THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

Las mejores películas de la historia (si me preguntaran)

«Conviene evitar la tentación del entusiasmo: abstenerse de identificar las diez mejores películas de la historia con nuestras diez películas favoritas»

Rancho Notorious
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Las mejores películas de la historia (si me preguntaran)

Una icónica escena del film 'Grupo Salvaje', de Sam Peckinpah. | YouTube

Dediqué la anterior entrada de este blog a comentar los resultados de la encuesta sobre las mejores películas de la historia que acaba de publicar, como viene haciendo periódicamente cada diez años desde la década 50, la revista británica Sight & Sound. No obstante las críticas que ha cosechado una selección caracterizada por ausencias escandalosas y contaminada por los criterios ideológicos dominantes, hay que reconocer la dificultad que tiene llevar a buen puerto una tarea sencillamente imposible. El cine arrastra ya una historia tan larga que sería preferible abandonar la idea de que una lista de apenas diez películas pueda hacerle justicia.

Ahora bien: el truco está en que la lista colectiva no se compone de diez filmes, sino de 100. Pero ese acumulado sale de la suma de las listas individuales; la variedad es un efecto agregado. Tiene así sentido que cada lista contenga la apuesta personal de cada participante, ente otras cosas porque este se ve obligado a hacerlas: en lista tan corta no caben todos los directores, géneros, épocas ni cinematografías. Tomar decisiones trágicas, dejando fuera a quien jamás habríamos querido dejar fuera, resulta inevitable. Para colmo, hay que tener cuidado con lo que se incluye: si queremos dar relieve a determinados realizadores, haríamos bien en elegir aquellas de sus películas que más probabilidad tienen de ser elegidas por los demás; si no, quedarán fuera de la lista colectiva. Va de suyo que los directores más prolíficos —aquellos con mayor número de obras dignas de ser elegidas— se ven perjudicados frente a colegas que tienen solo una o dos películas destacadas.

¿Y si me preguntaran a mí? ¿Cuáles son las diez películas que yo elegiría como greatest ever en toda la historia del cine? Aprovecharé la lista-acontecimiento de Sight & Sound para elaborar mi selección, ordenando de paso mis ideas al respecto. Se trata de un juego que hay que tomarse en serio: como todos los juegos.

Conviene evitar la tentación del entusiasmo: abstenerse de identificar las diez mejores películas de la historia con nuestras diez películas favoritas. Estas últimas son aquellas a las que volvemos una y otra vez con la misma alegría, sin que disminuyan la admiración que por ellas sentimos ni el placer que nos procuran. Por supuesto, nuestras favoritas podrían coincidir con las mejores de todos los tiempos, pero no será necesariamente el caso; hay que pensarlo dos veces antes de imprimir a nuestras preferencias un valor universal. ¿Y cómo elegir? Hay que decidir si va a darse el mismo valor a lo reciente que a lo lejano, si se va a perseguir una representación equilibrada entre distintas cinematografías o se privilegiará a alguna en particular, si se harán esfuerzos por incluir realizadoras o se excluirán de antemano algunos géneros, si se incluirán rarezas —sin merma de la calidad— o se usará la ocasión para reivindicar obras que nos parezcan a la vez excelsas y desatendidas.

«Si uno quiere incluir a la vez realizadores emblemáticos, los principales géneros, distintas épocas y cinematografías diversas, las cuentas no salen ni pueden salir»

He aplicado un método sencillo. De una parte, he buscado incluir una representación equilibrada entre épocas, incluyendo el cine primitivo, el clásico y el moderno (para el tardomoderno o posmoderno, no obstante, me parece pronto); he tratado de hacer sitio a distintas cinematografías nacionales; he querido honrar el cine de género, que tanta importancia ha tenido en el Hollywood clásico y que la lista de Sight & Sound despreciaba de manera sorprendente; he reducido la representación del cine mudo a una sola película, pues su producción se reduce esencialmente a dos décadas y media; no he tratado de forzar equilibrios en materia de sexo ni procedencia étnica. Y de otra, sobre todo, he querido que cada una de las películas elegidas actuara como condensadora del valor artístico de muchas otras —o de algunas otras— con las que guarda relación, creando así un juego de correspondencias que permanece invisible o latente para el lector y sin embargo es crucial a la hora de explicar por qué elijo esas películas en lugar de otras. En cuanto a las que se quedan fuera, no hay más remedio que aceptar la necesidad del sacrificio; si uno quiere incluir a la vez realizadores emblemáticos, los principales géneros, distintas épocas y cinematografías diversas, las cuentas no salen ni pueden salir.

