Capítulo 20: Contrabando
THE OBJECTIVE publica en exclusiva y por entregas la nueva novela del escritor Álvaro del Castaño. Cada día, un nuevo capítulo de un thriller de acción electrizante que, a su vez, es un espejo que refleja la realidad que a menudo preferimos ignorar
La playa del Cucurucho de Sotogrande estaba totalmente desierta, como no podía ser de otra manera a esas horas de la noche. Gracia y Badía esperaban en un coche aparcado delante del arenal, al final de una estrecha calle sin asfaltar que conduce al mar. Esperaban en silencio, no había ni un alma en los alrededores. Badía fumaba un pitillo tras otro.
A la derecha, por la ventanilla abierta del coche se podía divisar a lo lejos la emblemática silueta iluminada del peñón de Gibraltar. Entre medias, arropada por la oscuridad y bendecida por la luna creciente, se intuía la silueta alargada de la playa de arena oscura de Guadalquitón, que conecta la Alcaidesa con Sotogrande. Una enigmática costa que había burlado al desaforado desarrollo urbanístico del siglo XX en España. La inmensa finca de Guadalquitón, donde no se podía construir, era una anomalía en la costa desde Málaga a Gibraltar. Eran terrenos de monte mediterráneo, donde entre encinas milenarias, jaras y alcornoques centenarios rondaban los jabalíes, los corzos y los venados por la noche. Cada cien metros, la playa estaba flanqueada por búnkeres militares construidos por el ejército español, forjados de cemento y hierro, desde donde se vigilaba hace muchas decenas de años la costa africana y sobre todo a Marruecos, el enemigo natural de España, y su hermano geográfico, con el que estaba condenada a entenderse. La playa salvaje, el monte en estado natural, los búnkeres, los sonidos de las aves nocturnas, y la terrible soledad de la noche, daban a la escena un ambiente de espionaje. Al menos eso pensó Gracia justo antes de que Badía comenzase con una de sus reflexiones habituales.
—No me extraña que esos pobres inmigrantes quieran venir a España — arrancó Badía mientras fruncía el ceño observando a través del parabrisas las luces de las casas de Marruecos, al otro lado del Estrecho, a unos catorce kilómetros.
—Desde aquí te das cuenta de que se pueden ver con una nitidez pasmosa las casas, los edificios, y las luces de los moros en la costa. Lo mismo pueden hacer ellos. Pero mientras que nosotros los miramos con lejanía y cierto exotismo, ellos nos ven como un símbolo de la libertad, de la civilización occidental, de la democracia. Comprendes que se jueguen la vida al tratar de llegar a España desafiando las temibles aguas del Estrecho, con sus corrientes, su enorme tráfico de buques de todo tipo. Es escalofriante pensar que la mayoría han recorrido medio África desde su país natal hasta llegar a la puerta de la libertad. En su trayecto han sufrido humillaciones, robos, agresiones y vejaciones, pasando por todo tipo de peligros durante el periplo. Todo para llegar hasta Marruecos y de allí dar el salto, poniéndose en manos de las mafias que trafican con inmigrantes. Imagino que estar sentado allí en las montañas, en los terribles campos de espera, es como para un pobre sentarse delante del escaparate de una pastelería en navidad. Tan cerca, tan maravilloso todo lo que ve, pero también tan inaccesible. La mayoría no pueden dar vuelta atrás, han gastado todo su dinero, y el de sus familias, para llegar hasta aquí. En muchos casos son la tabla de salvación de los que dejan atrás. Tienen que alcanzar su objetivo. Es eso, o condenarse al mayor de los fracasos familiares. Si logran llegar a Europa y reunir una mínima cantidad de dinero, con eso vivirá toda una familia en su país de origen —comentó Badía, concentrado mirando al horizonte, entre calada y calada de su cigarrillo.
Él sabía de lo que hablaba porque entre otros clientes había tenido muchos traficantes africanos. Lo decía, como si su reflexión fuera totalmente ajena a su propia experiencia, como si fuera alguien que ve la realidad por primera vez. Gracia no sabía cómo reaccionar a sus palabras. No podía saber si estaba haciendo un examen de conciencia con ellas, o simplemente era un cínico de narices. La gran paradoja es que mientras hablaban, los dos esperaban la llegada de una patera procedente de Marruecos, una de las muchas que descargan droga en la playa diariamente.
—Esto es el mundo al revés, Badía —se aventuró a decir Gracia—. Una agente de los servicios de inteligencia españoles esperando con atención e interés a que llegue una patera repleta de droga para verla descargar en la playa, sin intervenir, y además rezando para que la Guardia Civil no consiga interceptarla… no es que haya mucho riesgo de que eso ocurra porque este es el coladero de la droga de Europa. Y para cerrar el círculo, la agente es una fugitiva de la justicia y está esperando la barca para poder salir del país en secreto, huyendo de extranjis sin cruzar ninguna frontera oficial.
—Gracia, para mí este tipo de acciones son el padrenuestro de todos los días. La mitad de mi vida me la he pasado persiguiendo a los malos y la otra mitad, ayudándoles a escapar. Para mí lo raro era estar en la vida real, en la vida legal.
