Toros y animalistas en Sanfermines
«Vivimos en un mundo en el que el sacrificio, tal y como lo interpretaron las religiones antiguas, es incomprensible»
Una imagen de impacto que tuvo un par de minutos de audiencia en todos los telediarios el pasado 5 de julio, fue la protagonizada por un grupo de jóvenes prácticamente desnudos, cubiertos por túnicas rojo sangre, ceñidas las cabezas por cuernos de toro, que irrumpieron en la plaza del Ayuntamiento de Pamplona. Simbolizaban el sacrificio de los toros que se iban a matar en los próximos días.
Esta chocante escena de unos jóvenes cubiertos con gasas color sangre, que pretenden evocar las almas de los animales prestas al sacrificio, podría interpretarse como parte del conjunto de una fiesta pagana que comienza muy temprano, cuando los toros son sacados de sus corrales y conducidos hasta la plaza en medio de una gran algarabía producida por hombres y mujeres vestidos de blanco y rojo que corren delante de esos enormes animales de una agilidad inesperada para su peso. Horas más tarde los toros saldrán uno a uno de los corrales para enfrentarse a un hombre vestido con un traje ajustado cubierto de lentejuelas, que los aficionados llaman traje de luces. Pero los carteles que portaban los jóvenes no dejaban lugar a dudas: estábamos ante un acto de protesta antitaurino de varias organizaciones animalistas: «Pamplona: violencia y muerte contra los toros» (en varios idiomas).
El corredor en el encierro pone en riesgo su vida. Los toros morirán uno tras otro después de que el clarín suene cuando sean las cinco en punto de la tarde (hora solar). El torero podría morir o quedar lisiado de por vida. ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Para diversión de la multitud que disfruta con la sangre derramada? Me gustaría saber si alguno de los manifestantes se detuvo un par de minutos a reflexionar sobre estas preguntas, por el sentido oculto de esta «barbarie», antes de pasar a la acción. Los portavoces de las asociaciones que organizaron la protesta declaran: «La tauromaquia es algo que arrastramos del pasado y no nos deja avanzar». ¿Avanzar hacia dónde? Dejar atrás el pasado, sin especificar mucho más que avanzar hacia una sociedad en la que los animales no sufran… un mundo feliz lleno de empatía universal, libre de mal. ¿Podemos seguir creyendo ingenuamente que el pasado es solo superstición y que nuestras creencias, por el hecho de ser actuales y nuestras, son las únicas validas?
No pretendo entrar en la polémica sobre la defensa o condena de las fiestas de toros, cuya visibilidad máxima es privilegio de los sanfermines acaso porque la muerte se democratiza y manifiesta como en ningún otro festejo, sino darle alguna vuelta a esa milenaria relación sangrienta que los hombres y mujeres de una determinada cultura mantienen con el toro y lo que subyace a ella.
«J.M. Coetzee reconoce tener dudas sobre si es ético condenar las corridas de toros como sí condena los mataderos»
En uno de los más eficaces textos que conozco contra la crueldad animal, La vida de los animales (1999), de J.M. Coetzee, la narradora de su relato –en realidad unas conferencias que el nobel surafricano dictó en la Universidad de Princeton–, después de comparar los mataderos de animales de cualquier ciudad de nuestro mundo industrial con los campos de la muerte, en donde los nazis exterminaron a millones de judíos, reconoce tener dudas sobre si es ético condenar las corridas de toros como sí condena las matanzas de animales criados en granjas y establos para consumo humano. Elizabeth Costello, el personaje de Coetzee que le sirve de portavoz en su cruzada animalista argumenta que los toros son tratados con respeto, que el torero mata al animal mirándolo a los ojos y honrando su bravura. No creo que Coetzee defienda con estas observaciones las fiestas taurinas, pero sí reconoce la complejidad de una manifestación cultural en la que fiesta y muerte, humano y animal se articulan en secuencias de fugaces imágenes que terminan trágicamente para el toro, siempre (aunque existe la excepción cuando se otorga al toro el perdón por su casta y bravura), y en ocasiones para el torero.
En alguna ocasión señaló Ortega y Gasset que las corridas eran el resultado de la trágica amistad entre el hombre y el toro, entre la horizontalidad del instinto y la verticalidad de la imaginación. Lo interpreto como una metáfora sobre nuestros respectivos lugares en la naturaleza. El instinto es circular y en rigor es «eterno». El ser humano tiene que calcular y prever porque la evolución lo ha instalado en una especie de grieta interior que desde Grecia llamamos «conciencia» (conciencia que habla y se habla). Caemos en la cuenta de lo que se nos va y de lo que se nos viene, no queda otra. Por eso me ha sorprendido que un importante filosofo británico, John Gray, que ha dedicado un libro a elogiar la capacidad de los gatos para la felicidad y recomendado fervorosamente que los imitemos, afirme que el error humano reside en «concebir la felicidad como un proyecto» (Filosofía felina, p. 45) que se ha de realizar en el futuro. Como si el humano pudiera elegir, como si la vida no tuviera la temporalidad instalada en su centro, como si fuera posible desentendernos de nuestra condición de seres nacidos para morir.
Al revisar las imágenes de la perfomance antitaurina, tan eficazmente diseñada, no pude dejar de pensar que retiene algo del oscuro esplendor de la fiesta en torno al toro bravo. Vivimos en un mundo en el que el sacrificio, tal y como lo interpretaron las religiones antiguas, no solo no existe, sino que literalmente es incomprensible. El resto de sentido que las corridas de toros retienen de antiguos sacrificios, se disolvió hace tiempo. Sus defensores solo cuentan con argumentos tradicionales y estéticos, mientras que en contra presiona el giro que la sensibilidad de nuestra civilización técnica -aislada de la naturaleza mucho más de lo que se creen aquellos que la visitan y dicen honrarla los fines de semana-, dio hacia la vida desnuda, giro que se resume en ese término, de significado dudoso, empatía, simpatía hacia todo lo vivo, pero especialmente hacia el animal. Puede ser que dicha empatía oculte un poderoso deseo: deseo de dejar de ser humanos, nostalgia de la vida animal: la felicidad gatuna como nuevo ideal de vida.