «La diferencia es lo que nos hace humanos». Es decir, no el reconocimiento de nuestros semejantes, sino el refuerzo de nuestras diferencias. Petro señalaba un camino, pero no apuntaba hacia el futuro o siquiera hacia lo común, sino al pasado y a lo distintivo. No hacia el paraíso, podríamos decir, sino hacia la maldita Babel.

«La meta es el origen» como decía el famoso verso de Karl Kraus. Carlos Granés ha acuñado el concepto de utopía regresiva, misma que florece y admira por igual en América y Europa. Y qué contraste con las palabras del padre de los niños rescatados de la selva, indígena él mismo: «Quiero que mis hijos conozcan otras partes del planeta, que sean unos niños del mundo y de mente abierta». Y de allí se fue Petro con sus máscaras.

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