Monet y el éxtasis de su jardín de Giverny
CentroCentro de Madrid dedica al padre del impresionismo la mayor muestra del artista en España en décadas
Un pasillo reproduce un estanque con nenúfares y grandes peces naranjas que nadan bajo tus pies. Su aleteo contra el agua genera ondas que se expanden mientras unos pájaros que no vemos pían creando una atmósfera de paz que te envuelve e invita a quedarte un rato más. Sin embargo, tras la cortina intuimos que hay algo esperando expectante a ser descubierto. Estos pocos metros tecnológicos e inmersivos son la antesala a la exposición que CentroCentro dedica a Monet, el padre del impresionismo, hasta el próximo 25 de febrero de 2024.
Con más de 50 piezas, algunas de ellas obras maestras, estamos ante una de las mayores exposiciones del artista en nuestro país en los últimos 30 años. Procedentes del Musée Marmottan Monet de París, este conjunto de piezas, entre las que también encontramos algunas de Eugéne Delacroix y Johan Barthold Jongkind que adquirió el pintor, es el que el propio artista quiso guardar con mimo y celo, del que nunca se quiso deshacer y el que conservó hasta su muerte en 1926 en la bellísima localidad de Giverny. Precisamente, esta colección fue donada por el hijo pequeño del pintor, Michel Monet, al museo parisino en 1966.
La primera planta de CentroCentro, espacio que pertenece al Ayuntamiento de Madrid, está en penumbras y, sin embargo, la exposición irradia luz, esa luz tan característica que el padre del impresionismo supo otorgar a toda su pintura. Por supuesto, también hay estallidos de color, otra de las características de su pintura. Esto no solo lo decimos nosotros sino que el propio Monet lo ratifica en una cita que podemos leer en una de las paredes: «El color es mi obsesión cotidiana, mi gozo, mi tormento».
La muestra recorre toda la trayectoria del artista, desde sus inicios dibujando a la aristocracia hasta una etapa final en la que su obra se acerca a la abstracción. En sus primeras obras es común la representación humana pero su abandono del estudio por el paisaje al aire libre, a lo que le incitan Johan Barthold Jongkind y Eugène Boudin, hace que Monet centre sus esfuerzos en captar las variaciones luminosas de la naturaleza y la fugacidad de esos instantes que irremediablemente se pueden escapar de la retina en cualquier momento.
Luz y color
El impresionismo surge en la segunda mitad del siglo XX en el Salón de artistas independientes celebrado en 1874 en el estudio del fotógrafo Nadar. El calificativo nace como una mofa, una crítica que Louis Leroy hace en torno a unos pintores, entre los que encontramos a Claude Monet, Paul Cézanne, Edgar Degas, Pierre-August Renoir, Berthe Morisot, Camille Pissarro y Alfred Sisley, que comienzan una incesante búsqueda de la interpretación de la naturaleza, del color y de la luz. Esto los convierte en uno de los movimientos vanguardistas más radicales de su momento pues para ellos lo importante no es el tema retratado sino la manera de ejecutarlo y los sentimientos que pueden causar en el observador. De todos ellos, Monet es considerado el padre del impresionismo, nombre que surge precisamente de su pintura Impresión: sol naciente.
No hay que olvidar que salir a la calle tenía sus limitaciones, lo que propicia que los lienzos empiecen a ser más pequeños y los trazos nerviosos y rápidos para captar esos colores que el día brinda en un determinado momento. Por supuesto, también tiene su impacto los avances, que dan paso a la pintura en tubos, ahora mucho más fácil de transportar.
Así, esta exposición dividida en seis secciones arranca con una breve introducción a la historia del museo que originalmente alberga esta selección de piezas, para dar paso después al verdadero jardín de Monet. Esta organización «permite descubrir los círculos íntimos que tuvo con otros artistas y recorre toda la peripecia vital del artista hasta su obra final de los nenúfares», reconoce Sylvie Carlier, comisaria de la muestra.
Si bien es cierto que desde cerca algunas piezas pueden parecer difusas, tomando cierta distancia la escena aparece plena ante nuestra mirada. Atardeceres en Normandía, paisajes de Holanda, veleros en el mar, días nublados y paisajes urbanos como los de Londres, ciudad a la que dedica más de 90 pinturas en las que reconocemos el Parlamento o el Puente de Charing Cross. En la capital británica se refugia la familia entre 1870 y 1871 con motivo de la guerra francoprusiana y a ella vuelve en cantidad de ocasiones por la experimentación artística que le ofrecen el humo de las fábricas y su característica niebla.
En su obra también vemos trenes, una de las revoluciones de la época y de la que Monet hizo uso para trasladarse de una ciudad a otra. De hecho, los faros de El tren en la nieve. La locomotora (1875), aunque tan sólo sea una pintura, puede llegar a cegar fruto de la luminosidad que irradia frente a un paisaje nevado al que el artista dedicó una serie de 16 pinturas entre 1874 y 1875.
Naturaleza y abstracción
Cuando en 1883 se traslada a Giverny, localidad donde, gracias a los beneficios que le granjea la popularidad de su obra, compra una casa en la que se instala junto a su segunda mujer, Alice, hasta su muerte en 1926. Allí, acondiciona un jardín acuático en el que conviven diversos tipos de flores y plantas con puentes de estilo japonés. Es en esta época cuando la figura humana empieza a ser reemplazada por iris, agapantos y, sobre todo, nenúfares, de los que da buena cuenta la exposición organizada por la empresa Arthemisia.
«Estoy en éxtasis, para mí Giverny es una tierra maravillosa», aseguraba Monet. Y allí donde guardó estas piezas que ahora vemos junto a otras obras firmadas por Gilbert de Severac, Carolus Duran o Renoir que le fueron regaladas, sigue pintando su entorno más próximo con pinceladas dinámicas y resueltas. Sin embargo, en 1908 Monet empieza a sufrir cataratas y con el desánimo de quien batalla una guerra perdida, reduce su paleta de colores a tonalidades marrones, rojas y amarillas como se aprecia en las obras en las que su jardín, con sus arboledas, rosales y caminos, se vuelven difusos, casi imperceptibles y se aproxima, fruto de la ceguera, a la abstracción.
No obstante, y como dijo el periodista y amigo del artista Gustave Geffroy, «habría que haber visto a Monet en Giverny para entenderlo y conocer su carácter, su alegría de vivir y su íntima naturaleza».