Lo que sigue es mi Top 10, en estricto orden cronológico. Para proporcionar alguna representatividad al cine posterior a 1970 (sin entrar en el siglo XXI), he incluido en cada caso una alternativa que, por razones que varían según el caso, puede asociarse a la elegida. Es un truco, claro, pero sirve para extender el rango temporal de la muestra y anima la conversación.

Tabú’ (F. W. Murnau, 1931)

Escoger una sola película del periodo mudo presenta dificultades evidentes, ya que supone discriminar entre pioneros de la talla de Griffith (El nacimiento de una nación, Lirios rotos), Von Stroheim (Avaricia), Lang (Los Nibelungos, el primer Mabuse), Dreyer (la superlativa Vampyr), Sjöstrom (El viento), Vidor (The Crowd), Keaton (mi favorita es Seven Chances), Chaplin (Tiempos modernos o Luces de la ciudad) y un largo etcétera que incluye a Eisenstein, Dovjenko, Vertov, Pabst, DeMille, Feuillade, Buñuel e incluso Hitchcock. Incluso si uno se decide por Murnau, realizador alemán que anticipa una pauta histórica reconocible al viajar de la poderosa UFA de entreguerras al primer Hollywood, se encuentra con una filmografía rica en prodigios: tanto Nosferatu como Amanecer —o la misma City Girl— son dignas rivales de la extraordinaria Tabú, poema visual de extraordinaria belleza que Murnau filmó en Tahití junto con el documentalista Robert Flaherty, si bien este último fue relegado a tareas secundarias después de que el director alemán se viera obligado a financiar el film y prefiriese imponer su criterio artístico sobre su colega norteamericano.

Tabú cuenta —sin intertítulos— el romance entre un buscador de perlas marinas y una bailarina, sobre el que pesa una sanción religiosa y los convierte en objeto de la cólera local. Rodada con actores no profesionales y enteramente en exteriores, sin las rigideces propias del estudio, la película posee una asombrosa cualidad atemporal que la eleva por encima de su época. No obstante, se trata de una de las últimas películas de la época muda; hacía ya cuatro años que Al Jolson había salido cantando en una sala de cine y la revolución tecnológica era ya imparable. Por desgracia, el absurdo fallecimiento de Murnau nos dejó sin saber qué dirección habría tomado la carrera de este maestro del expresionismo que tras probar suerte en Hollywood quiso resarcirse pasando un año en Tahití recreando una forma de vida en la que los cuerpos jóvenes al sol y el contacto con el medio natural dan forma a una cosmovisión idealizada y orientalista que sería colonial si no alcanzase tal excelencia universal. Tabú es una de las películas más hermosas que nos ha dado el cine.

Alternativa: El sur (Víctor Erice, 1983).

La mujer de todos‘ (Max Öphuls, 1934)

Max Öphuls es otro cineasta itinerante que pasará de trabajar en el teatro vienés con Max Reinhardt a realizar películas en Francia, Italia y finalmente Hollywood. Es un maestro del melodrama, pero también se desempeñó de manera admirable en el noir durante sus años americanos. Sus inolvidables planos-secuencia brillan en obras tan admirables como Carta de una desconocida o la extraordinaria Madame De (que Scorsese hubo de tener en mente al hacer La edad de la inocencia, ya que en ambas lo más importante sucede en off). Estas dos últimas, junto a la inferior Lola Montes, son las películas de consenso en el caso de Öphuls. Menos conocida es La mujer de todos, que Öphuls hace en Italia trata el drama personal de una estrella del teatro que intenta suicidarse por amor y rememora desde el coma su intensa peripecia.

