El martirio de Riego
Se cumple el segundo centenario de la ejecución de Riego, el militar liberal que capitaneó la Revolución Española de 1820
Rafael de Riego fue el español más famoso en el mundo del siglo XIX. Había capitaneado la Revolución Española de 1820, que acabó con el absolutismo de Fernando VII y tuvo una extraordinaria influencia en todo el planeta, desde Sudamérica a Grecia, pero fue abortada en 1823 por la invasión de un ejército absolutista francés, los Cien Mil Hijos de San Luís.
En el breve periodo en que reinó la libertad en España, el llamado Trienio Liberal de 1820 a 1823, se forjó el mito del general Riego, en quien los españoles amantes del progreso veían «su Napoleón», según feliz expresión del historiador Alberto Cañas de Pablos, un especialista en Riego y el bonapartismo.
Para los sectores ilustrados de toda Europa el general Bonaparte era hijo de la Revolución Francesa, terror de las potencias absolutistas, modernizador de Francia y campeón de la libertad para italianos, alemanes o belgas. Comparar a Riego con él era poner el listón muy alto, pero enseguida comenzó a circular una iconografía de Riego en la que aparecía con el mismo atuendo y en la misma pose que Napoleón. Sin embargo, sería después de su muerte cuando Riego subiría realmente al Olimpo.
Cuando los Cien Mil Hijos de San Luís invadieron España en abril de 1823, su avance fue casi un paseo militar porque encontraron apoyo popular. No hay que olvidar que en aquella época el pueblo español, pastoreado por la omnipresente Iglesia, gritaba «¡Viva las cadenas!» cuando Fernando VII restableció el absolutismo.
Impotentes para detener esa invasión a la que se unieron decenas de miles de españoles absolutistas, los liberales se refugiaron en Cádiz llevándose a Fernando VII de rehén. Riego, que era uno de los diputados que votó esta medida, dejó su escaño y tomó de nuevo las armas para intentar lo imposible. Se puso al frente de llamado Tercer Ejército de Operaciones, que era en realidad una fuerza exigua en la que se multiplicaron las deserciones, hasta disolverse antes de entrar en combate.
Riego, que ya había enviado a su esposa a Inglaterra, intentó escapar hacia el exilio, pero el 15 de septiembre de 1823 fue localizado en un cortijo de Jaén, no por los franceses, sino por «voluntarios realistas», es decir, milicianos o guerrilleros partidarios de Fernando VII. Desde la Carolina fue enviado a Madrid en un carro, encadenado de pies y manos, sufriendo los insultos y las pedradas del populacho en cada pueblo que atravesaban.
Pasión, muerte y mito
Llegó a Madrid el 2 de octubre y fue sometido a un proceso que algunos han comparado con un auto de fe de la Inquisición. El fiscal dijo que «no bastarían muchos días» para enumerar sus crímenes, y como al parecer había prisa, le acusó solamente de haber votado en las Cortes el traslado forzoso de Fernando VII a Cádiz. En realidad daba lo mismo la acusación, la sentencia estaba decidida de antemano.
El juicio fue una farsa en la que se atropellaron los principios del Derecho. La votación en las Cortes, por la que lo condenaron a muerte, la hizo en calidad de diputado, y como tal gozaba de inmunidad. Además le aplicaron una norma promulgada después de los hechos, lo que rompía el principio de no retroactividad de las leyes. Sin embargo estas irregularidades parecen nimias comparadas con la brutalidad de la sentencia, propia de tiempos medievales.
Como militar, a Riego le correspondía una ejecución por pelotón de fusilamiento. Eso se aplicó a otros liberales, como el general Torrijos en 1831, pasaje que daría lugar al más importante cuadro de la pintura histórica española, El fusilamiento de Torrijos y sus compañeros, de Antonio Gisbert.
A Riego en cambio lo condenaron a una muerte infamante, propia de criminal. Sería ahorcado y luego descuartizado, mandándose los cuartos de su cuerpo a distintas ciudades de España para ser expuestas, y la cabeza el pueblo donde se había sublevado en 1820, dando inicio a la Revolución Española. Por sarcasmo de la Historia ese pueblo se llamaba Cabezas de San Juan, que como se sabe fue decapitado por el tirano Herodes.
El 7 de noviembre de 1823, hace justo dos siglos, una comitiva pavorosa atravesó Madrid. Detrás de una gran cruz de guía, varios frailes iban lanzándole admoniciones a un reo vestido como los condenados de la Inquisición, que iba sobre una espuerta de esparto, arrastrado por el suelo por un burro. En contraste con los insultos que recibió Riego cuando lo llevaron encadenado a Madrid, en esta ocasión la gente estaba tan impresionada que un silencio ominoso se abatió sobre la capital de España. La procesión fue hasta la Plaza de la Cebada, donde se había instalado una horca de la que fue colgado. Por fortuna no se cumplió la segunda parte de la condena, el descuartizamiento.
El héroe se había convertido en mártir, y su muerte en tema épico, como la de los héroes de la Ilíada. La repercusión fue universal. El político radical inglés John Cartwright pidió que se observasen 38 día de duelo -los años que tenía Riego al morir-, el Times de Londres, la Gazzetta de Génova, muchos periódicos hispanoamericanos glosaron su figura en artículos obituarios. En Filadelfia, capital de Pensilvania, se puso en escena el drama titulado No hay unión con los tiranos… la muerte de Riego y España entre cadenas y en el Royal Coburg Theatre de Londres se estrenó Los mártires españoles o muerte de Riego. En Francia, donde imperaba el régimen absolutista de Luís XVIII, aparecieron obras anónimas loando al mártir español.
En Rusia, sancta sanctorum de la reacción, retratos de Riego aparecieron en algunos escaparates cuando estalló la revolución de los decembristas, los militares liberales que se inspiraban en la Revolución Española. Y 108 años después del martirio de Riego, cuando se proclamó la Segunda República Española, el nuevo régimen adoptó como himno oficial lo que llevaban cantando más de un siglo los amantes de la libertad: el Himno de Riego.