Jimina Sabadú: «La herida del 'bullying' nunca cierra»
La escritora y cineasta habla con David Mejía sobre sus éxitos y fracasos, y sobre una infancia marcada por el bullying
Jimina Sabadú es escritora, guionista y directora. Ha publicado tres novelas: Celacanto, por el que ganó el Premio Lengua de Trapo, Los supervivientes, premio Ateneo Jóven de Sevilla y Las palmeras. Es también autora del ensayo La conquista de Tinder (Turner, 2022). Ha sido guionista de dos largometrajes (Faraday, La máquina de bailar) y directora de uno (La pájara). Es profesora en la Escuela de Cine Séptima Ars y ha impartido Dramaturgia y Literatura en la Universidad Camilo José Cela. Ha colaborado con medios como El Mundo, Letras Libres, Cadena Ser, Radio 3 y actualmente tiene una columna en la sección de televisión del diario El País.
P.- Jimina, veo que has borrado tu cuenta de Twitter.
R.- Temporalmente. Y también la de Instagram. Cuando se anunciaron las elecciones anticipadas, empezó una ola de odio y de virtue signalling [alardeo moral en las redes]… Ya sé que todo el mundo considera que es la mejor persona jamás nacida en Occidente. Pero, no me interesa. Ahora mismo no puedes configurar Twitter para ver lo que te interesa. Sale lo que odias. En cuanto lo abro, veo todo lo que detesto. Pero si sigo a toda esta gente que me interesa, ¿por qué me salen todos estos mamarrachos? Entonces digo: «hasta que se calmen un poco las aguas, lo dejo cerrado y volveré en breve». Porque si estás más de un mes fuera, te cierran la cuenta para siempre.
P.- ¿Y no te está costando? ¿No tienes mono?
R.- Para nada. Tengo una cuenta secundaria de Instagram que es medio secreta, y desde ahí, veo cosas. Una cuenta que no tiene nada personal. Me sirve para ver cosas que me pueden interesar.
P.- ¿Y has sentido que tienes más tiempo para trabajar, para escribir?
R.- He sentido que tengo menos angustia. Soy una persona con bastante ansiedad, y sobre todo he notado que no me enfado tanto. Me estoy evitando muchos disgustos.
P.- Cuéntanos de dónde viene tu vocación como escritora, y cómo fue el entorno en el que creciste.
R.- Tengo esta vocación desde muy pequeña. Es más, tengo por ahí un cuento ilustrado, hecho cuando yo aún no sabía escribir. Se lo dicté a mi hermana. Yo hice los dibujos. De pequeña tenía una idea un poco equivocada de lo que podría ser mi vida de adulta. Gran error: fantaseaba con ser exploradora. Y luego te das cuenta de que esos trabajos no existen como tú los concibes. Recuerdo muy pocos momentos de aburrimiento en mi vida. Tengo esa suerte de incapacidad. Mi madre me dijo un día: «¿Por qué no te lees este libro?». Porque yo pensaba que leer era que otra persona imaginara por ti, y me parecía terrible. Entonces mi madre me dio La historia interminable, porque me encantaba la película, como a todo el mundo de mi edad. Y cuando me di cuenta, habían pasado tres horas y era de noche. Y de repente dije: «¡Vaya, esto es genial!». Lo terminé. De repente, no podía parar, y lo leí cinco veces seguidas. Y pensé: «¿Por qué no leo otro libro?» Entonces mi madre me dio Momo, que es del mismo autor. Seguí leyendo y como me gustaba muchísimo la mitología, empecé a leer sobre mitología en la biblioteca, y estuve así durante muchos años de mi vida. Aunque el libro tuviera 500 páginas, a lo mejor me llevaba dos días, pero al llegar de clase, leía hasta terminarlo. Y veía dibujos animados, que siempre me han gustado mucho también. No tenía la intención de escribir. Un profesor al que tengo mucho cariño me dijo un día: «Creo que tú vas a ser escritora». Empecé muchas novelas, pero no las terminaba porque eran demasiado ambiciosas, como le pasa a todos los adolescentes. Pero pasó algo: un compañero de clase murió atropellado por un coche. No era amigo mío, pero me caía bien. Fue impactante para mí. Fue un