Una escena de ‘La mujer de todos’.

Acentos folletinescos al margen, la película es una fiesta de la puesta en escena y por añadidura está llena de inventivos recursos visuales que todavía remiten —el sonoro apenas tiene siete años— a la efervescencia creativa del cine mudo. Jugando con la cámara y con el ritmo del film, Öphuls logra una musicalidad que permite a su obra «condensar» el género que empezaba por entonces a despegar en Hollywood, o sea el musical. De manera que por debajo de esta «señora de todos» corre un ancho caudal de cine melodramático y musical, con querencias por el vodevil o la ópera y tendencia a la estilización visual. Hay directores que destacaron en los dos géneros, como Minnelli; otros, como Visconti o Sirk, refinaron el mélo por caminos distintos, dando pie a reformulaciones posteriores tan brillantes como las de Fassbinder; en un registro más popular se sitúan Borzage o Materazzi, entre otros muchos. ¡Y qué decir del musical! Yo elegiría Melodías de Broadway 1955, pero la era dorada del género está llena de prodigios de interpretación y puesta en escena: de Sombrero de copa a Cantando bajo la lluvia y West Side Story. Incluso Francia replicaría la fórmula con vigor de la mano de Jacques Demy, que en Las señoritas de Rochefort hace bailar de nuevo al gran Gene Kelly.

Alternativa: La ansiedad de Veronika Voss (Rainer Werner Fassbinder, 1981).

Ser o no ser‘ (Ernst Lubitsch, 1942)

Ninguna lista de estas características debería ignorar la insuperable producción de comedias que se llevó a cabo en el Hollywood del sistema de estudios en los años 30 y 40, cima colectiva del género por mucho que este no haya dejado nunca de producir obras formidables en distintas latitudes; pensemos en Tati, Berlanga, la Ealing inglesa, la comedia italiana de las décadas de los 50 y 60, Woody Allen, Mel Brooks. ¿Puede soslayarse a Howard Hawks, autor de las vertiginosas Twentieth Century, La fiera de mi niña o Luna nueva? ¿Y a George Cukor, que en Historias de Filadelfia parece estar reescribiendo La regla del juego con el atractivo suplementario de reunir en la misma película a Cary Grant, James Stewart y Katherine Hepburn? ¿O a Preston Sturges, que no solo hizo Las tres noches de Eva o Un marido rico, sino que imprimió una velocidad extra a esos disparates que son El milagro de Morgan Creek o ¡Salve, héroe victorioso! Pero la lista es larga e incluye obras superlativas de Mitchell Leisen, Leo McCarey, Frank Capra, Billy Wilder, Gregory LaCava o los Marx Brothers. ¡Casi nada!

Pero se trata de elegir una sola de ellas y Ser o no ser, debida al temprano émigré Ernst Lubitsch, es sencillamente perfecta: una sátira del nazismo que siempre encuentra un nuevo giro con el que maravillar al espectador, contiene diálogos imbatibles —sobre el amor, la política e incluso Shakespeare— y se las apaña para reírse con agudeza de la solemnidad totalitaria. Tiene como protagonista a la maravillosa Carole Lombard, que moriría antes del estreno cuando se estrelló el avión que la llevaba a vender bonos de guerra. Y por cierto: su desenlace contrafáctico está en el Tarantino de Malditos bastardos, que el propio director norteamericano mejorará en Érase una vez en Hollywood. Solo pensar en esa troupe de bienintencionados actores polacos hace sonreír: ¿hay mejor chiste sobre el teatro que ese apuntador que se cree obligado a susurrar al protagonista de Hamlet el «To be or not to be…» con que comienza el monólogo más célebre jamás escrito?

Alternativa: La rosa púrpura del Cairo (Woody Allen, 1985).

