THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

Autorretrato de Spielberg como artista adolescente

«’The Fabelmans’ no es un psicodrama ni una gesta épica, sino una obra de cámara que mantiene la historia que cuenta dentro de los confines de lo ordinario»

Rancho Notorious
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Autorretrato de Spielberg como artista adolescente

Steven Spielberg.

En el capítulo que abre Meditaciones de cine, el ensayo de Quentin Tarantino sobre las películas de su vida, el realizador norteamericano recuerda dos secuencias que le impactaron cuando siendo apenas un niño iba al cine con sus padres —el rito iniciático de Un hombre llamado Caballo y el destripamiento a cámara lenta de Maldición siniestra— y evoca su reacción medio siglo después: «Recuerdo que en ambas ocasiones me quedé mirando a la pantalla con la boca abierta de par en par, sin apenas creer que una película pudiera hacer tal cosa». Recordemos a la Ana Torrent que ve Frankenstein en el pueblo de El espíritu de la colmena: el niño que sale del cine conmocionado por la experiencia que le brinda la pantalla grande fue una experiencia de carácter universal durante el siglo pasado. Y ha querido la casualidad —salvo que se trate del destino— que su colega Steven Spielberg narre una escena idéntica en la apertura de su último film, la ficción autobiográfica Los Fabelman: Sam Fabelman, alter ego del autor, ha ido con sus padres a ver The Greatest Show on Earth en una gran sala de New Jersey donde se sientan cientos de personas; cuando uno de los protagonistas es arrollado por el tren hacia el que conducía implorándole que se detuviera, la mayoría de los espectadores da un respingo. ¡Shock! Spielberg corta y nos muestra al niño, sentado entre sus padres mientras regresan a casa, con los ojos muy abiertos y sin decir palabra: aunque no lo sabe todavía, ahí estaba naciendo una estrella que llenaría cines en todo el mundo.

Lo que sigue es un espléndido Bildungsfilm donde el director norteamericano evoca los orígenes de su vocación cinematográfica en el marco de una familia judía de clase media, primero en la Norteamérica de Eisenhower y luego en la de Kennedy. Si la infancia transcurre en New Jersey, el trabajo de su padre —informático de éxito creciente— los llevará a Phoenix y después a la Bay Area en los orígenes mismos de lo que, andando el tiempo, será Silicon Valley. Spielberg es coherente al titular la película con el apellido familiar, ya que la familia ha sido un tema recurrente en su cine: ya sea como objeto directo de indagación dramática (Atrápame si puedes) o como contexto en el que los personajes persiguen sus obsesiones (Encuentros en la tercera fase) y lidian con lo imprevisto (E.T., El puente de los espías, La guerra de los mundos). Sabido es que el divorcio de sus padres marcó al joven Spielberg, que aquí pone en imágenes ese episodio determinante para su biografía y lo vincula con el desarrollo de su pasión artística. Por más que juegue un papel crucial en uno de los episodios más dolorosos de la historia familiar, como es el descubrimiento por parte del joven Sam de la infidelidad de su madre, el Spielberg septuagenario de hoy renuncia sin embargo a presentar el cine como una huida o refugio de su yo adolescente.