shock para todo el mundo. De repente, entras un día a clase, en un colegio, y tu profesor se echa a llorar, y todos van al funeral. Yo pensaba: «Por favor, que resucite». Obviamente, no resucitó. Y como necesitaba tanto salir de esa situación angustiosa, finalmente, terminé un cuento. Después, terminé varios que no tenían mucho valor. Pero un día, ya en la universidad, escribí un cuento en el que incluí algo que era una circunstancia cercana de la que prefiero no hablar. Por eso no me gusta. Y ese cuento ganó un premio bastante sustancioso. Lo envié a unos editores que conocía. Me dijeron que el cuento era muy bueno y entendían por qué me habían dado el premio. También que se notaba que no había leído mucha fantasía heroica, que era el género al que pertenecía. Se notaba que me había quedado en una fantasía un poco antigua, al estilo de Conan. Ese rechazo me hizo ver que tenían razón. Luego le enseñé los cuentos a una profesora, poeta y pedagoga, que me dio clases en COU. Me dijo: «A ver, a mí no me gustan estos cuentos, pero creo que hay una voz aquí que puedes explorar». Creo que esos dos rechazos me han ayudado muchísimo más que todos los elogios que me podrían haber hecho. Porque me están diciendo que puedo hacerlo bien, pero no por ese camino. Y seguí. Siempre me pasaba que me tomaban a chirigota, incluso con la novela que ganó el premio Lengua de Trapo.
P.- Siempre te han interesado la fantasía y la ciencia ficción.
R.- Sí, siempre me ha interesado. Ahora mismo no leo tanto porque, para mí, la fantasía y la ciencia ficción tienen que hablar de cosas reales. Por ejemplo, La historia interminable: todo lo que cuenta es muy trascendente. Hay libros que no voy a mencionar que son pura fantasía. Pueden ser entretenidos, pero no tienen más. Te diviertes y ya está. Sin embargo, en la ciencia ficción, en la buena, la de los años 50, la que trataba sobre ideas, se cuenta algo muy importante. Por ejemplo, Flores para Algernon. Lo que cuenta es parte de una historia preciosa en la que es imposible no llorar. Cuenta algo muy importante, que es cómo tratamos a las personas en función de su inteligencia. O por ejemplo, El hombre en el castillo. Esa es una ucronía que plantea la posibilidad de qué hubiera pasado si los nazis hubieran ganado. De repente, te plantea algo cuyas implicaciones van muy lejos. El final de El hombre en el castillo es tan impactante que te vuela la cabeza. ¿Cómo se le pudo ocurrir esto a alguien? Y eso es solo por mencionar algunos ejemplos. O Solaris. ¿Qué cuenta cuando dice «un dios en pañales»? Hay cosas maravillosas ahí dentro.
P.- Y es por esta afición a la literatura fantástica y la ciencia ficción por lo que te inclinas a estudiar Comunicación y no Filología.
R.- Yo quería estudiar Bellas Artes porque me gusta mucho dibujar, pero no tengo técnica. Entonces mis padres me inscribieron en una carrera nueva, Comunicación Audiovisual. Todos los que la hicimos esperábamos algo relacionado con el cine, pero no se habló de ello. Hubo dos asignaturas de publicidad y algo de periodismo. Al final, se convirtió en un híbrido y conozco a muy pocas personas que estén satisfechas.
P.- ¿Qué futuro tenías en mente cuando empezaste esta carrera?
R.- Yo quería hacer cine. Pero, si tienes opción, no estudies Comunicación Audiovisual si quieres hacer cine. Allí no aprendes a hacer cine. Se aprende mucho viendo cine, pero también hay cosas que te tienen que enseñar porque no puedes aprenderlas solo, como las dinámicas de los rodajes y muchas cosas técnicas. Y hay cosas que a veces tardas mucho en comprender si las ves por ti mismo. Es más rápido si alguien te las explica, en lugar de tener que deducirlas a través de incontables visionados. Por otro lado, ojalá los estudiantes de cine tuvieran la oportunidad de tener visionados interminables, pero no suele ser así.
