'Las chicas están bien', una película sobre mujeres, actrices y princesas
Itsaso Arana firma una obra en la que se habla de la vida, la muerte, el amor, el deseo y el poder de las ficciones
Cuatro actrices y una directora se aíslan durante una semana en una casa de campo para ensayar una obra de teatro sobre princesas enclaustradas que sueñan con salir al mundo y conocer el amor. Este podría ser el sucinto resumen del argumento de Las chicas están bien, debut en la dirección de la actriz Itsaso Arana (Tafalla, 1985). En los créditos iniciales, que consisten en la mano de la directora escribiendo en unos papeles el título, los nombres de las actrices y el planteamiento del proyecto, anota: «Película ensayo».
No se asusten, no interpreten ensayo como reflexión sesuda ni como experimento pretencioso. Aquí ‘ensayo’ hay que entenderlo, creo, como tentativa, tanteo, exploración. Porque la película no es -ni aspira a ser- una obra redonda, perfectamente acabada, sino que funciona como una suerte de cuaderno de apuntes, de atisbos, de ideas. Esta es una propuesta sobre todo y sobre nada. Una pieza liviana, pequeña, de cámara, en la que en apariencia no suceden grandes cosas. Pero en el fondo sí pasan, porque se habla de la vida, la muerte, el amor, el deseo y el poder de las ficciones.
El monarca de la liviandad fue Éric Rohmer. Sus películas discurren sin que suceda nada dramáticamente relevante, hasta que de pronto, casi sin que el espectador se dé cuenta, se produce una epifanía. En La noche se mueve, un policiaco dirigido por Arthur Penn en 1975, el detective al que interpreta Gene Hackman se convirtió en el vocero de todos los que se han aburrido viendo las cintas del cineasta francés. Cuando le proponen ir a ver una de sus películas, él dice que ni loco, que una vez vio una y aquello era «como ver crecer la hierba». Es una maldad muy ingeniosa, aunque un poco exagerada.
Pues bien, el más afrancesado y rohmeriano de nuestros directores es Jonás Trueba, cuya productora, Los ilusos, está detrás de este proyecto. No es casual: Itsaso Arana ha actuado en varias de sus cintas y coescrito con él el guion de La virgen de agosto. Ahora debuta tras las cámaras -y también aparece delante en el papel de la directora de la pieza teatral- con esta suerte de cuento de verano rohmeriano. Como en las películas del francés, los personajes no paran de hablar y todo discurre de un modo muy cotidiano, sin sobresaltos dramáticos, y la cámara tiende a resultar imperceptible. Es decir, el estilo es la ausencia de estilo perceptible para que todo fluya con naturalidad.
Aunque en este caso con algunos matices. Y estos matices son justamente uno de los aspectos más seductores de la propuesta. Porque, sin barroquismos ni grandes piruetas, la película se plantea según lo que los franceses llaman mise en abyme (es decir, un juego de muñecas rusas, con un relato dentro del relato o un cuadro dentro del cuadro). Aquí tenemos a unas actrices que ensayan una pieza teatral, y la realidad y la ficción se entrecruzan continuamente. Pero va un paso más allá, porque las protagonistas se llaman igual que las actrices que las interpretan. Y así, el embarazo real de Bárbara Lennie se incorpora al personaje de Bárbara, y cuando reflexiona sobre la maternidad, ¿estamos ante un guion memorizado, ante una improvisación de la actriz real, ante una mezcla de ambas cosas? O cuando otra de las protagonistas evoca la muerte de su padre, ¿es la actriz o el personaje quien nos cuenta esa experiencia tan íntima? Este juego siempre en la cuerda floja entre lo real y lo ficticio, sin que el espectador tenga nunca del todo claro dónde acaba una cosa y empieza la otra, resulta muy interesante.
En la parte final se lleva un paso más allá, cuando una de las actrices se dirige directamente a la cámara y rompe la cuarta pared. El resultado es una rara avis de nuestro cine, que se parece si acaso a las cintas del argentino Matías Piñeiro, poco conocido aquí, que juega muchas veces en este territorio entre el teatro y la realidad.
Ahora bien, no siempre los vasos comunicantes entre la pieza de las princesas y la realidad de los ensayos funcionan como un engranaje perfecto, como sí sucede en títulos sobre ensayos teatrales como Birdman de Iñárritu o Drive My Car de Ryûsuke Hamaguchi, por citar dos más o menos recientes, o en la clásica Ser o no ser de Lubitsch, en la que un grupo de actores polacos engañan a los nazis gracias a la pieza teatral en la que están trabajando.
En la película de Arana los personajes de la obra ensayada son bellas durmientes que sueñan con despertar, mientras que en la realidad aparece un trasunto de joven príncipe (rescatado de las fiestas del pueblo cercano y que pasa una noche de amor con una de las actrices en la cama del decorado) y también un sapo (recogido en el río que fluye cerca de la casa). Tiene también un papel relevante una niña, la nieta de la dueña de la casa en la que se alojan. A la pequeña le leen La princesa y el guisante de Andersen y ella trata de comprobar si es o no una princesa con unos colchones amontonados en un altillo.
La conclusión de esta película sobre princesas de cuento y mujeres reales está entresacada de una frase de la escritora neoyorquina Vivian Gornick, que en su libro Apegos feroces subvierte el cuento clásico y asegura que la princesa no buscaba al príncipe, sino el guisante. Porque las princesas que logran escaparse de los cuentos de hadas no buscan ya el amor idealizado e imposible, sino enfrentarse al mundo y aprender a vivir en él.
De todo esto habla Las chicas están bien. Es posible que algunos espectadores se aburran y piensen que están viendo crecer la hierba, porque aquí no hay superhéroes que salvan el universo, ni impactantes giros dramáticos con monstruos extraterrestres o psicópatas enmascarados. Aquí hay mujeres de carne y hueso, con sus flaquezas, sus miedos y sus anhelos. Lo dicho: no es redonda, pero es estimulante. Bienvenido sea el paso a la dirección de Itsaso Arana y el buen trabajo de las cuatro actrices, entre las que destaca, claro, Bárbara Lennie.