THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

El extranjero, de Camus a Visconti

«La película ejemplifica cuán difícil es la adaptación de la gran literatura que es capaz de construir una conciencia personal por medio del estilo»

Rancho Notorious
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El extranjero, de Camus a Visconti

El actor Marcello Mastroianni, en una imagen de 'El extranjero'. | Filmin

Desde sus orígenes, el cine se ha alimentado de la literatura; incluso antes de que el cine mismo empezase a influir a su vez sobre ella. Y no son pocos los novelistas y dramaturgos que han trabajado para la industria cinematográfica que siempre ha pagado mejor que las demás: es célebre el telegrama que Ben Hecht envió desde California a uno de sus colegas neoyorquinos, animándole a hacerse de oro trabajando para los estudios en los años 30. En el sistema de estudios hollywoodense trabajaron Chandler, Faulkner, Fitzgerald; en Francia, Marguerite Duras y Alain Robbe-Grillet fueron cineastas además de escritores; el cine japonés de la primera mitad del siglo no se entiende sin el influjo del teatro tradicional y el cine italiano de la segunda posguerra es impensable sin la colaboración de sus escritores. No sería sorprendente descubrir que la mitad de los guiones rodados tienen su origen en una novela u obra de teatro, aunque no me consta que nadie haya hecho el cálculo: la industria del cine es caníbal porque echa mano de todo lo que encuentra.

Ni que decir tiene que se ha rodado de todo: desde los clásicos novelas universales al pulp de quiosco. Hay novelas inadaptables que se han llevado al cine: John Huston hizo Bajo el volcán y Chantal Akerman La prisionera, mientras que el intrépido John Strick —hoy olvidado— se atrevió a adaptar a James Joyce por partida doble rodando Ulises en 1967 y el Retrato del artista adolescente diez años después. Se han hecho películas a partir de relatos brevísimos, como es el caso de las distintas versiones de The Killers de Hemingway; tenemos una Madame Bovary de cuatro horas firmada por Manoel de Oliveira —a partir de la novela de Agustina Bessa-Luis inspirada en el personaje de Flaubert— pero también una versión de Guerra y paz que apenas dura —nos entendemos— tres horas y media. Crimen y castigo ha sido adaptada por cineastas tan diferentes como Josef von Sternberg y Lav Díaz; Hitchcock recurría casi siempre a novelas intrascendentes de las que salían películas formidables y Rohmer ha llevado a la pantalla obras del siglo XII. De Henry James y Joseph Conrad, supremos estilistas, se han usado las tramas; el empleo de Shakespeare ha conocido formas tan diversas que solo un diccionario podría dar cuenta de ellas. ¡Y Buñuel hizo Cumbres borrascosas! La casuística es infinita.

Pero, ¿cuál es la razón de ser de las adaptaciones literarias? Productores y realizadores pueden limitarse a seleccionar historias prometedoras, tratar de atraerse al público que ha leído una novela de éxito, prestigiarse mediante el recurso a los clásicos de la literatura o aceptar el desafío de adaptar una obra que les parece interesante. En cualquiera de esos casos, el espectador tiene que decidir de antemano si va a preocuparse por juzgar la fidelidad de la adaptación, lo que conduce a menudo a afirmaciones del tipo «el libro es mejor que la película» y al revés; o si, por el contrario, va a limitarse a juzgar el resultado que tiene delante con independencia de origen literario del film. ¿Es la novela un mero punto de partida del que hay que olvidarse cuando nos sentamos a ver la película? ¿O hemos de tomarnos en serio el proceso mediante el cual la obra literaria es traducida a imágenes, ponderando la medida en la cual la película es fiel al «espíritu» de aquella o atendiendo a cómo se han recompuesto los distintos elementos de la historia que cuenta?

