'Todas somos Jane', abortos clandestinos en la América de los 60
La película, que se estrena este viernes, ilustra la lucha del movimiento proabortista en Estados Unidos
Todavía estamos bajo el influjo de la reciente alucinación colectiva generada por el marketing de Barbie, que ha logrado dos cosas portentosas: que una película solo correctita se convierta en un fenómeno cultural y sobre todo que descubramos estupefactos que la susodicha muñeca ahora resulta que es feminista. Será por esto que -según recoge la RAE- barbie en el lenguaje coloquial se utiliza para referirse a una «mujer joven, estilizada y atractiva, que presta mucha atención a su aspecto e indumentaria». Olvida la academia apuntar que el uso del término es más bien peyorativo. Pues atención, queridos lectores, porque a partir de ahora el significado argótico de barbie se va a cambiar por decreto ley y va a pasar a significar: «Mujer empoderada y feminista, que no se obsesiona por la ropa que viste ni por tener aspecto de sílfide».
Bien, pues en plena locura rosa, llega a las pantallas Todas somos Jane, que sí puede calificarse de feminista sin hacer piruetas con el turbio pasado de una muñeca. Ambientada entre 1968 y 1973, narra la historia real -aunque sus personajes son ficticios- de un grupo de activistas de la zona de Chicago que, bajo el alias colectivo de Jane, facilitaban abortos clandestinos en condiciones higiénicas y emocionales dignas, en unos años en que su práctica estaba prohibida por ley salvo en casos muy excepcionales. La cinta termina, no por casualidad, en 1973: es el año en que el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictó la histórica sentencia del caso Roe vs. Wade, que en la práctica suponía la legalización del aborto dentro de unos límites de tiempo de gestación como un derecho de las mujeres protegido por la Constitución.
La película adquiere renovada actualidad, porque en junio de 2022 -cuando ya estaba rodada y estrenada en el festival de Sundance- el Supremo estadounidense dictó otra sentencia histórica de signo contrario, la del caso Dobbs vs. Jackson Women’s Health Organizaciton, en la que revocaba la sentencia del 73 sobre el aborto como derecho garantizado por la Constitución y dejaba libertad para legislar a cada Estado.
Todas somos Jane ilustra la lucha del movimiento proabortista de los años sesenta del pasado siglo tirando de un recurso muy inteligente para llegar al gran público: en lugar de centrarse en las concienciadas activistas y sus encendidos discursos, toma como protagonista a una ama de casa de clase acomodada (muy sólida Elisabeth Banks). Esta mujer aburrida y no excesivamente disconforme con su situación se ve de pronto ante un dilema terrible: durante su segundo embarazo -es madre de una hija ya adolescente- le detectan una cardiopatía que pone en peligro su vida si no lo interrumpe.
Sensibilidad
En aquellos años, el aborto solo estaba permitido para supuestos muy concretos, como el de riesgo para la vida de la madre, pero debía ser aprobado por una junta médica. En su caso, los miembros de la junta correspondiente estiman que el riesgo es «solo» del 50% y por tanto deciden no dar el visto bueno. Esto aboca a la protagonista, que no tiene ningunas ganas de morirse por el camino, a buscar un medio clandestino de abortar. Tras una primera tentativa sórdida y desoladora, da con estas activistas que se hacen llamar Jane y están lideradas por Sigourney Weaver (una actriz que, a sus notabilísimas dotes interpretativas, suma la lucidez de no haber sucumbido al bótox y las operaciones de estética que han destrozado la cara a tantas estrellas de Hollywood).
La película, que acumula virtudes en su primera parte y hace aguas en la segunda, está dirigida por la debutante Phillys Nagy, de trayectoria escasa pero rutilante, ya que es la autora del guion de la deslumbrante Carol de Todd Haynes. Como directora, toma una primera decisión muy buena: la tonalidad de la fotografía, con cierto grano -se rodó en celuloide, no en digital-, que contribuye a hacer muy creíble la ambientación de época, que refuerza la banda sonora con hits de esos años. Y muestra muy buen pulso combinado con sensibilidad al plasmar las intervenciones abortistas, sin caer en lo escabroso, pero sin tampoco esquivar el detallismo minucioso en los procedimientos, reacciones físicas y angustia de las mujeres que se someten al procedimiento.
El guion -de Hayley Schore y Roshan Sethi- maneja con habilidad a personajes como la joven vecina viuda que combate la monotonía con pastillas (Kate Mara) o el supuesto médico que practica los abortos (Cory Michael Smith) no por compromiso ético sino por ganar un dinero fácil. Las flaquezas de la película asoman en la segunda parte, cuando la protagonista da el paso de involucrarse en la organización de las Janes y toma una serie de decisiones que no siempre resultan del todo verosímiles.
Sin embargo, una de sus grandes virtudes es que logra retratar con riqueza de matices los convulsos años sesenta y setenta en Estados Unidos, que identificamos con los hippies, la contracultura, el amor libre, la popularización de las drogas, la oposición a la guerra del Vietnam, y las luchas de colectivos como el feminismo, los antisegregacionistas o el movimiento gay, … Fuerzas sísmicas que cambiaron muchos paradigmas sociales y culturales, pero que ni eran hegemónicas ni llegaban a todas las capas sociales del país. No olvidemos que entre 1969 y 1977 gobernaron los republicanos con Nixon y Ford, porque los votaba la mayoría silenciosa.
Década convulsa
Todas somos Jane arranca con una primera escena brillante, que plasma muy bien el contexto: la protagonista está con su marido en un hotel, asistiendo a un cóctel de una convención de abogados. Ve en el exterior luces policiales, se asoma y se topa con un cordón de agentes y a lo lejos oye los gritos de los manifestantes. Sin cargar las tintas, se pone al espectador en situación con mucha eficacia.
Esta película es una nueva muestra del interés que en los últimos tiempos han mostrado el cine y la televisión americanos por revisitar los agitados años sesenta y setenta. Desde Los archivos del Pentágono de Spielberg a las dos series que abordan el caso Watergate con toques esperpénticos a partir de personajes secundarios: Gaslit con Julia Roberts en el papel de la mujer de un gerifalte republicano que denunció públicamente a Nixon, y la recién estrenada Los fontaneros de la Casa Blanca, sobre los ineptos que entraron en el edificio Watergate para espiar a los demócratas. Pero hay muchos más títulos, entre otros: Judas y el mesías negro, sobre los panteras negras; El juicio de los 7 de Chicago de Aaron Sorkin, sobre los activistas radicales juzgados por los altercados en una manifestación contra la guerra del Vietnam; la serie de David Simon The Deuce, sobre la popularización de la pornografía en esta época, o incluso Érase una vez en Hollywood de Tarantino, que recrea un mundo que cambió para siempre tras los crímenes de la familia Manson.
Destaca especialmente, como retrato completo y complejo de estos años llenos de claroscuros, Mrs. America, una serie espléndida sobre el movimiento feminista -aparecen como personajes figuras históricas como Gloria Steinem- y sobre la mujer que se convirtió en su némesis: Phyllis Schlafly, la conservadora que movilizó a los defensores de la familia tradicional y acabó teniendo un papel muy relevante en la victoria de Reagan en 1981, que dio paso a la América del «rearme moral» y finiquitó los ensueños radicales de las dos décadas precedentes.