P.- Estás trabajando en tu primer largometraje, que produce Álex de la Iglesia, del cual no podemos a hablar mucho. Pero quería mencionarlo para que los oyentes sepan desde dónde hablas. Sí nos puedes contar es cuál crees que es la mejor manera de aprender a hacer cine. ¿Qué le recomendarías a la Jimina de 18 años?
R.- Pues una cosa que no sabía es que leyendo libros de cine, aparte del típico manual de cómo dirigir, hay muchas cosas escritas por directores o montadores donde explican conceptos e ideas muy útiles. Hablan sobre la dirección, porque hay muchas formas de dirigir, muchísimas. Hablan sobre el tempo, el tono, esas cosas que se pueden ver más o menos. Pero tener tantos libros de directores, de fotos, de actores explicando cómo ven ellos el cine… se aprende mucho de ahí. Y por supuesto, es importante estudiar en una escuela de cine, aunque sea durante tres meses, aunque solo puedas pagar una semana, incluso si es en línea. Ahora, afortunadamente, hay muchos videos analizando escenas, y se aprende mucho de ellos. Y sobre todo, hay una cosa que no hacía y era ver las películas con un sentido crítico. Detenerse y preguntarse: ¿Por qué me gusta esta escena? ¿Por qué funciona esta escena y no la otra? Recientemente, volví a ver la de Insidious, ¿sabes? ¿Por qué funciona este susto en concreto? Porque el movimiento de la cámara es así. Una cosa que sí hice, y creo que acerté, fue tomar cursos de interpretación. Jamás seré actriz. Prefiero tirarme de un puente antes que ser actriz, pero fue muy útil para entender el trabajo del actor.
P.- ¿Y qué formación teórica es buena?
R.- Creo que es importante ver muchas películas de diferentes épocas. También debes hacerte un buen equipo de gente. En la escuela vas a conocer a gente con la que puedes hacer cortos. Y ahí es donde conoces a fulano o a mengano. A veces, los alumnos me preguntan por qué conoces a toda esta gente, y les digo: «Porque cuando yo empecé a ir a festivales, los conocía de las colas de los festivales». Y al final, vuelves a encontrártelos una y otra vez. Hay gente que sigue, gente que lo deja… En todo caso, una vez que tienes un grupo de confianza con el que hacer cosas, ya tienes dónde crecer. Todo lo que aprendes al hacer un corto con esas personas, aunque sea cutre, es algo que no habrías aprendido si no lo hubieras hecho.
P.- ¿Cuál es tu visión del cine como arte, dado que tú también eres escritora? Has publicado tres novelas y recientemente un ensayo. ¿Consideras que el director es un autor o crees que el cine es básicamente un arte colectivo?
R.- Depende. Para mí, el director puede ser un realizador que dice dónde poner la cámara, cómo hacer cada plano y contraplano. Hay muchos y muy buenos. Luego están los que son como artesanos, que les das cualquier película y todas te las hacen bien. Y luego está el autor, mejor o peor. Creo que también hay un poco de complejo de autor por ahí.
P.- Claro, si alguien se dedica a rodar series, una tras otra, pierde la magia autoral.