De hecho, aunque su viejo tío Boris —un memorable Judd Hirsch— le advierte de que arte y familia se encuentran en una tensión permanente, la película no presenta evidencias de esa potencial incompatibilidad: la separación de sus padres obedece a motivos que nada tienen que ver con Sam y es la novia del instituto —una descacharrante católica que está enamorada de Jesucristo, Buddy Holly y JFK— la que rechaza su ingenua propuesta de matrimonio. El arte parece un asidero insuficiente: cuando Sam se declara ante la perpleja Mónica al comienzo del ball de graduación, alega que «todo ha cambiado» con el divorcio de sus padres y por eso persigue la estabilidad matrimonial. Spielberg presenta a sus padres como víctimas de una incompatibilidad de caracteres: el ingeniero que ha combatido en la II Guerra Mundial y no quiere hablar de ello se pasa la película explicando detalles técnicos que no interesan a nadie, pese a que los ingenieros dan forma al mundo y él mismo es presentado como vanguardia discreta de la computación; mientras tanto, la esposa mantiene a duras penas el equilibrio entre las servidumbres de la vida doméstica y un talante artístico jamás explotado debidamente. Los actores que dan vida al matrimonio —Paul Dano es Burt y Michelle Williams es Mitzi— tienen sus críticos, pero ambos logran presentar de manera convincente un tipo humano bien definido (ella parece por momentos tomar como modelo a la Mia Farrow de las películas de Woody Allen, expresando su condición judía mediante cierta gestualidad aspaventosa). Incluso Seth Rogen está contenido en el papel de tipo sencillo y chistoso en cuyos brazos se refugia la inestable Mitzi, una relación adúltera que terminará por causar la ruptura de la familia a pesar de los esfuerzos del padre por mantenerla unida. Cuando este pide a su hijo que monte una película a partir del material filmado durante la visita al Parque Nacional del Gran Cañón parece sospechar: «algo no funciona», murmura. Su encargo conducirá al descubrimiento por parte del hijo —en una formidable secuencia a lo Blow Up durante la que oímos la Gymnopédie nº 2 de Erik Satie— del secreto de su madre. Sam se verá obligado a confesárselo a su madre tras un largo periodo de tirantez entre ambos y ella decidirá aceptar la idea de una mudanza a California que deje atrás a su amante en beneficio de la integridad familiar.

Pero Mitzi no se adaptará y, tras un periodo de amargura cuya dramatización —el mono— no se cuenta entre lo mejor del film, volverá con el tío Bennie: pondrá su felicidad por delante de la estabilidad de su familia. Se materializará así una ruptura que la abuela —¡y suegra!— parecía barruntarse desde el principio: el sarcasmo de Jeannie Berlin en sus distintas apariciones va acompañado de una mirada de recelo hacia una nuera que considera demasiado inestable para sostener a la familia de su hijo. El espectador tiene una temprana muestra de ello en una secuencia que aún transcurre en New Jersey: aparece un tornado en el cielo y la madre se lleva a los hijos en coche con el propósito de verlo de cerca, pero se ve obligada a frenar de golpe en una intersección cuando decenas de carritos de supermercado —como los cadáveres que arrastraba la corriente río abajo en La guerra de los mundos— cruzan perpendicularmente a gran velocidad como si el barrio recibiese la visita de los extraterrestres de Encuentros en la tercera fase. Y para quien todavía no se hubiera percatado del affaire después del traslado a Phoenix, Spielberg y su co-guionista Tony Kushner vuelve a insinuarlo en la secuencia donde Mitzi ensaya con su piano: mientras el marido escucha la interpretación embelesado, es el amante quien se percata del molesto sonido que causan las largas uñas de Mitzi al golpear las teclas del instrumento.

«El lenguaje visual de Spielberg alcanza una sobresaliente madurez expresiva, pleno en felices soluciones y encuadres acertados»

Sería un error deducir de aquí que Spielberg ha hecho un film melancólico o elegíaco donde canta al tiempo perdido o se lamenta por el temprano desgarro de su familia. En absoluto: se trata de una película llena de humor y ligereza, donde las peripecias del joven Sam en el cine y en la vida son retratadas como corresponde a la vida adolescente, o sea como una mezcla de lo sublime y lo ridículo. Si la vocación cinematográfica resulta problemática, es por las expectativas que su padre ha depositado en la futura carrera profesional de su hijo; para un hombre que trabaja con ordenadores y viene de combatir a los nazis, la idea de que hacer películas pueda ser una profesión honorable resulta del todo inconcebible. Por eso lo llama «hobby», para indignación de un Sam que defiende su propio camino igual que lo haría un aspirante a periodista o un proyecto de filólogo. Bennie, convertido en enemigo debido al affaire con su madre, le anima a seguir haciendo cine cuando se despide de él a cuatro pasos de un Cinerama: «Todo el mundo hace películas en California». De manera que Spielberg no subraya demasiado el conflicto arte/vida, restándole pathos a sabiendas de que conocemos el desenlace: Sam hará cine porque Sam es Spielberg y estamos viendo una película de Spielberg. Los Fabelman no es un psicodrama ni una gesta épica, sino una obra de cámara que mantiene la historia que cuenta dentro de los confines de lo ordinario: durante las décadas de la abundancia de la segunda posguerra, a una familia norteamericana de origen judío les sale un hijo cineasta. Aquello no tenía nada de hobby: ¡era Spielberg!