Te querré siempre (Roberto Rossellini, 1954)

Cuando Ingrid Bergman abandonó a su marido en Estados Unidos para hacer cine con Roberto Rossellini, con quien se casaría para escándalo del puritanismo nacional, no podía saber que sería la protagonista de una auténtica revolución en el cine moderno. Eso es lo que representa la gloriosa sucesión de sus grandes filmes italianos de los 50: Strómboli primero, Europa 51 después y, por último, Te querré siempre. Lo cierto es que Rossellini ya había hecho una revolución, la del neorrealismo, con Roma, ciudad abierta y Paisá, realizadas en condiciones de gran precariedad material; luego aún intentaría otra, más clandestina, echando mano de la televisión. En Te querré siempre, que pertenece a ese cine italiano que durante tantas décadas dobló invariablemente en el estudio las voces de los actores, Rossellini relata la historia de un matrimonio adinerado que se encuentra en crisis y viaja al Golfo de Nápoles para resolver un asunto hereditario.

La puesta en escena es brillante y conmovedora: el director italiano muestra a los espectadores el modo en que las emociones de los protagonistas cambian en contacto con su entorno, ya se trate del fling con una joven que el marido se trae entre manos o la contemplación del pasado profundo en Pompeya y el Museo Arqueológico en el caso de la esposa. No hay un plano de más; no falta ninguno. El contraste entre modos de ser septentrionales y meridionales es explorado sutilmente; también se hacen apuntes sobre la modernización de una sociedad tradicional. Por su parte, el célebre desenlace es una de las cumbres emocionales del cine de su autor, una suerte de milagro inexplicable sobre cuya continuidad después de que la película haya concluido habrá de juzgar cada espectador. Ni que decir tiene que Rossellini es el representante en esta lista de una cinematografía —la italiana— que ha dado incontables directores y películas de altísimo nivel, sobre todo en su era dorada entre 1945 y 1975: ¿qué sería de nosotros sin De Sica, Visconti, Antonioni, Monicelli, Comencini, Fellini, Lattuada, Bellochio o los hoy injustamente semiolvidados Francesco Rosi, Ermanno Olmi y Valerio Zurlini? Hay más: Bava, Argento, Corbucci, Leone. ¡Viva Italia!

Alternativa: El rayo verde (Eric Rohmer, 1986).

El intendente Sansho (Kenji Mizoguchi, 1954).

No se puede hablar de la historia del cine sin hacerlo también del cine japonés, que no solo ha contribuido a la misma con un número considerable de auteurs tanto clásicos como modernos, sino que dispuso tras la Segunda Guerra Mundial de un sistema de estudios parangonable al estadounidense. Además de realizadores como Kurosawa, Ozu, Naruse, Mizoguchi, Kinoshita, Oshima, Kobayashi, Suzuki, Uchida, Shindo, Imamura, Kinugasa y tantos otros, contó con estudios robustos —Nikkatsu, Toho, Daei— dedicados a la producción de program pictures donde el género —los típicamente nacionales y los importados de USA— era dominante y sagas como la de Zatoichi o Godzilla llevaban multitudes a los cines. Pero también aquí hay que elegir una sola película y decidirse entre alguna de Ozu (Cuento de Tokyo es la obra de consenso y Primavera tardía no le va a la zaga), Kurosawa (Trono de sangre es una de las mejores adaptaciones de Shakespeare, pero es que además el «Emperador» hizo El perro rabioso, Los siete samuráis, Yojimbo y Dersu Uzala), Naruse (Cuando una mujer sube la escalera), o Mizoguchi (de Las hermanas de Gion a Cuentos de la luna pálida o La calle de la vergüenza, pese a que gran parte de su filmografía desapareció con la guerra y él falleció con apenas 58 años).

Son directores muy diferentes, cada uno con un estilo propio y perfectamente reconocible. Mizoguchi tiende a las tomas largas, elegantes, sin el vicio del manierismo; sus películas suelen centrarse en el drama de la mujer atrapada en una sociedad estratificada donde la libertad es apenas un lujo de los poderosos. Y aunque muchas de ellas están ambientadas en el Japón contemporáneo, abundan en su filmografía los jidaigeki o dramas de época. Eso es la sublime El intendente Sansho, que se centra en las desventuras que padece una mujer noble caída en desgracia y sus dos hijos, secuestrados y vendidos al gobernador del título; una narración épica y sin embargo atenta al detalle, con secuencias inolvidables (el rapto, el suicidio, el reencuentro) y atravesada de una belleza plástica sobrecogedora.

