William Ospina revela al (verdadero) descubridor de América
El escritor colombiano explica a THE OBJECTIVE su visión de la figura de Alexander von Humboldt en su último libro
«Muchos conquistadores recorrieron palmo a palmo el territorio, pero tenían los ojos tan llenos de lo que buscaban que eran ciegos a lo que iban encontrando», dice William Ospina (Tolima, Colombia, 1954) en su último libro, Pondré mi oído en la piedra hasta que hable (Random House). Sigue una cita de su protagonista absoluto, Alexander von Humboldt: «Al mundo ciertamente no lo sabe ver la codicia, sino solo la curiosidad».
La curiosidad del alemán Humboldt, una de las más refinadas y capaces de la historia, se vio desbordada por el caudal de nueva realidad que descubrió (él sí, con toda la intensidad) en el por aquellos principios del siglo XIX poco conocido continente americano. A la de William Ospina le ocurrió lo mismo con la figura de Humboldt.
El resultado es un libro magnífico y abismal. La noción de sugerencia se expande en una literatura que consigue transmitir la sensación de lo inabarcable majestuoso, lo más parecido a la definición kantiana de lo sublime. El talento poliédrico de William Ospina, multipremiado tanto en la poesía como en el ensayo y la narrativa, se revela el perfecto vehículo para traernos a la actualidad la ambición totalizante que representa Humboldt.
Quizá por eso no resulta fácil explicar Pondré mi oído en la piedra hasta que hable: «Me tomó casi 400 páginas tratar de abarcar a Humboldt como científico, investigador, aventurero, héroe romántico, artista y renovador de las grandes preguntas de su tiempo, procurando que cada paso que da por el mundo arroje una luz nueva sobre su personalidad, y tratando de mostrar también las tremendas consecuencias de su viaje y de su pensamiento. Todo eso es muy difícil resumirlo”, admite el autor colombiano.
«Tal vez Humboldt es el último hombre que vio con toda conciencia el mundo intacto»
Sí acierta a rastrear el sentido de su escritura en el contexto de su propia peripecia personal: «En todo lo que escribo siempre hay una pregunta por el continente americano, por el diálogo de los mundos, por los grandes desafíos de la época y por los enormes peligros que enfrenta la modernidad». En ese sentido, este libro se parece a una culminación: «Creo que en ningún libro como en este había podido unir todos esos temas desde una aventura concreta, y solo por eso pude advertir que tal vez Humboldt es el último hombre que vio con toda conciencia el mundo intacto, antes de que comenzara la tremenda depredación que nos trajo la revolución industrial. Creo que para todos será aleccionador presenciar ese momento admirable en que un hombre ve por última vez un mundo que podría estar empezando a morir”.
Coincidencia felicísima la de un mundo fascinante con su perfecto intérprete, con un genio que en su momento solo otro genio podía intuir en toda su magnitud: «A los 25 años Humboldt ya era Fausto, y Goethe lo advirtió al conocerlo, pero en ese momento apenas comenzaba a ser Humboldt. A partir de allí fue mucho más: un gran sabio universal conectando disciplinas científicas, la mineralogía, la botánica, la anatomía, la química, la geografía, la historia, los estudios estéticos, la filosofía. Y a partir de cierto momento alguien consciente de que no basta entender el mundo, que hay que aproximarse a él no solo desde la razón instrumental sino desde un sentimiento de la belleza, un asombro filosófico y un profundo sentimiento de gratitud. Creo que encarna un tipo de sabio nuevo, que pertenece más al futuro: aquel al que no le interesa conocer la realidad para manipularla, sino que estudia para amar el mundo y para saber mejor cómo protegerlo».