Sin embargo, la película contiene reflexiones interesantes acerca del propio cine. Ya se ha dicho que Sam descubre la infidelidad de su madre durante el montaje del material grabado en la excursión familiar; más adelante, cuando filme el Ditch Day de su promoción en la playa de Santa Cruz, la manera en que montará lo allí rodado será asimismo determinante. En ninguno de los dos casos se trata de ficciones, sino de documentales que registran una experiencia compartida; el tratamiento del material por parte de Sam equivale sin embargo a una ficcionalización que da un sentido particular al relato que presenta a los espectadores. El realizador no es un simple mediador entre la realidad y la pantalla, sino un escenificador que propone significados y persigue suscitar emociones concretas a través de las herramientas a su disposición. Es así inevitable que Sam sienta la necesidad de dirigir los acontecimientos familiares a fin de que luzcan bien en pantalla: no solo se bajará del coche para filmar la llegada de la familia al nuevo hogar en Phoenix, dando instrucciones a sus padres y hermanas, sino que incluso se imaginará por un momento que captura con la cámara el momento en el que sus padres comunican a sus hijos que se van a divorciar.

También en la playa de Santa Cruz intervendrá sobre la realidad como director de cine, tirando bolas de helado sobre sus compañeros mientras toman el sol: en la versión final parecerá que les caen encima excrementos de gaviota. En esta película de high-school Sam irá todavía más lejos, vengándose de los dos matones rubicundos que le han hecho la vida imposible —haciendo gala de un antisemitismo que revela grietas en el mito californiano— desde que llegó: uno de ellos es retratado como un patético perdedor y el otro es presentado como un héroe deportivo salido de la Olympia de Leni Riefenstahl. Durante la proyección del film durante la fiesta de graduación, este último afea a Sam que lo haya presentado como alguien perfecto a sabiendas de que está lejos de serlo; quiere saber por qué lo ha hecho y quizá el propio Spielberg esté confesando que su éxito posterior tiene algo de revancha contra los «Hombres Secuoya Gigante» que le atormentaron en el instituto. Este guaperas reprocha a Sam que le guste «vivir peligrosamente» y le advierte de que «la vida no es como las películas», pero el joven Fabelman replica que en todo caso él —el guaperas— se ha quedado con la chica. He aquí una maldad de Spielberg sobre la naturaleza del público: la ex novia del falso héroe corre a sus brazos cuando acaba el film porque ha interpretado literalmente unas imágenes irónicas cuyo verdadero significado ha sido incapaz de desentrañar.

Claro que Sam rueda asimismo distintas películas de ficción con sus compañeros de los boy scouts, aprendiendo los trucos de una profesión que aún poseía entonces un marcado carácter artesanal y obligaba al amateur a encontrar soluciones imaginativas tales como agujerear el celuloide para simular disparos reales o emplear petardos para simular una ráfaga de ametralladora. Es una pena que Spielberg no haya hecho jamás un western; cuando lo vemos aquí filmando una secuencia bélica en el desierto de Arizona no podemos sino recordar el comienzo de Salvad al soldado Ryan. En cambio, no tenemos apenas noticia del cine que Sam ve en las salas, a donde solo lo acompañamos en dos ocasiones; ambas, eso sí, resultan significativas. Se ha explicado ya que siendo todavía un niño sus padres lo llevan a ver The Greatest Show On Earth, obra tardía del pionero Cecil B. DeMille, donde un tren protagoniza la escena que obsesionará al joven espectador durante los días venideros. Ya será en Phoenix donde veamos al adolescente Sam entrar en un cine local con sus amigos —podemos deducir que es un hábito— para ver El hombre que mató a Liberty Valance, donde el senador interpretado por James Stewart llega en tren al pueblo que lo hizo famoso. Estamos en 1962 y en la sala solo vemos personas maduras o ancianas; no está claro si Spielberg quiere decirnos con eso que la renovación de Hollywood, en la que él jugaría un papel destacado, empezaba a hacerse necesaria.