Alternativa: In the Mood for Love (Wong-Kar Wai, 2000).

Vertigo‘ (Alfred Hitchcock, 1958)

A mi juicio, la mejor película del mejor director: ese Alfred Hitchcock que tiene obras brillantes ya en el mudo (The Lodger, Murder!), aprende enseguida a hacer obras maestras en el sonoro inglés (de 39 escalones a Alarma en el expreso) y desembarca en Hollywood con el estruendo creativo reservado a los genios, construyendo sin concesiones un mundo propio a través de filmes como Rebeca, Encadenados, La sombra de una duda o Extraños en un tren, y redoblando la apuesta por medio de una sucesión sin precedentes ni réplicas posteriores: entre 1954 y 1964, aun dejando un escalón por debajo esos divertimentos fascinantes que son Atrapa a un ladrón y Pero… ¿quién mató a Harry?, el orondo director británico —que mientras tanto apuntala su fama con su show televisivo— nos regala La ventana indiscreta, El hombre que sabía demasiado, Falso culpable, Vértigo, Con la muerte en los talones, Psicosis, Los pájaros y Marnie; antes de retirarse, todavía tuvo fuerzas para terminar con otras dos maravillas finales, Frenesí y La trama. De todas ellas, Vértigo es la más oscura y la más misteriosa; también aquella que menos hizo por complacer a un público norteamericano al que Hitchcock —como Wilder— tomó pronto la medida.

Aquí nos las vemos con una película que nunca deja al descubierto sus significados y en todo momento envuelve al espectador en una atmósfera intoxicante que tiene en la música de Bernard Herrmann y en la fotografía de Robert Burks dos elementos decisivos. Hay de todo en la película: duplicidades, amour fou, la evocación del viejo San Francisco, impulsos autodestructivos y, por supuesto, ese portentoso giro dramático por medio del cual la narración se da la vuelta y accedemos a los hechos verdaderos —salvo que Scottie los sueñe— sin por eso llegar a comprenderlos. Pero, por otro lado, ¿qué películas «laten» debajo de Vértigo? Dejando a un lado precedentes concretos (la obsesión del protagonista en Ensayo de un crimen o el empleo de Wagner en Abismos de pasión, ambas de Buñuel; la escena del campanario en Niágara; la peripecia del pintor que se enamora de la mujer que viene de otro tiempo en Jennie), quien más cerca está de Hitchcock es el alemán Fritz Lang. Aunque esto debe decirse al revés: si de alguien aprendió Hitchcock, es del autor de M —obra que podría figurar en esta lista sin dificultad— o Deseos humanos. También Lang nos habla de la intrusión fatal del azar en el destino el ser humano y de las obsesiones del individuo; y también él filma con una exactitud impecable que no está reñida con la poesía. Hitchcock carecía de las preocupaciones sociopolíticas de Lang; Lang carecía del humor de Hitchcock. La preferencia por este último obedece a una sola razón suficiente: Lang no hizo Vértigo.

Alternativa: Beau Travail (Claire Denis, 1999).

Sed de mal (Orson Welles, 1958)

Ese genio truncado o saboteado a sí mismo que fue Orson Welles nunca dejó de hacer gran cine, contra lo que pudiera pensarse tras la amarga experiencia de El cuarto mandamiento, película que abandonó en manos de Hollywood a pesar de que era cosa sabida que los productores miraban con recelo al niño prodigio que había revolucionado el lenguaje del medio con Ciudadano Kane. Es verdad que La dama de Shangái no es lo que Welles quería: la progidiosa secuencia final del parque de atracciones había de ser mucho más larga de lo que es. Pero Othello es una portentosa adaptación de Shakespeare que demuestra lo poco que el cine le debe al teatro cuando quiere ser cine y adelanta aquella extraordinaria Campanadas a medianoche que fue rodada en España; tampoco Mr. Arkadin, dedicada una vez más al tema del hombre poderoso en cuyo centro hay un vacío, carece de fuerza a pesar de la proliferación de versiones del film que siguen en circulación. Elegir Sed de mal, sin embargo, tiene muchas ventajas. Además de ser un film extraordinario, lleno de fuerza visual y transgresión moral, que explora el ambiguo conflicto entre justicia y legalidad en un territorio fronterizo, estamos ante un noir; quizá, de hecho, sea el último noir.