R.- Pierde el estilo, por decirlo claramente. No quiero menospreciar las series que hemos visto toda la vida en televisión. Tienen realizadores con mucho oficio que saben hacer eso bien. Luego está el director por encargo, que hace bien lo que le pidan, y hay películas que te gustan y no sabes de quién son. A veces, lees su nombre y dices: «Pero si este tiene ocho películas que me encantan y nunca supe quién es este señor». El otro día, viendo Esta casa es una ruina, vi quién era el guionista, y resulta que ese tío también escribió Alien. Que alguien sea capaz de escribir Esta casa es una ruina y luego maravillarme con otra película, eso me fascina. También depende de las aspiraciones de uno. Yo creo que no todo el mundo es un autor, no todo el mundo es un realizador y no todo el mundo es un artesano. El encargo, y sobre todo la película, es una obra colectiva en la que el director supuestamente lleva la batuta. El problema es cuando hay un motín en el barco. Eso es lo peor que puede pasar. Y ocurre. Os recomiendo el documental Lost Soul: El viaje maldito de Richard Stanley a la isla del Dr. Moreau, sobre el rodaje de La isla del doctor Moreau (1996). Madre mía. Cada minuto es una incredulidad absoluta ante las circunstancias de una película que se descontroló y, por supuesto, fue un fracaso.
P.- Dicen que Marlon Brando ponía a prueba a los directores con los que trabajaba: empezaba el rodaje actuando a medio gas, sin implicación ni esfuerzo, y si el director no se daba cuenta, terminaba la película así.
R.- Este tema ya está muy trillado, pero ser una chica dificulta aún más que te tomen en serio. Si gritas, eres una histérica; si no gritas, te ignoran por completo. Es una complicación. Muchas directoras han contado esto, así que no es algo nuevo. Un director amigo muy conocido me lo dijo: «Ya he sufrido bastante. Ahora solo trabajo con amigos». También entiendo por eso a Álex de la Iglesia. Creo que por eso siempre trabaja con su equipo, con su gente de confianza. Y al final, ves que la gente forma sus propios equipos, y eso suele comenzar cuando empiezan a hacer cortometrajes. Luego es cierto que la vida cambia mucho, pero incluso Vigalondo tiene más o menos su equipo, y tiene sentido, porque en este mundo hay mucho ego. Es un mundo lleno de egos.
P.- Las relaciones interpersonales están muy presentes en tu obra. En tu primera novela hablas de las fricciones de la infancia, el acoso, el bullying…
R.- Sí, pero he cambiado mi perspectiva. Me he dado cuenta de que antes, cada vez que veía a un adulto, pensaba cómo sería de niño y pensaba que sería una mejor persona. Ahora, cuando veo a un niño, pienso que de mayor será un hijo de puta. Me he vuelto mucho más pesimista. Los niños tienen algo que me gusta mucho, hasta cierta edad, porque no usan máscaras. Son ellos mismos, se divierten, se ríen. Me gusta mucho, aunque yo no soy muy infantil, soy muy tímida. Me gusta ver cómo juegan, me gusta escuchar lo que dicen. Me encanta ver cómo se ríen a carcajadas. Y cuando tienen unos 11 o 12 años comienzan las máscaras. Empiezan a ser algo que no son, aprenden a moverse en el mundo y a encontrar su lugar. Se pueden ver claramente las dinámicas que tenemos los adultos, porque no son muy diferentes. Siempre me ha gustado esa etapa en la que somos realmente nosotros mismos. Luego comienza la adolescencia.
P.- ¿Recuerdas esa ruptura en tu personalidad al pasar de ser niña a ser adolescente?
R.- No, porque yo no quería ser adulta. Recuerdo que había una separación en el veranos con mis amigas del pueblo. De repente un verano nadie quería jugar a nada, solo les interesaban los chicos. Yo pasaba de los chicos. ¿Por qué teníamos que hacer esas cosas tan aburridas? Y de repente, estábamos en la piscina jugando a las cartas, que era un rollo, y estábamos ahí esperando a unos chicos, que además eran unos simplones que nos sacaban tres o cuatro años y ni siquiera eran atractivos. También pensaba, con 12 o 13 años, que si salía con ese tipo no íbamos a hacer nada: ¿qué íbamos a hacer? ¿Pasear? O sea, tenía una idea un tanto lejana sobre el sexo. Y de repente, me encontré sola con eso y empezaron a reírse de mí. Ya no tenía amigas. Sufría bullying. Hubo un chico en mi edificio con el que sí me llevaba bien; aunque en el colegio no tuviera amigos, en mi edificio sí tenía muy buenos amigos. Y había otro chico que también quedó en esa situación y ahora es un influencer. Hoy un ídolo de los terraplanistas. Al saberlo, me dije: «Vaya, la frontera final es volverse loco». Así que lleva la vida que los dos queríamos tener: vivir en el campo, no tener trabajo y hacer lo que quieras. Y ese era el amigo de mi bloque, el otro chico que quedó excluido.