Pensemos en Murder, My Sweet (en España, Historia de un detective), adaptación de Farewell, My Lovely (en España, Adiós muñeca), la novela de Raymond Chandler: son tantos los cambios llevados a cabo en la versión firmada por Edward Dymytrik, que suprime varias líneas argumentales y suaviza el tono de la obra original, que el mérito residual del film tiene poco que ver con las virtudes del libro. Por el contrario, Robert Altman alcanzó el resultado contrario en su extraordinaria El largo adiós, que lleva a Philip Marlowe al caótico Los Ángeles de comienzos de los 70 sin que por el camino este idiosincrásico private eye pierda un ápice de su sustancia, empleando un tono narrativo singular que es a la vez reconociblemente Altman y sin embargo jamás deja de ser Chandler. Que es algo parecido a lo que hizo Howard Hawks en El sueño eterno, con el mérito añadido de trascender el género negro y adentrarse de forma personalísima en el terreno de la comedia.

Sea como fuere, lo interesante es preguntarse cuáles son las herramientas de las que dispone el realizador cinematográfico para adaptar una novela. De ahí que no merezca la pena fijarse en el uso de novelas menores de las que apenas se toma el argumento para hacer la película; tampoco en el recurso a novelas mayores de las que solo quiere usarse su prestigio con objeto de reforzar el atractivo comercial del film. Las novelas más difíciles de adaptar serán las que apuestan por un estilo que se sale de los cánones realistas, las que meditan sobre ideas abstractas y las que reconstruyan mediante el lenguaje la conciencia de un individuo. No en vano, el lenguaje del cine es distinto al lenguaje de la literatura: sus recursos son diferentes y lo que uno hace bien quizá no pueda hacerlo nunca el otro. Mientras el cine nos presenta imágenes de la realidad, por ejemplo, la novela induce en el lector una imagen mental de la realidad; la literatura añade una mediación suplementaria que marca una diferencia crucial a efectos expresivos.

«Visconti tiene éxito en la primera parte de la película y fracasa en la segunda: va de más a menos sin que se entienda por qué el director cambia de registro cuando menos le convenía»

Tal como señala Pere Gimferrer en su ensayo sobre Cine y literatura, el problema está en que el cine carece de un equivalente visual del modo de relatar que es específico de la novela modernista, de tal manera que si no abandona la tradición narrativa fundada por Griffith para aventurarse por los caminos de la vanguardia —poco agradecidos comercialmente— no podrá expresar fácilmente la disgregación de la conciencia o su flujo discontinuo y fragmentario. No es que el cine carezca de recursos propios: Gimferrer mismo se refiere a la ambigüedad potencial de la imagen, que puede adquirir valencia simbólica o asociarse mediante el montaje al punto de vista de los personajes e incluso —a la Eisenstein— producir sentidos inesperados cuando se vinculan entre sí dos planos sucesivos. Eso se puede hacer mejor o peor: Fritz Lang inserta la imagen de unas gallinas para caracterizar a la turba que asalta la cárcel donde se refugia Spencer Tracy en Furia; Bertolucci pone a un capitalista y a un proletario a pelearse para expresar la lucha de clases en Novecento; Theo Angelopoulos hace descender por el Danubio una estatua gigante de Lenin tras la caída de la Unión Soviética. Pero hay formas más sutiles de presentar visualmente ideas abstractas; tan sutiles que a veces ni siquiera el espectador se da cuenta: los espejos de Sirk, las escaleras de Öphuls, las rubias de Hitchcock.

Sería asimismo un error pensar que la imagen es el único elemento con el que se hacen películas: el cine incorpora diálogos y música e incluso a veces una voz en off, exige un trabajo de montaje, trabajar con los actores, elegir un diseño de producción y así sucesivamente. Con todo, tiene razón Carmen Peña-Ardid cuando señala que «la narración cinematográfica nos sitúa ante un universo de personajes, acciones y objetos mucho más preciso y concreto que la novela, mientras que su ambigüedad es mayor cuando intenta expresar pensamientos y procesos introspectivos con la sola ayuda de las imágenes». Y viceversa: aunque el nouveau roman dedica cinco páginas a describir un jarrón, preferiríamos verlo en pantalla sólo durante cinco segundos. Pero incluso en este caso puede matizarse que el nouveau roman quiere dedicar cinco páginas al jarrón, induciendo en el lector un placer textual que es inherente a las frases que hacen avanzar la narración, por contraste con el estatismo de un plano cinematográfico que apenas podría enseñarnos el jarrón durante un rato. Es una técnica que se ha empleado en el cine de vanguardia: Andy Warhol firmó en 1965 una película, Empire, que consiste en un plano fijo de ocho horas en cámara lenta del Empire State Building.

