París era una fiesta (también en la orilla derecha)
El libro ‘La otra mitad de París’ del escritor Giuseppe Scaraffia se centra en los años de entreguerras, desde 1919 a 1939
Cuando se habla de París y cultura siempre se hace referencia a la rive gauche, es decir la orilla izquierda del Sena, que concentra célebres cafés y restaurantes, editoriales y librerías, y donde vivieron algunas figuras hoy legendarias. Pero hay otra orilla, la rive droite, reivindicada en el estupendo La otra mitad de París (Periférica) de Giuseppe Scaraffia. El libro se centra en los años de entreguerras, entre 1919 y 1939, durante los que la capital francesa vivió un periodo de esplendor artístico y literario en el que se cruzaban por sus calles pintores de vanguardia, literatos americanos expatriados, aristócratas con vocación de mecenas, novelistas consagrados y jóvenes promesas que despuntaban y escandalizaban, cantantes, músicos, actores, modistos, bailarinas… La ciudad bullía a ambos lados del Sena.
Fue la indiscutible capital cultural del mundo desde el siglo XIX hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando Nueva York empezó a disputarle muy en serio ese título y se lo acabó arrebatando. París era una fiesta, como dejó escrito Hemingway en un libro imprescindible sobre el periodo de entreguerras. Confluyeron la efervescencia del surrealismo; los ecos del cubismo; escritores, artistas y músicos de todo el mundo, entre ellos americanos expatriados que contaban con sus propias librerías y editoriales; una numerosa comunidad gay, con notoria presencia de escritoras y pintoras lesbianas, que podían vivir en razonable libertad su sexualidad ya que la policía practicaba el laissez faire… Joyce escribió y publicó en París el Ulises y Proust, En busca del tiempo perdido; se instalaron Picasso, Dalí, Miró, Buñuel, Julio González y Zuloaga, entre otras figuras españolas, y también recorrieron sus calles artistas y literatos latinoamericanos: Diego Rivera, Alejo Carpentier, Neruda, Vallejo, Vicente Huidobro…
Todo este mundo fascinante aparece en La otra mitad de París, un libro a medio camino entre la sofisticada guía turística, la enciclopedia erudita y el anecdotario chismoso. El resultado es una suerte de «novela coral», un mosaico compuesto por una sucesión de viñetas protagonizadas por infinidad de personajes y ordenadas por barrios. No es un texto para leer de un tirón, sino para disfrutarlo sin prisas. Giuseppe Scaraffia (Turín, 1950) es profesor de Literatura Francesa en la Universidad de La Sapienza en Roma y un sabio con el don de contar historias. Ya había utilizado el mismo recurso de la coralidad en otra obra anterior, La novela de la Costa Azul (también publicada por Periférica), que recopila las andanzas de los ilustres visitantes del mundillo cultural por esa zona.
La otra mitad de París es como una de esas superproducciones de Hollywood -o como una de esas películas de Wes Anderson- con tantas estrellas que casi ni caben en el cartel: Proust, Joyce, Picasso, Tristan Tzara, Saint- Exupéry, Colette, los surrealistas, Gide, Valéry, Malraux, Hemingway, Fitzgerald, Céline, Rilke, Cocteau, Samuel Beckett, Josephine Baker, Simenon, Anaïs Nin, Coco Chanel, Jean Renoir, Paul Morand… Acompañados por un montón de actores secundarios algo menos conocidos, pero con peripecias muy jugosas.
El texto arranca con la visita de Walter Benjamin a Colette, que vivía entonces en un apartamento en el Palais Royal. El autor cuenta que una noche una de las prostitutas que se paseaban bajo los soportales la reconoció y le pidió que le regalara uno de sus libros. «¿Cuál?», preguntó Colette. «El más triste», respondió la mujer.
Las anécdotas se suceden: a Stefan Zweig un ladrón le roba con absoluto descaro la maleta en su hotel; Céline acude al club Chez Aristèle, que disponía de mirillas para espiar las alcobas, porque le gustaba observar a su bella amante, la bailarina americana Elisabeth Craig, haciendo el amor con desconocidos. En el Casino de París actuaba un trapecista travestido conocido como Barbette, que en sus ratos libres leía el Ulises de Joyce en su camerino. El enorme -en talento y altura- poeta futurista ruso Maiakovski llamaba la atención con su cráneo rasurado y era tan obsesivo de la higiene que en los cafés bebía con pajita y llevaba una jabonera en el bolsillo para poder lavarse rápidamente si se veía obligado a estrecharle la mano a alguien que le despertaba suspicacias. Una joven Marguerite Yourcenar frecuentaba el Thé Colombin en busca de mujeres a las que seducir y allí a veces se cruzaba con el escritor y dandi Raymond Roussel, siempre con guantes de cabritilla y bastón de empuñadura dorada, que iba allí a hacer su única comida diaria. El estreno de una pieza teatral de este último acabó con detractores y partidarios enfrentados a guantazos al acabar la representación.