P.- No sé si se cumple el tópico del niño o la niña que están muy metidos en la ciencia ficción, en la fantasía, como forma de evadirse de su realidad.
R.- Claro, con este chico solíamos escuchar la música de Conan y nos poníamos a hacer tonterías, ya teniendo 14 años, que no es una edad para hacer el tonto. Y como yo también fui otaku… En aquella época el otaku era diferente, ahora es algo común. El manga era el paraíso de la evasión. Pero un día te das cuenta de que, mientras estamos aquí, el resto de la gente nos está quitando nuestro lugar en el mundo.
P.- En tu segunda novela, Los supervivientes, escribes, precisamente, sobre un colegio que va a cerrar.
R.- He estado en tres colegios, de los cuales me fui de dos por acoso. Siempre que tengo un problema, siento que vuelvo atrás, y me quedo ahí. Mi novio me dice: «No estás en el colegio, ya no es la misma situación». Pero yo me quedo pensando que nadie que haya sufrido bullying se cura. El bullying nunca se cura, jamás desaparece. La herida del bullying nunca cierra, porque durante los años de formación te han menospreciado de formas sutiles o incluso de forma violenta. Generalmente entre chicos. También puede haber peleas entre chicas, aunque no sean tan comunes. Hay gente de 50, 60 o 70 años que aún llora al recordar ciertas cosas.
P.- Hoy existe más conciencia social sobre el bullying. Pero al mismo tiempo, los adolescentes están más expuestos que nunca.
R.- Todo el tiempo me pregunto qué hubiera sido de mí con todo esto. Creo que Dios me ama personalmente porque inventó las redes después de mi adolescencia. Cuando era adolescente, era la época de la anorexia y la bulimia. Ahora todas las chicas intentan tener un físico muy específico. Un físico que no existe en el mundo real. Si eres delgada y tus padres son ricos, te inyectan trasero, te ponen implantes mamarios, te remodelan los pómulos, te hacen no sé qué. Creo que son chicas que han crecido con las Bratz. Están constantemente expuestas a la popularidad, a cuántos seguidores tengo, cuántos me siguen, como si la popularidad fuera una moneda de cambio. La popularidad siempre es importante en la adolescencia, pero me parece negativo. Y luego hay otra cosa que no entiendo: no hay diversidad. A todos les gusta lo mismo.
P.- Tanto en tu actividad como bloguera como en tu faceta de escritora, parece que tienes claro que lo que atrae a los lectores es tu implicación personal con lo que estás contando.
R.- Creo que es porque las experiencias que consideraba que no eran interesantes le han sucedido a mucha más gente de la que me imaginaba, y son análogas a las de otras personas. Te adentras en una historia cuando ves tu dolor o tu alegría reflejados en otro. Había una cita muy buena sobre eso, algo así como: «El libro es un diálogo donde el libro habla y el alma escucha». Para mí, la lectura es, en cierta manera, un diálogo. Un diálogo entre el lector y el autor, aunque este último pueda llevar muerto 300 o 500 años.
P.- Ahora estás haciendo tu película, tienes una columna en la sección de televisión de El País, tu blog en Medium, tres novelas, un ensayo, te entrevistan en la prensa… Pero entiendo que este éxito viene precedido de años de precariedad e incertidumbre. Quería preguntarte cómo ha sido esta travesía y qué consejos le das a personas que están en esa situación.