«Se trata de una película llena de humor y ligereza, donde las peripecias del joven Sam en el cine y en la vida son retratadas una mezcla de lo sublime y lo ridículo»

Cuando Sam recala en Los Ángeles, durante el epílogo del film, espera respuesta a alguna de las cartas que ha enviado a los estudios pidiendo trabajo. Será la CBS quien le responda, pero el trabajo que le prometen inicialmente es el de «asistente del asistente de dirección» en una serie televisiva, Hogan’s Heroes, que se mantuvo en antena entre 1965 y 1971; la sórdida historia de uno de sus actores protagonistas, Bob Crane, fue llevada al cine por Paul Schrader en Auto Focus. Sam quiere hacer cine, aunque empezará donde pueda; sabido es que la primera película de Spielberg (Duel) se hizo para televisión. De hecho, durante toda la película tenemos noticia indirecta de las amenazas que ha venido padeciendo este medio artístico: el padre de Sam gana un dinero extra en Nueva Jersey reparando los televisores de los vecinos —uno de los planos más brillantes de la película es aquel en que Mitzi sostiene la cámara Super-8 frente a un Sam que se refleja en la pantalla de esos aparatos que quedan a espaldas de su madre— y luego participará en la revolución informática que, andando el tiempo, conducirá a Internet y las plataformas.

No obstante, Spielberg elige terminar su película entroncando con la vieja estirpe de los grandes realizadores del Hollywood clásico: visitando el despacho de John Ford en los estudios de la CBS. Ford había empezado a trabajar en 1917, haciendo la transición del mudo al sonoro —en cuyos comienzos había estado también el tío Boris— sin mayor dificultad; cuando recibe a Sam apenas le quedan ya por hacer un puñado de películas. Según parece, el encuentro es verídico y lo que Ford dice a Sam es lo que Ford dijo a Spielberg; la diferencia está en que al Ford de Los Fabelman lo interpreta de manera inolvidable David Lynch, quien sería el menos fordiano de los directores de no ser por The Straight Story. Puro en mano y parche en ojo, Ford se dirige al joven Sam a grito pelado explicándole que la línea del horizonte no puede estar en medio de la pantalla, sino solo arriba o debajo: «¡Si no, no es interesante!». El crítico Carlos Losilla ha señalado que Ford es presentado aquí de manera decepcionante y caricaturesca, lo que abundaría en las tendencias nostálgicas del cine norteamericano contemporáneo. Es una manera de verlo. Pero no hace falta justificar la elección de Spielberg por la hollywoodense prioridad de la leyenda sobre la realidad, ni es necesario recordar que a Ford le gustaba cultivar su personaje; baste con apuntar que la secuencia responde al punto de vista de Sam, joven aspirante a cineasta que se ve conducido al despacho de una figura colosal: vemos las cosas como él las ve. Para colmo, así es como Spielberg dice recordar la visita y no se trata de enmendarle la plana: si no es verdad, está bien contado. Spielberg acaba este autorretrato, convengamos que bastante favorecedor, con una imagen de sí mismo caminando por una de las calles del estudio, rumbo al futuro que hoy ya es pasado, añadiendo un toque juguetón que casi recuerda a Godard: la cámara corrige visiblemente su posición para cuadrar la línea del horizonte de acuerdo con las enseñanzas del viejo maestro.