En una de las muchas citas literales que trufan el libro (pero, perfectamente medidas, no frenan la narración, al contrario), Humboldt confiesa que «el estudio y el placer podían ser la misma cosa» para él. Una mezcla poco intuitiva para la mayoría de los mortales, y más hoy en día, cuando la narrativa ya tiene bastante complicado atraer la atención del lector como para embarrarse en temas científicos. «Es un gran desafío tratar de combinar el rigor con la amenidad; el recorrido por esta extraña filigrana planetaria de obsidianas, plantas criptógamas, lecturas del cianómetro, planchas de anatomía y mapas de las estrellas, con la emoción aventurera de escalar volcanes, hundirse en la humedad de las minas, comparar los azules del mar y del cielo, abrir caimanes mientras se remonta un río turbulento, y ver aparecer estrellas nuevas en el horizonte».
En enumeraciones como estas, en las que el Ospina poeta irrumpe con mayor intensidad, está la respuesta. Su despliegue proyecta una engañosa facilidad: detrás hay un duro trabajo para abarcar la enorme diversidad de paisajes y personajes que requiere seguir los pasos de alguien como Humboldt, para quien era «tan importante hablar con el director del Jardín de Plantas de París como con un pescador del Orinoco».
Ospina sostiene que «es muy importante investigar lo suficiente para que un día uno ya no se sienta esclavo de la información, sino con la suficiente libertad para combinar los datos, hacer descubrimientos, hacer brotar hechos que estaban ahí pero que no eran visibles en el mero acopio de datos. Porque lo que los saca a la luz es la emoción, la casualidad, la contundencia de los resultados. Y yo pienso que el autor tiene que ser el primer sorprendido. Humboldt, viendo un tronco lleno de líquenes en una playa de Tenerife, postuló la existencia de una corriente equinoccial que viniendo de África se entra por las Antillas y termina desembocando en la corriente del Golfo. Esa corriente apenas estaba como un boceto en su mente, cuando un día no sólo se encontró arrastrado por ella en su navegación entre Cuba y la Nueva Granada, sino a punto de naufragar por su causa llegando a Cartagena de Indias. Para mí fue fascinante ver cómo lo que parecía una idea se vuelve una fuerza planetaria hermosa y arrasadora».
«El deber del escritor es no imponerle a una obra su criterio, sino permitir que sus personajes exijan el lugar que les corresponde»
En los últimos capítulos, el libro se separa un tanto de la figura de Humboldt para centrarse en las guerras europeas y, sobre todo, en las de independencia americanas. Ospina se reconoce el primer sorprendido, pero argumenta que «el deber del escritor es no imponerle a una obra su mero criterio, su plan preconcebido, sino permitir que el libro mismo, sus acontecimientos, sus personajes, empiecen a exigir el lugar que les corresponde. Yo al comienzo sentía extrañeza, hasta luchaba por imponer mis esquemas, pero después fui comprendiendo que en el libro también actúa una voluntad que no es la mía, que los personajes tienen una verdad, y que cada vez tienen más capacidad de imponerla. Y al final entendí que para poder pintar bien a Humboldt había que ver las consecuencias de su viaje: el modo como alteró la vida de los otros, de Bonpland, de Montúfar, de Simón Bolívar; el modo como polinizó los hechos históricos: la independencia americana, la novela de aventuras, la pintura romántica, la mente genial y febril de Edgar Allan Poe. Humboldt termina siendo también todo eso».
La independencia, bajo el prisma privilegiado de Humboldt, adquiere una clarividencia que no hará mucha gracia a los adictos a simplificaciones espurias como la Leyenda Negra antiespañola. En el libro se menciona, por ejemplo, que Humboldt «no dejó de advertir que la manera como trataban a los esclavos las otras naciones, Francia, Inglaterra, Holanda, la Unión Americana, era mucho peor que la española».
Paradójicamente, quienes más y mejor perciben la realidad suelen optar por la humildad en el juicio: «Un hecho de la dimensión histórica y mitológica de la Conquista de América tiene demasiadas facetas para que se lo pueda simplificar en una sola leyenda del bien o del mal. Hay en ella mucha tiniebla criminal y mucha luz casi sobrenatural, de abnegación, de remordimiento, de compasión, de deslumbramiento. No se agota ni en el robo ni en el crimen, ni en el exterminio cultural ni en la desmesurada voluntad de registrarlo y documentarlo todo. Es una historia llena de dioses y de demonios, de heroísmos y de martirios, y tardaremos siglos en tener una leyenda que abarque sus horrores y que reivindique sus prodigios», dice Ospina.
