Cien años después de su nacimiento, volvemos a Italo Calvino
No importa sobre qué escribe, no importan las tramas sino la moraleja común de sus escritos
Italo Calvino nació un 15 de octubre de 1923 en Santiago de las Vegas, cerca de la Habana en Cuba. Su familia vivía allí por cuestiones de trabajo. Ya habían vivido en México antes, y volvieron a Italia cuando su hijo tenía dos años. Se instalaron en una casa con un enorme jardín en el que Calvino fue feliz durante su infancia.
Tras la adolescencia se matriculó en Ingenieria Agrónoma en Turín. Hizo el primer curso y trasladó la matrícula a Florencia. Pero era 1943, Italia atravesaba el periodo más oscuro del fascismo y Calvino abandonó los estudios: se refugió en la lectura, en un periodo de soledad, de maduración literaria e ideológica. Se hizo partisano.
Al final de la guerra en 1945 volvió a Turín, se matriculó en la Facultad de Letras y se licenció. Mientras tanto se había hecho amigo de Cesare Pavese: su mentor, el impulsor de su carrera.
Pavese fue, con otros muchos, representante de una generación de intelectuales comprometidos, cultísimos y de gran rigor ético. En los años posteriores, Calvino, junto con muchos de esos amigos, fundará revistas, trabajará en las mejores editoriales y escribirá sus primeras obras.
En 1967 decide trasladarse a París, donde vivirá hasta 1980. Allí se repite el modelo. Calvino conoce y se hace amigo de los intelectuales más sólidos y renovadores: Georges Perec, Raymond Queneau, Algirdas Julius Greimas, Roland Barthes. De ellos aprende una forma distinta de concebir, sobre todo, la literatura.
Y ahora hay que empezar a sumar: familia de científicos, primera formación en ciencias, vocación literaria, amistad con todos los nombres que encarnan una forma u otra la renovación del pensamiento y de la literatura contemporáneos y, como rasgos de carácter propios, una insaciable curiosidad, una memoria prodigiosa y un gran sentido del humor.
La suma de todo
El resultado es una de las primeras razones por las que hay que leer a Calvino. Porque su prosa es la suma de todo eso: divertida, variada, interesante, innovadora y a la vez culta, rigurosa y éticamente comprometida.
No importa sobre qué escribe, no importan las tramas –que son siempre, en sentido amplio, «fantásticas»–, sino la moraleja común de sus escritos, los verdaderos ejes sobre los que pivota toda su obra: el compromiso del intelectual con su mundo, la búsqueda incansable de las razones que subyacen a nuestra percepción de la realidad, y la profundización en las cuestiones eternas y a la vez cambiantes que nos preocupan –nuestro origen, el sentido de la vida, qué posibilidad tenemos de entender y aprender qué es el mundo y en qué consiste la experiencia existencial–.
La segunda razón por la que leer a Calvino es para aprender: mucho y mucho más allá de la experiencia de un libro. Ese Calvino cultísimo, racional, exigente, con un conocimiento profundo de las materias que trata, quiso siempre hacer de sus textos un espejo de nuestra existencia: por eso concibió la literatura también como un juego, uno más de los muchos que el ser humano utiliza para hacer más llevadera la vida.
Y aunque depende de cuál de sus ficciones caiga en nuestras manos por primera vez, sus lectores acabamos siempre atrapados en uno u otro de los itinerarios que el escritor propuso para entrar en el laberinto, infinito, mágico, divertido y consolatorio de la literatura.
Reflexionar sobre la identidad y sobre la narración
Podemos reflexionar sobre la identidad y la eterna lucha entre razón y fantasía (El Vizconde demediado, 1952), aprender historia y filosofía observando el mundo desde un árbol (El barón rampante, 1957) o encarar el fracaso de nuestra percepción de la realidad (El caballero inexistente, 1959).
Podemos aprender física y astronomía desde el Big Bang hasta la cuántica viajando con un ser unicelular por el espacio infinito (Las cosmicómicas, 1965), o tomar conciencia del desarrollismo en los años 60 y 70, del impacto de la gran ciudad sobre las personas y de sus consecuencias (Marcovaldo, 1963).
Podemos reflexionar sobre la existencia y descubrir la profunda relación que pensamiento, matemáticas, filosofía y el infinito alfabeto que el libro implica tienen con el sentido mismo de la existencia (Las ciudades invisibles, 1972).
Podemos entender la semiótica y la combinatoria a través de un juego de naipes utilizado por un grupo de seres mudos encerrados en un misterioso castillo (El castillo de los destinos cruzados, 1873).
Podemos acercarnos y entender lo que es el estructuralismo, el principio de la narración que se refleja en la narración misma y cómo la narración a su vez refleja la realidad entera (Si una noche de invierno un viajero, 1979).
Podemos constatar que es imposible describir la realidad porque todo se mueve y cambia incesantemente y, al mismo tiempo, aprender a leer una ciudad, el espacio en el que vivimos, como si fuera un atlas de historia (Palomar, 1983).
Y además podríamos sumergirnos en los infinitos ensayos y artículos, en las infinitas entrevistas en las que Calvino reflexionó sobre el ser, la literatura, la vida, el arte, el cine, la música… y preguntarnos, con él, por qué leer los clásicos o cómo será la literatura en los próximos mil años.
En cualquier caso nuestra diversión y nuestro aprendizaje, si nos sumergimos en su obra, están garantizados. Esa es la verdadera razón por la que hay que leer a Calvino. Porque sus textos, como todos los grandes textos, nos enriquecen y nos ayudan. Nos divierten y nos conmueven. Ensanchan nuestra mirada y nos llevan más allá de nuestro mundo, hacia su centro mismo o a esos confines infinitos que Calvino dejó abiertos, con una sonrisa, para todos nosotros.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.