Todo esto viene a cuento de la aparición en las plataformas de streaming —señaladamente en la española Filmin— de una película que no contaba con ediciones en DVD ni era objeto de programación en las filmotecas, hasta el punto de que muchos espectadores ignoraban su existencia: la adaptación de El extranjero, novela de Albert Camus, realizada por Luchino Visconti en 1967. Hace apenas un lustro, la crítica norteamericana Farran Nehme Smith lamentaba desde las páginas de la desaparecida revista norteamericana Film Comment que la película siguiera desaparecida por razones relativas a sus derechos de explotación; una de las pocas reseñas firmadas por prescriptores reconocibles que podían encontrarse en Internet, la del popular Roger Ebert, se corresponde con el estreno norteamericano de 1968. Concedamos que no hay ninguna razón especial para ponerla de actualidad, salvo quizá el hecho de que Albert Camus nunca pasa de moda —ahora se publican en nuestro país sus intercambios epistolares con la actriz María Casares— y la circunstancia de que a Luchino Visconti se le ha vituperado un poco tras el estreno de un lamentable —en forma y fondo— documental sobre la cosificación que habría padecido el actor adolescente que interpretaba al joven Tadzio en La muerte en Venecia allá por 1971. Dicho esto, que El extranjero esté a un clic de distancia es una buena noticia para los aficionados al cine y la literatura, además de razón suficiente para ocuparse de ella. Aunque no se trata de una gran película, permite discutir la problemática de las adaptaciones literarias al presentarnos un caso particular de mucho interés.

¿Y por qué es interesante? La novela de Camus no se caracteriza por la sinuosidad de su estilo: el narrador habla en primera persona a través de frases cortas, que describen la realidad que le rodea y los acontecimientos que se suceden en torno a él, sin poner demasiado énfasis en el recuento de sus propias emociones. Tampoco le pasan muchas cosas: el entierro de la madre, el romance con la mujer, el trato con el amigo, la muerte del árabe, el juicio y la condena a muerte. Pero Camus se las apaña para dar forma a un relato —el que hace Meursault de su triste peripecia— donde lo principal es un tono que transmite con exactitud el distanciamiento con que el protagonista contempla su propia vida y, en última instancia, aunque esto ya puede caer dentro del terreno de la exégesis, la alienación que experimenta respecto de su lugar en la sociedad. Pese a tratarse de novelas muy diferentes, el problema de adaptar al cine El extranjero es similar al que plantea Ulises: nada impide al director recrear los hechos que se narran en cada una de esas obras (que es lo que hizo John Strick en su Ulises cinematográfico), ni reproducir verbatim los diálogos de Camus y Joyce, pero de ninguna manera podríamos considerar que eso da por sí mismo lugar a una adaptación exitosa. En principio, adaptar a Camus es más sencillo, porque los episodios que narra son más fácilmente representables que los descritos por Joyce, cuyo narrador recurre a menudo al flujo de conciencia, las asociaciones mentales o los juegos de palabras. Pero la de Camus es aquí una facilidad engañosa, ya que el estado de ánimo de Meursault no se deja plasmar en imágenes con facilidad.