¿Y cómo podríamos nombrar a las diez mejores películas de siempre dejando fuera este género capital, que de hecho se cuenta entre los pocos que mantiene su vigencia a través de formas evolucionadas a partir del neo-noir de los años 70? El lugar de Sed de mal habría podido ser ocupado sin desdoro alguno por El sueño eterno (Hawks), Los sobornados (Lang), El tercer hombre (Reed), Al rojo vivo (Walsh), Le samurái (Melville), No toquéis la pasta (Becker), Laura (Preminger), La jungla de asfalto (Huston), Atraco perfecto (Kubrick), Forajidos (Siodmak); por no mencionar obras posteriores que vuelven al género una mirada revisionista que a menudo incorpora una reflexión sobre el cine como vehículo de estetización del criminal y su violencia: ahí están las variopintas El largo adiós (Altman), Chinatown (Polanski), El padrino (Coppola), El asesinato de un corredor de apuestas chino (Cassavetes) o Mikey and Nicky (May). Pero es Sed de mal la elegida, una película oscura donde hay corrupción, racismo, drogas y violencia; justo antes de que Hitchcock estrenase Psicosis, también el noir preparaba el terreno para el final de la autocontención moral de la industria (aventuro que en el western ese papel recae en Man of the West). En este caso, por medio de un superlativo ejercicio de estilo del mago Welles, que arranca la película con un plano-secuencia de más de dos minutos y la cierra con una persecución donde el sonido —terreno en el que Welles siempre fue un innovador— juega un papel capital. Entre medias, un capitán corrupto de aires shakespearianos y un obsesivo policía norteamericano de origen mexicano empeñado en hacer justicia se mueven velozmente a los sones del sincopado score de Henry Mancini, dejando al espectador sin aliento ante la exhibición de recursos visuales y dramáticos del genio de Kenosha.

Alternativa: Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976)

El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962)

Una de las «decisiones» más controvertidas de los expertos convocados por Sight & Sound  —lo pongo entre comillas porque el resultado final es producto de miles de selecciones individuales no coordinadas entre sí— fue la de excluir a Luis Buñuel: ninguna de sus películas, al parecer, merece estar entre las 100 mejores de la historia. Puede apreciarse ahí un cambio en las sensibilidades críticas, que no saben lo que hacer con este salvaje español que formó parte de las vanguardias y filmó Un perro andaluz o Tierra sin pan antes de recalar en México, hacer incursiones en España y terminar en Francia. Pero lo que hay que hacer con Buñuel está bastante claro: venerarlo como el gran creador original que fue. Su aventura mexicana, en particular, carece de parangón: a diferencia de otros transterrados, Buñuel careció de los lujos de Hollywood y se dedicó a subvertir los géneros populares del folletín y el melodrama (la delirante Abismos de pasión, las superlativas Él o Ensayo de un crimen), experimentando cuando buenamente podía (Simón del desierto, Nazarín) e incluso recurriendo al realismo social sin asomo de sentimentalismos (Los olvidados, El bruto).

Entre medias, como es sabido, se las apañó para hacer Viridiana y Tristana en la España franquista: obras mayores donde religión y sexualidad se entremezclan de forma malsana, sacando a la luz esa ambigüedad que caracteriza a las relaciones humanas y no digamos a las eróticas. Incluir a Buñuel es honrar al cine español y el latinoamericano, reconocer la conexión del cine con la poesía y las vanguardias, así como festejar la hazaña creativa de los realizadores incontenibles que dibujaron una trayectoria paralela con la del siglo XX, transitando del mundo al sonoro sin dejar de trabajar hasta el último suspiro: Fritz Lang, Alfred Hitchcock, John Ford, King Vidor, Jean Renoir, Yasujiro Ozu, Charles Chaplin. Pero, ¿qué Buñuel elegir entre tantos? Me decanto por El ángel exterminador, film de vanguardia realizado bajo el disfraz del cine popular mexicano que nos cuenta la historia de un grupo de burgueses que quedan a cenar y se ven afectados por la imposibilidad material de abandonar el salón de la casa cuando llega la hora de irse. Buñuel crea una pesadilla sin explicación, porque él mismo dejó dicho que ninguna dejaría de ser decepcionante (lección aprendida por el Peter Weir de Picnic en Hanging Rock) y lanza sus hipótesis acerca de la conducta humana en tan extraña circunstancia; en cuanto a las metáforas, quizá no poder salir del cuarto es no poder escapar de la muerte. O no: ¿quién sabe? Pero no necesitamos saberlo para disfrutar de esta película.