—Sin embrago, para mí, ser una fugitiva perseguida por los servicios de inteligencia de varios países y con órdenes explícitas de ser asesinada no es algo que me haga mucha gracia. Voy a escapar de España ayudada por un capo de la droga local y me dispongo a entrar en Marruecos de manera ilegal. Esto no es el colofón que esperaba en mi ilustre hoja de servicios —dijo Gracia sonriendo melancólicamente.
Paco Ruiz Ahmed, el jefe de seguridad de las ciudades autónomas y viejo amigo de Badía y Ricardo, había preparado el plan logístico para que los dos fugitivos huyeran de España a través del estrecho de Gibraltar dando un salto a Marruecos. Una vez allí tenían que pasar a Ceuta, investigar las conexiones marroquíes con el acuerdo tripartito y desarrollar un plan para acabar con este castillo de naipes. En las calles de Marruecos pasarían totalmente desapercibidos haciéndose pasar por turistas. Nadie en su sano juicio huiría allí para esconderse del servicio secreto marroquí. El plan urdido era tan descabellado que no habría ningún tipo de vigilancia sobre ellos, y eso que Marruecos era un verdadero estado policial. La penetración de los servicios secretos y de la policía en la sociedad, en las calles y en la vida ordinaria era impresionante. Dominaban el país, controlaban la sociedad y nada ocurría sin que se enterasen. Para el plan de fuga, Ruiz Ahmed había contactado con uno de los capos de la droga locales, uno de los pequeños contrabandistas a los que se les permitía operar a cambio de información sobre peces más gordos, y sobre temas de terrorismo yihadista. Pese a todo, el capo no trabajaría gratis, iba a cobrar un buen dinero por la operación y además se aprovecharía para realizar una magnifica descarga de droga en la playa, antes de llevarse de vuelta a los dos fugitivos en la patera.
De repente, en la lejanía, se empezó a oír el rugir de unos fuera bordas. En la oscuridad, aún no se podía divisar la silueta de la barca, pero estaba claro que era una patera. Era una neumática de salvamento cargada de fardos cuadrados de droga apilados sobre la superficie y sujetos con cabos elásticos. Tenía dos enormes motores fuera borda que la hacían volar sobre las aguas del Estrecho. La embarcación estaba custodiada por unos ocho individuos pertrechados con antifaces y monos de trabajo oscuros.
Cuando la barca se encontraba a unos metros de la playa, empezaron a surgir como por arte de magia una serie de potentes todoterrenos, de varios puntos de la playa, como si hubieran aparecido de debajo de la arena o de las propias olas del mar. El enjambre de coches llegó a toda velocidad y se detuvo enfrente del rompeolas. La lancha continuó su trayectoria a toda velocidad en dirección a la playa del Cucurucho, sin disminuir la marcha. Se adentró en la arena de la playa encallando a unos metros de la arena con los motores levantados para no dañarlos contra el suelo. Era una operación de enorme precisión. Durante un par de minutos se produjo un eficiente ballet coreografiado, donde cada individuo cumplía un papel con precisión y maestría: unos descargaban, otros transportaban, unos vigilaban, y otros cargaban y conducían los cuatro por cuatro. En unos instantes, los fardos estaban en los coches que iban desapareciendo por las calles de Sotogrande a gran velocidad.
Esta escena no era algo extraordinario, sino que era lo habitual en las costas del sur de España y sobre todo de toda la zona que va desde Tarifa hasta Estepona. Contra esta marea de acciones del narcotráfico, la Guardia Civil no podía hacer casi nada, pese al enorme esfuerzo disuasorio que realizaban cada día con sus patrulleras, sus helicópteros y su constante vigilancia. La autoridad española tenía todas las de perder, era como la lucha de un gran oso contra un enjambre de abejas. En un ataque masivo, el oso quizá pudiera conseguir desviar e incluso noquear alguna abeja, pero jamás conseguiría vencer al enjambre, pues la inmensa mayoría esquivaba los zarpazos del noble animal.
Con su misión cumplida eficientemente y con toda la carga ya descargada y desaparecida, los tripulantes de la patera se quitaron los antifaces negros y encendieron unos pitillos mientras se paraban a comentar la acción del día. Los traficantes ya podían estar tranquilamente y sin riesgo en la playa, pues con toda la droga ya descargada, nadie les podría recriminar nada. Uno de los ocho tripulantes de la patera extrajo su teléfono móvil, miró hacia la costa e hizo unas señales lumínicas en dirección al coche de Badía y Gracia. Esa era la señal que estaban esperando. Los dos fugitivos salieron del coche discretamente, y, sin cruzar palabra, se acercaron a la embarcación. Mecánicamente, como si fuera algo que hicieran normalmente, ayudaron a devolver la embarcación al agua, embarcaron y emprendieron rumbo a la Marruecos, donde les esperaría Ruiz Ahmed.
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La historia narrada en la presente novela, junto con los nombres y personajes que aparecen en ella son ficticios, no teniendo intención ni finalidad de inferir identificación alguna con personas reales, vivas o fallecidas, ni con hechos acontecidos. Por lo tanto, tratándose de una obra de ficción, cualquier nombre, personaje, sitio, o hechos mencionados en la novela son producto de la imaginación del autor y no deben ser interpretados como reales. Cualquier similitud a situaciones, organizaciones, hechos, o personas vivas o muertas, pasadas, presentes o futuras es totalmente fruto de la coincidencia.