Visconti tiene éxito en la primera parte de la película y fracasa en la segunda: la película va de más a menos sin que pueda entenderse por qué el director italiano cambia de registro cuando menos le convenía. Pero durante todo el metraje se confronta al espectador con un problema insoluble que complica mucho la recepción del film; especialmente para aquellos que se acerquen a él habiendo leído la novela. O sea: conociendo a Meursault y habiéndose construido una imagen del personaje. El problema se llama Marcello Mastroianni, cuya presencia en El extranjero quizá sea uno de los grandes ejemplos de miscasting o elección desafortunada de un actor. Vaya por delante que la elección lógica habría sido la de un intérprete desconocido: la opción Bresson. Solo así se habría podido dar la sensación de que Meursault es un sujeto condenado a perder, una pieza prescindible del sistema, carente de una voluntad reconocible y aun de criterio propio para decidir cómo quiere vivir. ¡Si Meursault no es nadie, Mastroianni es alguien!

Desde luego, podemos reconocer de inmediato al actor que hizo cientos de películas y decenas de obras maestras; pero es que además su personaje está condicionado por la presencia carismática del individuo Mastroianni: un hombre guapo y elegante, pese al sórdido contexto en que se desenvuelve su existencia, cuya novia en el film es la igualmente hermosa Anna Karina. El carisma de Mastroianni hace más difícil que Visconti nos comunique la alienación del personaje por medio de los primeros planos; como señala Farran Nehme Smith, incluso sus sonrisas de aburrimiento o indiferencia resultan seductoras. Mastroianni proporciona a Meursault un suplemento expresivo sin hacer nada para lograrlo, justo cuando se habría precisado de un actor —pensemos en el cine de Kaurismaki— que restase en lugar de sumar. El resultado no habría sido muy distinto si Alain Delon, a quien Visconti pretendió para el papel, hubiera sido Meursault; aunque su expresión es más hermética que la de Mastroianni, es dueño de un atractivo más perfecto y en consecuencia resulta también inapropiado para personificar el nihilismo pasivo del personaje. Pero claro, explíquele usted eso al productor que pone el dinero y quiere colas en las taquillas.

«Las novelas más difíciles de adaptar serán las que apuestan por un estilo que se sale de los cánones realistas; las que reconstruyan mediante el lenguaje la conciencia de un individuo»

Visconti, realizador versátil que pasa del neorrealismo noir de Ossessione al melodrama operístico de Senso, rueda la primera parte de la película como si registrase en su estilo —hasta cierto punto— el impacto de los nuevos cines que habían eclosionado en los años 60: se demora en los planos, recurre al zoom, hace un uso abundante de los exteriores. De hecho, tiene el acierto de rodar en Argel y en Technicolor, renunciando no obstante a explotar el colorido mediterráneo: los tonos, con la excepción de las secuencias que se desarrollan en la playa, son apagados. El extrañamiento del extranjero en la vida —dejemos en el aire la identidad de ese «extraño» del título que puede referirse al francés que vive en Argelia o al árabe que irrumpe en su mediocre vida cotidiana— es evocado en la residencia de ancianos a través de planos desnudos que muestran a Meursault ante el ataúd de la madre, a cuyo lado hace punto una joven árabe con media cara atravesada por una venda, o en la conversación que mantiene en la penumbra de la escalera con el anciano vecino que ha perdido a su perro.

El director incurre, sin embargo, en la cobardía de la voz en off: después de un breve prólogo que tiene lugar en el despacho del jefe de policía, ya perpetrado el crimen, Meursault empieza a narrar su historia y nos recita las frases de la novela que describen el viaje a la residencia donde ha fallecido su madre mientras lo vemos subir a un autobús. Durante el resto de la película, como suele pasar, el narrador en off reaparece cuando conviene al director, sin que sepamos si la película está siéndonos contada por él; al fin y al cabo, Meursault abandona pronto el despacho del comisario para asistir al juicio.