R.- Literalmente, viví de milagro. Estuve cuatro años en el paro cuando llegó la crisis. Antes, cuando todavía estaba en la carrera, me ofreció Òscar Aibar hacer con él La máquina de bailar, basada en un artículo mío, después de que él leyera una crítica mía en Mondo Bruto, sobre su película Platillos volantes. Entonces, algo sucedió: todo el mundo empezó a insultarme porque estaba haciendo una película producida por Santiago Segura. Yo era muy joven, y todos mis amigos y conocidos eran teleoperadores porque era la época del teleoperador…
P.- ¿Te envidiaban?
R.- Yo tenía otra forma de ser y de relacionarme, era mucho más alegre, más expansiva. Y ahora ya no lo soy porque sé que es una manera de atraer el odio.
P.- ¿De verdad? ¿Crees que la alegría provoca animadversión?
R.- También pienso que las personas que se abren demasiado desde el principio son las que más golpes reciben. Lo decían mucho de Elizabeth Taylor. La persona que más se abre es la que va a recibir todos los golpes, porque has dado todo y los demás no han dado nada. Además, la película fue mal. La crítica fue fatal y de repente todos los amigos que habían aparecido desaparecieron en el aire. Después empecé en la radio, pero tuve que dejar la radio porque tenía vértigos. No podía seguir con ese horario y me fui justo en plena crisis. En medio de la crisis, me presenté a todo tipo de trabajos delirantes. Sacaba dinero de donde podía. No salía de casa. Me sentía fatal viviendo con mis padres. Pasaron los años y no podía irme. Y te das cuenta es que la gente huye del fracasado. Había algo que los romanos decían -antes del cristianismo, el concepto de caridad no existía en Roma. Decían que un mendigo es como la muerte, todo lo que le das se queda con él y no lo vuelves a ver. La gente se aparta de aquellos a quienes les va mal como si fueran apestados. También me perjudicó no haber formado una pandilla… Yo no formé una pandilla porque tenía mis amigos y no iba a relacionarme con alguien por interés. He aprendido varias lecciones de todo esto. Una: en el cine no se puede ser amable con la gente que no está en el equipo. Dos: la gente huye de aquellos a los que les va mal. Tres: no se puede ser simpático. Y cuatro: hay que proyectar una imagen, aunque sea falsa. Es muy triste. Me gustaría decir algo más bonito, pero así es como lo he experimentado.
P.- En el mundo de la cultura hay grandes desigualdades: hay poca gloria y mucho barro. Y a veces, caer de un lado u otro es cuestión de suerte.
R.- Todos los años, lees los libros que supuestamente son los mejores del año, y dices: «Pero si esto es una porquería». He leído cada libro que se supone que es bueno… y luego hay libros que son realmente buenos, pero no tienen éxito. ¿Por qué? Pues porque el autor no está de moda. También depende de si el tema es vendible o no. Puedes tener una novela buenísima, pero si el tema no tiene gancho y no tiene repercusión… Pero también hay gente que tiene un éxito muy justo. Y por otro lado, todos somos pobres como ratas. Al final, temo que esto depende de cuánto dinero tenga tu familia y cuántos años puedan aguantar apoyándote. Básicamente, el gran problema para mí es que si hay alguien con talento por ahí, pero su familia no puede ayudarle ni pagarle la universidad, esa persona nunca llegará a ningún lado. Nos perderemos el talento de esa persona y él perderá la oportunidad de hacer cosas que valen la pena. Y luego, también se nota si tus padres son del mundo de la cultura o no. Se nota mucho. Si lo piensas, todos son nietos de marqueses, bisnietos de personas influyentes.
P.- Hablemos de tu ensayo La conquista de Tinder.
R.- El libro parte de un texto en Medium, luego Daniel Gascón me pidió otra cosa para Letras Libres, y a partir de ahí, me pidieron el libro.
P.- Y todo surge de las inquietudes que despierta tu experiencia personal en Tinder.