Alternativa: Blue Velvet (David Lynch, 1986).

Alphaville (Jean-Luc Godard, 1965).

Indudablemente, el cine francés es uno de los grandes y lo ha sido siempre: de Gancé a Vigo y de Renoir a Bresson, pasando por la Nouvelle Vague y sus satélites, hasta llegar a la más difusa cosecha de la tardomodernidad (la portentosa Denis, el inventivo Assayas, el potente Audiard, la sutil Hansen-Love). De su sólida industria han salido películas memorables y si bien la opción más obvia para una lista como esta es el maestro Jean Renoir, elegir a un representante de la Nouvelle Vague  tiene también mucho sentido: Renoir estaba entre los maestros que inspiraban a estos jóvenes turcos y la mayoría de ellos hacen cine a partir de la memoria del cine del pasado, perdiendo en autenticidad lo que ganaban en referencialidad. Además, ¿cómo puede hacerse un Top 10 sin incluir ninguna obra perteneciente a eso que se llamaron «nuevos cines» de los 60 y 70? De hecho, podría incluirse más de un título: si solo en Francia tenemos a Rohmer, Rivette, Pialat, Resnais, Marker, Garrel o Varda, fuera del Hexágono la lista se amplía con la inclusión de Fassbinder, Altman, Scorsese, Coppola, Erice, Antonioni, Bertolucci, Bergman, Delvaux, Oshima, Rocha, Angelopoulos…

Y valga esta relación no exhaustiva, incluso si algunos de ellos se subieron a la ola en plena madurez y otros hicieron un cine de factura más clásica que rompedora. Luego, claro, está Jean-Luc Godard: punta de lanza de la nueva ola francesa junto a su amigo François Truffaut, nos ha dejado a su muerte una obra vasta y original que se caracteriza por la experimentación visual y la coquetería intelectual. Entre 1959 y 1967, hizo una cantidad abrumadora de películas felices, antes de perderse en la telaraña del colectivismo y recuperar la forma a primeros de los años 80. En esos años gloriosos, Godard hizo pocas películas perfectas; no podían serlo. Creo que las mejores son El soldadito, El desprecio, Alphaville; si escojo esta última, es porque presenta alguna ventaja «representativa» sobre las otras. Aquí Godard mezcla ciencia-ficción, noir y cómic, cuenta con la carismática presencia de Eddie Constantine como el detective Lemmy Caution — encargado de frenar la deshumanización en un París futurista recreado sin atrezzo alguno a través de la magistral fotografía saturada de Raoul Coutard— y se las apaña para componer una intensa alegoría que también funciona como una narración literal —contada desde no sabemos bien dónde— tan absorbente como misteriosa. Alphaville «contiene» otros potentes experimentos modernistas con la ciencia-ficción, señaladamente Je t’aime, je t’aime de Resnais (¿no tiene también Marienbad algo de ciencia-ficción?) y La Jetée de Chris Marker, sin olvidarnos de Stalker y Solaris de Andrei Tarkovski; las que asoman más allá son Alien o Blade Runner.

Alternativa: Martin (George A. Romero, 1977).