Aunque Los Fabelman no es una película pluscuamperfecta, tampoco necesita serlo; no aspira a semejante redondez. Una parte de la crítica anglosajona, empeñada en exigir cuentas a los cineastas contemporáneos de acuerdo con el nuevo canon culturalista, ha dirigido a Spielberg reproches peculiares: Jonathan Romney se queja en las páginas de Sight & Sound de que Spielberg oculta aquí la condición judía de su familia y manifiesta una vez más su miedo a la sexualidad femenina. ¡Spielberg al diván! Pero uno de esos reproches está ya en la película: «¿Vas a hacer alguna vez películas con papeles para chicas?», pregunta una de sus hermanas tras el éxito de su cortometraje bélico. Así que Spielberg sabe lo que hace y lo que deja de hacer; podemos disfrutar con aquello que hace bien sin necesidad de obligarle a hablar de lo que a nosotros nos interesa. Pero sin necesidad de entrar a discutir si su filmografía es apenas un conjunto de «cuentos asexuados sobre niños y extraterrestres» (opina Romney, que pasa por alto buena parte e la filmografía del realizador) o si Sammy huye de las mujeres (pese a la estrecha relación que mantiene con su madre y al noviazgo con la amiga de Jesucristo), no está muy claro que esa sea la mejor manera de evaluar una película como Los Fabelman.

Entre otras cosas, porque supone pasar por alto la brillantez de una infalible puesta en escena. El lenguaje visual de Spielberg alcanza aquí una sobresaliente madurez expresiva, pleno en felices soluciones y encuadres acertados. A veces, la composición del plano es sofisticada sin por ello carecer de sentido: la imagen del joven Sam escrutando su celuloide con una lupa en plena tarea de montaje es tan «citable» como el plano de la madre con la cámara en mano al que me he referido antes. ¿Y acaso no posee fuerza dramática el juego con los armarios en cuyo interior se proyectan las películas domésticas? La primera vez, Mitzi ve con el niño Sammy el choque del tren que su hijo ha filmado bajo el impacto de la película de DeMille; madre e hijo ríen felices en el marco propicio de la infancia. Pero la segunda es bien distinta, ya que Mitzi verá sola —Sam cierra la puerta del armario y espera en el dormitorio— el montaje que delata su infidelidad: la soledad de la madre ante la película sugiere la inminente emancipación de su hijo y la dificultad de hacerle partícipe de una decisión que no está preparado aún para comprender. Una vez más, la fotografía del polaco Janusz Kaminski es un recurso fundamental para completar la apuesta visual de Spielberg, quien vuelve a dar a las imágenes una tonalidad setentera que recuerda el trabajo que el gran Vilmos Zsigmond hizo durante los años del Nuevo Hollywood (incluyendo Encuentros en la tercera fase). Y por cierto: la fluidez narrativa del film es admirable, igual que la maestría con que Spielberg se mueve entre los distintos planos de atención cuando Sam proyecta sus películas ante los distintos públicos.

Me atrevo a decir que Los Fabelman forma desde ya mismo parte de una inolvidable trilogía junto con Once Upon a Time in Hollywood de Quentin Tarantino y Licorice Pizza de Paul Thomas Andeerson, otras dos películas recientes que contienen elementos biográficos y recrean la trastienda del Hollywood de finales de los 60 y primeros de los 70. Ninguno de ellos olvida algo que Spielberg ha tenido siempre presente y Tarantino no pierde ocasión de recordar: que el cine aspira desde sus orígenes a ser un arte popular si por ello renunciar a ser también un arte. No en vano, comienza su andadura como un medio de masas y posee una naturaleza industrial: no puede permitirse perder dinero. Ni que decir tiene que siempre ha habido otras formas de hacer cine y que hay mal cine popular como hay un magnífico cine minoritario. Pero sería absurdo elevar una queja contra aquellos directores —o productores— que han sabido llenar salas componiendo narraciones accesibles al gran público: tendríamos que renunciar a Hitchcock, a Ford, a Hawks. No creo que Spielberg llegue a la altura de esos realizadores, pero ha jugado en las grandes ligas a un nivel formidable. Y aunque su carrera es desigual como es la de los grandes directores del pasado, parece dispuesto a cerrarla de una manera brillante: lo que ha rodado en el siglo XXI, matices al margen, no tiene desperdicio. Tras su notable adaptación de West Side Story, nos ha regalado con Los Fabelman una película sobre la que siempre volveremos —sospecho— con alegría. Incluso cuando Spielberg ya no esté: así lo habrá querido él.

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