Otro tipo con aires de dandi era el dadaísta Tristan Tzara, siempre con su monóculo. Le encargó al gran arquitecto austriaco Adolf Loos su vanguardista residencia parisina. Loos tuvo un segundo proyecto en la ciudad, la casa de su amante Josephine Baker, pero de esta solo disponemos de los deslumbrantes bocetos, porque no la llegó a construir. Tzara, por cierto, tenía un fiero gato siamés que atacó a su cocinero y cuando este le dio un ultimátum para que eligiera entre el gato y él, el poeta dadaísta y su esposa optaron por el gato. No es el animal más fiero que parece en estas páginas: la mencionada Josephine Baker se paseaba con un leopardo y Paul Morand se presentó un día en casa de Misia Sert con un cachorro de león… que hizo sus necesidades sobre la carísima alfombra de la indignada anfitriona.
En París tuvo que lidiar Joyce con los brotes de locura de su hija Lucia y con las quejas de su esposa Nora, que alguna vez le soltaba: «¿Por qué no escribes libros sensatos que la gente pueda entender?». Joyce estaba creando su obra magna acuciado por las estrecheces económicas y trataba de encontrar mecenas que le sufragaran sus gastos. A tal fin invitó a cenar a la rica heredera Peggy Guggenheim a un restaurante muy chic, Fouquet’s. A la mesa estaba invitado el silencioso pero seductor Samuel Beckett, que al final de la velada acompañó a Peggy a su casa y acabó pasando un día entero con ella en la cama, de la que solo salió para bajar a comprar champán.
Mientras tanto, André Gide como asesor de Gallimard, protagonizó el rechazo literario más célebre de la historia, con permiso de Carlos Barral y su negativa a Cien años de soledad. Gide dijo no al primer volumen de En busca del tiempo perdido de Proust, quien le parecía «un seductor frívolo y marchito». Después rectificó y Gallimard acabó publicando los siguientes volúmenes, mientras el enfermizo Proust pasaba cada vez más tiempo postrado en la cama, al cuidado de su fiel sirvienta Celeste. Por su parte, Picasso se enamoró de Olga Jojlova, una aristocrática bailarina del ballet ruso de Diáguilev, a la que todos los amigos del pintor detestaban. La pareja acabó cansándose, pese a las advertencias de la madre del artista, que le dijo a Olga que su hijo era tan egocéntrico que era incapaz de hacer feliz a una mujer. Entre tanto, Gala abandonó a Paul Éluard por Dalí, pero el poeta, aunque rehízo su vida con la bella Nush, siguió obsesionado con su antigua amante: «Eres para mí la encarnación del amor, la encarnación más precisa del deseo y del pacer erótico… ¿Por qué no mandaste revelar aquellas fotos en que aparecías desnuda? Me gustaría tener una en la que estés haciendo el amor».
Acompañamos a Jean Cocteau y al precoz Raymond Radiget a una sesión de espiritismo y contemplamos cómo Simenon atraviesa la ciudad por el Sena con su velero. También se nos cuenta que Anaîs Nin alquiló al actor Michel Simon la gabarra en la que este había vivido con sus monos. Entre tanto, George Orwell trabajaba de pinche de cocina en el Hotel Lotti y pasaba mucha hambre… El volumen está repleto de pequeñas historias y los actores principales van apareciendo y reapareciendo en diversos momentos. Asistimos a sus procesos creativos, pero también y sobre todo a su vida social, andanzas amatorias, rencillas y visitas a restaurantes, cafés y clubs. Saltamos de la elegancia del Ritz o Maxim’s a los antros más sórdidos.
Aparecen también en estas páginas suculentos personajes secundarios de la gran comedia humana de la cultura. Por ejemplo, la prostituta y después fotógrafa Suzanne Muzard, amante de André Bretón e inspiradora de algunas páginas de Nadja, que después pasó unos años viviendo en Tahití. O la bellísima mecenas chilena Eugenia Errázuriz, adoradora de Picasso y que tenía la teoría de que la elegancia consiste en saber prescindir de lo superfluo. O la millonaria americana Natalie Barney, la gran anfitriona del mundo lésbico parisino. O los vizcondes de Noailles, que se hicieron construir una villa cubista, organizaban bailes futuristas y financiaron a Buñuel y Dalí Un perro andaluz, lo cual les costó ser repudiados por la aristocracia parisina, horripilada ante aquella escandalosa película surrealista, O la princesa Marthe Bibesco visitada por un Rilke ya muy enfermo e inmortalizada en un lienzo del gran retratista Giovanni Boldini. O la poeta de origen rumano Anne de Noailles, que recibía en la cama al japonés Foujita que acudía a su casa para pintarla: «Usted comprenderá, querido Foujita, por qué necesito que venga a mi casa mientras estoy en la cama: ese es el momento en que mi carne, mis músculos y mis pensamientos descansan». Pese a lo cual era una modelo terrible, que no paraba de moverse, por lo que el hastiado artista dejó el retrato inacabado.
Si quieren más -y hay mucho más- no se pierdan este libro erudito, chismoso y amenísimo sobre unos años trascendentales para la cultura del siglo XX cuyo escenario privilegiado fue París.