En el entierro de la madre, la voz interior del protagonista constituye un estorbo que condiciona la interpretación que de la escena —elocuente en sí misma— pueda hacer el espectador; el punto de vista fílmico del personaje, que como es sabido puede construirse sin necesidad de emplear la cámara subjetiva —sustituyéndola por el sencillo procedimiento de alternar planos de la realidad que ve el personaje y planos del personaje mirándola— es aquí «reforzado» mediante una voz en off que describe lo que ya estamos viendo. El resultado es un empobrecimiento de la secuencia cinematográfica, que parece caminar apoyándose en la muleta literaria: como si sola no fuera capaz. Visconti tampoco renunciará a introducir la conciencia parlante de Meursault en la secuencia del asesinato, empleando la famosa línea —los cuatro disparos que el narrador describe como «golpes en la puerta de mi destino»— y jugando así otra vez a dos bandas. Pese a todo, la secuencia que se desarrolla en la cabaña de la playa es excelente y el absurdo del crimen está reflejado con elocuencia a pesar de que el influjo del sol en Meursault, tan vívido en la novela, se atribuye aquí más bien al calor que sufre el protagonista.

Digamos que la adaptación funciona hasta la muerte del árabe. Aunque Mastroianni constituye un problema y la voz en off es un recurso decepcionante, la película se las apaña para transmitir —con un grado menor de abstracción que la novela, pese a ser ésta en apariencia puramente realista— la alienación de Meursault sin por ello asignarle un significado. No puede decirse que Meursault sea infeliz; tampoco es feliz. No cabe tampoco culpar a las circunstancias de su vida, ya que su jefe llega a ofrecerle un puesto de trabajo en París y Marie está dispuesta a acompañarlo: podría vivir en la metrópoli, prosperar en la empresa, casarse. Pero hay algo que se lo impide. Y ni Camus ni Visconti tienen interés en aclararnos si estamos ante un defecto de carácter, un problema social o un desarreglo existencial. Meursault tiene momentos de felicidad, como atestigua su baño en la playa con Marie; lo que no consigue es deducir de ahí que la vida pueda tener un sentido o que haya cursos de acción preferibles a otros. Desde ese punto de vista, el asesinato del árabe es una forma de aprendizaje: el sistema de justicia pondrá la lupa sobre su vida y la juzgará incoherente, condenándolo a muerte sin que él, Meursault, sea capaz de explicarse.

Por desgracia, ahí es donde naufraga la versión de Visconti. La larga secuencia del juicio, lastrada por la costumbre de los italianos de doblar en estudio a todos los actores, está rodada con el tono equivocado. La actuación burlesca y exagerada del fiscal, que por momentos bordea la comedia multitudinaria a la italiana, malogra el sentido de una parte de la película que tendría que ahondar en la separación entre Meursault y su entorno. Se trata de una decisión consciente de Visconti, que elige pasar de la seca frialdad de la novela a la barahúnda cacofónica de un tribunal incompetente. La secuencia no logra comunicarnos el punto de vista de un Meursault que no se reconoce en el relato que los demás hacen de su vida, entorpecida como está por una galería de testigos que se expresan con voces incongruentes en presencia de un juez inverosímil. Se ve la intención del director, pero el resultado no está a la altura del propósito.

Una vez dictada la sentencia, Meursault pasa a la celda donde esperará el momento de su ejecución. Y otra vez es cuestionable el enfoque de Visconti: Meursault aparece de entrada más desesperado de lo que Camus sugiere, restando así fuerza al estallido de cólera que lo sacude en presencia del sacerdote y lo deja a las puertas de la muerte. La secuencia es demasiado verbosa, descansando primero en la conversación con el párroco y luego en el monólogo interior de Meursault: como si el director italiano desconfiase de la capacidad del espectador para interpretar el oscuro silencio de Meursault. Hay un atisbo final de lo que la secuencia podría haber sido: un primer plano de Mastroianni, envuelto en la oscuridad, pone el punto final a la película.

Merece la pena, con todo, ver El extranjero. Tiene momentos magníficos, sobre todo en la primera mitad, que nos transportan visualmente a un mundo atractivo pese a su aire decadente o quizá a causa del mismo. Y la película ejemplifica cuán difícil es la adaptación de la gran literatura que es capaz de construir una conciencia personal por medio del estilo. Visconti demuestra en los mejores momentos del film que El extranjero puede llevarse al cine; en los peores nos recuerda que se podría haber hecho mejor.

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