Grupo salvaje’ (Sam Peckinpah, 1969)

Para un amante del western, nada más difícil que elegir un western de entre las docenas de obras maestras que pueblan la historia de un género que nace con el cine norteamericano y juega un papel capital en su desarrollo hasta bien entrados los años 70. Hay westerns de muy distinto tipo: primero están los fundacionales, que dan paso a los clásicos de serie A y serie B en coexistencia con obras de auteur en el sentido francés del término; después viene la gloriosa revisión del género, que arranca con los cineastas clásicos y es radicalizada por los jóvenes, ya sea mediante el cuestionamiento de sus presupuestos ideológicos o a través de su bastardización a la italiana. A maestros como John Ford, Howard Hawks, Henry King, Anthony Mann, André de Toth, Raoul Walsh, King Vidor, William Wellman, Delmer Daves o Michael Curtiz le salen continuadores tan dotados como Nicholas Ray, Budd Boetticher, Samuel Fuller, Sam Peckinpah, Robert Aldrich o Sergio Leone. Pero es que también hay películas importantes hechas por directores que trabajaron poco el western, como Fritz Lang (Encubridora) o George Stevens (Raíces profundas), así obras estimables de actores que se animaron a rodar (El rostro impenetrable de Marlon Brando) y, naturalmente, las reescrituras irónicas o desmitificadoras que trajo consigo el llamado Nuevo Hollywood (Robert Altman con Los vividores, Arthur Penn con Pequeño Gran Hombre, Blake Edwards con The Wild Rovers, sin olvidarnos de los westerns nihilistas de Monte Hellman). No han faltado westerns importantes en las últimas décadas, como atestiguan Sin perdón, Dead Man, The Sisters Brothers o First Cow, pero se trata obviamente de un género en declive.

¿Y bien? Dado que mis westerns favoritos son todos ellos obras relevantes, podía elegir libremente entre Pasión de los fuertes (que sin contener el aliento trágico ni la potencia autocrítica de Centauros del desierto es más redonda y representa impecablemente el western creador de mitos fundacionales), Winchester 73 (uno de los justamente célebres que Anthony Mann hizo con James Stewart, aunque a su misma altura está la portentosa Man of the West que protagoniza Gary Cooper), The Gunfighter (un western breve, conciso y perfecto de Henry King sobre la maldición del pistolero que no puede sentar la cabeza por culpa de su leyenda), Johnny Guitar (uno de mis filmes predilectos, con un arranque inigualable y una arrebatadora intensidad melodramática), y, naturalmente, Rio Bravo (un western original, lleno de comedia, con actores carismáticos y una banda sonora inolvidable de Dimitri Tiomkin, a la que se añade la deliciosa interpretación de es «My Pony, My Rifle, and Me» a cargo de Dean Martin y Ricky Nelson). Optar por Peckinpah permite, en cambio, situarse en un equilibrio entre la mitificación y el revisionismo: aun siendo los suyos eso que se ha llamado westerns crepusculares, siguen siendo elegías que expresan nostalgia por un mundo periclitado de horizontes abiertos y hazañas indecorosas. Eso está en Pat Garrett & Billy the Kid, que en la versión del director se sitúa a la altura de Grupo Salvaje a pesar de seguir siendo menos célebre. Pero esta última es insuperable: la prodigiosa secuencia del atraco inicial, el interludio mexicano, la relación de tintes homoeróticos de Holden y Borgnine, la redención moral en la madriguera de los revolucionarios liderados por el Indio Fernández… un canto a ese Far West que quizá solo existió en el cine y al que Peckinpah no solo mantuvo con vida, sino que hizo inmortal.

Alternativa: Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1978).

Y ya no caben más. Es lamentable no poder incluir ninguna película de Hawks, Dreyer, Bergman, Bresson, Fellini, Von Sternberg, Lang, Ray, Sirk, Powell y Pressburger, Rohmer, Ozu o Berlanga. También lo es dejar fuera algunos filmes posteriores: El largo adiós, La puerta del cielo, El padrino, Five Easy Pieces, Céline y Julie van en bote, Tiburón, El espejo, Chinatown, Lenny, El asesinato de un corredor de apuestas chino, Beau Travail y un largo etcétera.

Pero da igual: si a mí me preguntaran, esto es lo que respondería. Aunque a mí no me haya preguntado nadie.

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