La apoteosis de lo francés
El lector no puede evitar preguntarse cómo podía Jean Genet escribir así, de dónde surgía su talento
Si hay algo absolutamente francés, más aún que el queso y el vino, es el malditismo. Ahora, en nuestros higiénicos tiempos, se contempla como algo antiguo, incluso un poco maloliente, pero durante siglos todos los artistas eran malditos por defecto. La probabilidad de tal vinculación se elevaba al infinito si el escritor era francés. Incluso los franceses más sensatos, como Albert Camus, tenían un porcentaje estimable de malditismo.
En 2023, en Europa occidental, el artista ya no tiene ni tiempo ni ganas de tales diversiones. La sociedad ha madurado y no le ríe las gracias. En otros lugares, tal vez más vitalistas, siguen existiendo los malditos, incluso con notable salud. Por supuesto hay grados y Jean Genet se situó en un extremo muy difícil de superar, próximo al que ocupó el marroquí Mohamed Chukri, también publicado por Cabaret Voltaire.
«El trauma aparece, sin aparecer, en su escritura: lo hace mediante su necesidad de épica, de glorificar su existencia»
Explicar la escritura y la actitud vital de un autor mediante su biografía tiene algo de cliché, pero en este caso el mecanismo causa-efecto encaja a la perfección. Jean Genet ignoró hasta su muerte quién fue su padre y su madre le entregó a la beneficencia con siete meses. Fue recogido por una familia de adopción, pero fue desgarrado también de ellos con catorce años. A partir de ahí vivió una cotidianeidad de prostitución y delincuencia. El trauma aparece, sin aparecer, en su escritura: lo hace mediante su necesidad de épica, de glorificar su existencia, mediante unas alucinaciones que rozan lo psicótico y le aproximan, en cierto modo, al William Burroughs de Almuerzo desnudo: «Me lancé de cabeza a una vida miserable que tenía la apariencia de palacios destruidos, de jardines devastados, de esplendores muertos».
Podría haber terminado ahí su historia, como la de tantos desgraciados, pero también contaba con un talento literario salvaje, próximo al de otros malditos franceses que se arrastraron por el barro, como Louis Ferdinand Céline. Por su exaltación de la maldad, su palabra barroca y su nihilismo –combinado con ráfagas de piedad- también podría emparentarse con simbolistas como Isidore Ducase, conde de Lautreamont.
Resulta peculiar, y un tanto paradójico, que un autor tan empeñado en negar cualquier ley o tradición sea, de manera no del todo inconsciente, parte de un rasgo nacional, asentado desde siglos antes de su nacimiento (no olvidemos a François Villon o a Rabelais). Otra característica común a todos es su necesidad de confirmar su visión del mundo con acciones en lo real. O, con otras palabras, un notable exhibicionismo.
«Autores más apegados a la izquierda revolucionaria, como Jean Paul Sartre, eran auténticos adoradores de la cosmovisión de Genet»
Emparentar el malditismo con una ideología no es fácil pero parece evidente que, de existir, no es la izquierda. La preocupación social de los malditos, y del propio Genet, al menos en esta obra, es limitada. Puede sentir empatía por personajes concretos, pero no elabora ni sigue teoría social alguna. Afirmar que el Genet de Diario de un ladrón se encuentra más cerca de Yukio Mishima, Otto Weininger o Leopoldo María Panero que de Albert Camus no es ninguna temeridad. Sí es cierto que autores más apegados a la izquierda revolucionaria, como Jean Paul Sartre, eran auténticos adoradores de la cosmovisión de Genet.
El rastro de tal actitud puede encontrarse en ámbitos muy distintos de la vida francesa, no solo el literario, desde el defenestrado Strauss Kahn, a Jacques Vérges, aquel abogado que defendió a Pol Pot y a Klaus Barbie. Y por supuesto puede hallarse en el Foucault que, después de revolucionar el pensamiento mundial, se dedicaba a contagiar el VIH a todo el que podía. Así lo expresa Genet: «El tono de este libro escandalizará a los mejores espíritus, no a los peores. Yo no busco el escándalo. Reúno estas notas para los jóvenes. Me gustaría que la considerasen como la consignación de una ascesis particularmente delicada». Durante las últimas etapas de su vida Genet sí evidenció una notable preocupación social, que le hizo acercarse a distintos movimientos de liberación.
Diario de un ladrón escandaliza más en 2023 que cuando fue escrito porque la sensibilidad de nuestros tiempos afecta incluso a quienes la niegan. En 1983 Genet estaba tan normalizado que su gobierno le otorgó el Premio Nacional de las Letras. Un libro como Diario de un ladrón, resumiendo, sería difícil de publicar, como novedad, por su apología de la violencia, por su culto al instante y a la irracionalidad, a un tipo de vida que, por otro lado, no difiere demasiado del que exhiben a diario personajes tan célebres y tan influyentes como Eduard Limonov. Sin embargo, de publicarse, tendría cierto éxito porque su público potencial existe. El rastro de Genet también se encuentra, por ejemplo, en una dramaturga tan exitosa como Angelica Liddell. Incluso su absoluta inmoralidad –porque no es amoral, sino un ataque virulento contra la ética tradicional- puede resultar liberadora: el lector encuentra a alguien que comprende y ampara sus pensamientos más oscuros.
«No es una obra de trama, sino de escenas, de momentos»
Además la edición de Cabaret Voltaire elimina la censura y muestra el libro en todo su esplendor libertino. Tal vez lo más fascinante sea recorrer de la mano de Genet las calles de la Barcelona de 1932, una ciudad pobre, permisiva y fascinante, atenta a cualquier revolución, el campo de juegos perfecto para el irracionalismo de Genet. Como Céline, el autor muestra auténtica compasión ante los más desfavorecidos, ante quienes viven en los márgenes de los márgenes, pero al mismo tiempo les masacra. Evidencia así los vaivenes de un mundo interior seriamente dañado. No es una obra de trama, sino de escenas, de momentos. Algunos tienen una extrema belleza, mezclada con escatología.
El lector no puede evitar preguntarse cómo podía Jean Genet escribir así, de dónde surgía su talento. No puede afirmarse que sea un diario, por mucho que su título así lo indique, pues no busca la verosimilitud, ni reflejar el día a día del autor-narrador-protagonista. El lector no puede permitirse la identificación con el narrador, por mucho que lo intente, aunque sigue leyendo arrastrado por un dominio del ritmo que no nace de ningún conocimiento técnico, ni de premeditación alguna, sino de una sabiduría literaria pura, casi genética. Un libro, concluyendo, tan insoportable como fascinante, emblema de lo que fue la cultura de un país. Tal logro no sería posible sin una traducción perfecta, que mantiene todas las virtudes literarias del original.