R.- Hace muchos años, estuve en Badoo, que tenía esa imagen mucho más lumpen, pero quizás porque era otra época. Era algo divertido, y la gente también era divertida. Pero en Tinder descubrí que no gusta que las chicas seamos graciosas. El humor no gusta. Además, al encontrarte con todo el mundo, hay que tener mucho cuidado. La gente proyecta cierta imagen de sí misma… A las mujeres no les importa, porque da igual lo que pongas, da igual lo absurdo que sea. Pero los hombres tienen que poner una foto seria: una foto con amigos, una foto familiar, a ver si tienen un niño a mano o algo así, o una foto en un barco… No hay tantos barcos en España ni tantos capitanes de barco. Pero es lo que ellos saben que puede funcionar con una mujer.
P.- ¿Cuánto tiempo estuviste en Tinder?
R.- Estuve en Tinder tres años.
P.- Y al estar viendo los perfiles de los hombres, aprendes cómo se están vendiendo a sí mismos.
R.- Sí, pero claro, hay una cosa muy triste que es el hombre promedio, el chico que no es muy guapo ni muy feo, no tiene nada especial, y es un tipo que hará lo que le digas. Luego están los hombres que tienen algún problema para ligar, ya sea físico, como un chico en silla de ruedas, por ejemplo, o que tengan alguna malformación llamativa. En la vida real, esos pueden ser mejores personas. Lo digo en serio, porque hay personas que saben que no pueden acceder al sexo fácilmente, pero sí pueden acceder al amor.
Yo creo que casi cualquier persona puede lograr que alguien la ame, pero no todos pueden lograr que alguien quiera tener relaciones sexuales con ellos de inmediato. Al final, creo que eso es lo que más duele a los chicos. Luego está el tema de la estatura. Para mí es un misterio. No he quedado con ningún chico que sea más alto que yo. No lo entiendo. Y lo que aprendí, sobre todo, es que la gente, como piensa que no te volverá a ver, o eso creen, piensa que puede tratarte mal.
P.- ¿Y qué cosas buenas dirías que tiene Tinder?
R.- Tiene para mí una cosa buenísima que es poder conocer a gente que no hubieras conocido de otra manera. O sea, para mí lo más divertido ha sido conocer a tíos que se dedican a cosas que no tienen nada que ver con lo mío. De repente, resulta interesante quedar con un tío que sea abogado, quedar con un tío que sea ilustrador de temas científicos, quedar con un albañil…
P.- Según los datos, la desigualdad en el mercado afectivo entre hombres y mujeres es muy seria. Las mujeres encuentran atractivos a menos del 20% de los hombres. El porcentaje de hombres que acapara la atención es muy pequeño.
R.- Si yo fuera tío, me frustraría mucho. Tengo un amigo que salió de Tinder porque nadie nunca le dio un like. Es un tío con mucho sobrepeso que vive en un pueblo. Si lo conoces, es un tío interesantísimo, inteligentísimo, muy divertido, pero en Tinder no tiene ninguna posibilidad. ¿Por qué? Vamos a decirlo claramente: porque está gordo, muy gordo. Si fuera una tía, da igual. Porque es una aplicación muy visual.
P.- Hace poco se ha publicado en España un ensayo de Louise Perry titulado Contra la revolución sexual. Tiene un enfoque un poco conservador, pero la tesis es interesante. Sostienen que la revolución sexual ha sido un mal negocio para las mujeres porque está hecha a la medida de las apetencias de los hombres: muchas parejas sexuales, poco compromiso.
R.- Claro, hay dos intereses efectivamente distintos. Es más probable que una chica que repite con un tío quiera tener una relación. Y hay una cosa que sí que me han comentado muchísimas tías que es que se acuestan con un tío del Tinder después de varias citas, y el sexo es lamentable: «yo me lo voy a pasar bien, a ti que te den».
P.- Terminamos con la pregunta habitual: ¿a quién te gustaría que invitáramos a Vidas cruzadas?
R.- Te recomiendo a Ramón Mayrata, un experto en ilusionismo e historia de la magia. Es un escritor maravilloso y creo realmente que tiene mucho que contar. Y os voy a recomendar también a Javier Pérez Andújar. Es muy tímido y dirá que no. Pero son dos personas que merecen mucho la pena.