Aunque el libro muestra una evidente simpatía por los artífices de la independencia americana, también apunta algo así como una especie de pecado original que aún está pagando Latinoamérica: «Más adelante Humboldt sintió indignación al comprender que muchos criollos que utilizaban el discurso de los derechos humanos para sacudirse de la dominación española nunca estarían dispuestos a fraternizar con los indios ni con los esclavos», dice un párrafo muy significativo del libro.
Ospina recuerda que «las independencias americanas ajustaron cuentas con la dominación política europea pero no con el espíritu colonial. Muchos criollos se siguieron sintiendo de mejor familia que el resto de la población, los mestizajes son aprendizajes de siglos, no mezclas de una noche, y nuestros países todavía están en deuda con los pueblos indígenas, con los pueblos que fueron esclavizados, con el mestizaje, con las culturas profanadas y con una naturaleza que aun desconocemos».
«La exploración de lo desconocido era también una respuesta a todo lo que estaba ocurriendo en su tierra: porque hasta los príncipes sentían que algo estaba muriendo y que algo germinaba». El libro muestra, decíamos, una época fascinante, un quicio en la Historia. Hoy vivimos también tiempos interesantes. ¿Qué se lanzaría a explorar hoy Humboldt? ¿Qué excitaría su curiosidad?
«Nos conviene un poco de modestia, dejar de sentirnos dueños y amos del mundo»
Ospina cree que «una vez más en esta época el poder humano está demasiado envanecido de sus méritos, de sus ciencias, de su industria, de su técnica, y sólo cree en lo que él es capaz de hacer, y solo respeta lo que ha sido inventado por su inteligencia. Pero es que, como decía Chesterton, solo podemos entender lo que nosotros hicimos, los aviones, los teléfonos, las redes, las ciudades. Lo que no hicimos nosotros no podemos entenderlo: el agua, el aire, el amor, el universo. Nos conviene un poco de modestia, dejar de sentirnos dueños y amos del mundo, porque lo que hacemos es degradarlo todo y llevarlo al borde del colapso. Esta avidez de espectáculos, de consumo, de velocidad, solo revela que estamos en la vecindad del hastío. Nos roe, como a un personaje de Borges, ‘una oscura desesperación’».
A Humboldt le interesaría todo esto, sostiene Ospina, «porque es nuestro contemporáneo, pero él ya encarnaba el anti-siglo XXI: era universal, no un especialista; lo exaltaba la belleza y no entendería esta fascinación por la fealdad y la monstruosidad; quería aprender viajando a la aventura y no agotándose en cifras y estadísticas. No le bastaba entender el mundo: quería abrazarlo, celebrarlo, embriagarse con él. Su vida es una gran crítica del academicismo sedentario, del conocer el mundo en los mapas. El quería tocar el mundo, arriesgarse, sentirse vivo, no le temía al veneno, ni a los bichos, ni a las cataratas, ni al ojo del volcán. Y sí creo que ya empezamos a verlo menos como un personaje histórico que como un ser mítico, alguien que excede la medida común».
Afortunadamente, en Ospina ha encontrado un narrador que excede la medida común, capaz de construir un puente con el material común de un entusiasmo que recupera la densidad de su origen etimológico: en Theos. «Era abrumador oírle hablar de plantas y flores, de musgos y piedras, de aguas y temperaturas, de selvas y estrellas, pero tenía ese entusiasmo que las gentes solo muestran al hablar de riquezas, de propiedades, de viajes lujosos y amores tormentosos, y una manera vertiginosa de pasar de un tema a otro que podía ser desconcertante si no lo expresara todo con tanto brillo y tanta convicción».
En definitiva, a Humboldt y Ospina, a Ospina y Humboldt, los mueve una «curiosidad» a la que no le basta entender el mundo, sino que quiere «celebrarlo», «abrazarlo» con un «asombro filosófico» y un «profundo sentimiento de gratitud».
Una curiosidad que se parece mucho al amor.