Jorge Semprún: el largo viaje de un europeo
Debate reedita con motivo de su centenario ‘Ida y vuelta’, la biografía del intelectual y político escrita por Soledad Maura
No conocí personalmente a Jorge Semprún, pero fue el protagonista inocente de la primera bronca que recibí en una redacción. Acababa de empezar en el oficio y me enviaron a cubrir la comparecencia en el Congreso del entonces ministro de Cultura del Gobierno socialista de Felipe González para explicar su proyecto de nueva ley de cine, que sustituía a la de Pilar Miró. Fue un miércoles de marzo de 1989.
Semprún explicó su planes pero lo bueno vino en el turno de réplicas y preguntas. Ahí, el exiliado republicano, el resistente contra la ocupación nazi de Francia, el exprisionero del campo de concentración de Buchenwald, el exmilitante del PCE en la clandestinidad –Federico Sánchez-, el novelista de El largo viaje y el guionista de películas como La guerra ha terminado, de Alain Resnais o Z de Costa Gavras, desplegó toda su ironía y arrogancia intelectual. Al diputado de Izquierda Unida le espetó: «Si el portavoz hubiera trabajado en la época de Federico Sánchez no hubiera durado mucho en cargos de responsabilidad, porque entonces se detestaba la fraseología y la demagogia», palabras que probablemente hubiera repetido hoy mismo a sus actuales herederos políticos. Sin embargo, lo trascendente llegó en su respuesta al diputado del PP, Andrés Ollero, quien había basado sus críticas en unos recortes de periódico. Semprún le dijo: «Le recomiendo lo que decía Franco: viaje más por España y no lea los periódicos».
Volví a la redacción, escribí el artículo sin incluir esas palabras porque no les di importancia y se publicó sin problemas. Pero al día siguiente –entonces había que esperar a leer las noticias de ayer- Diario 16 sacaba un editorial titulado La rosa y el capullo, en el que a partir de esa maldita frase de Semprún le criticaba ferozmente sin importarle lo más mínimo hacerle decir lo que no había dicho. El editorial desencadenó una fenomenal bronca político-mediática que terminó con el cese de Pedro J. Ramírez como director de Diario 16.
El año 2000 me puse en contacto con él con motivo de un reportaje que escribí sobre los refugiados españoles que habían sido capturados en el exilio y enviados a campos de trabajo nazis en Alemania. Estuvo afable al teléfono y me dijo: «Los republicanos españoles víctimas del nazismo pertenecen a la memoria roja, no a la historia oficial española. La transición les pagó con el olvido. Nadie quería recordar nada entonces. Unos, los demócratas, en aras de la reconciliación nacional, y los otros, los franquistas, porque hubieran puesto el grito en el cielo si se abrían las viejas heridas del pasado. Ahora existe una zona en blanco en la memoria española».
He recordado estas anécdotas al leer la espléndida biografía de Semprún escrita por Soledad Maura, Ida y vuelta (Editorial Debate), de reciente aparición en una edición revisada para conmemorar el centenario de su nacimiento, que se cumple este domingo, y que contribuye decisivamente a llenar esa «zona en blanco». Aún más, sugiere una lectura desde el presente de las esperanzas y derrotas de nuestra historia y de la de Europa.
Con un sólido trabajo de investigación, perspicacia y amenidad, Soledad Maura recorre la extraordinaria aventura personal de Semprún, los momentos luminosos y los turbios, de un personaje tan brillante como polifacético que no dejó nunca de inventarse a sí mismo literariamente. El libro, que pone especial énfasis en sus primeros años, podría dividirse en cuatro bloques: la familia, el militante, la estrella intelectual y su regreso a España.
Familia y destino
Nieto de Antonio Maura, cinco veces presidente del Consejo de Ministros en la última etapa de la Restauración, y perteneciente a una familia de alta burguesía, el hecho de ser un niño bien para entendernos, marcaría su carácter e incluso su destino. Su dominio del alemán, aprendido con institutrices en la infancia, y los contactos familiares –sobre todo, de su tío Miguel Maura- ante las autoridades franquistas y nazis fueron cruciales para salvarle la vida en Buchenwald y probablemente para sortear los peligros de la clandestinidad durante la dictadura en España. Su esfuerzo para hablar un francés perfecto y su natural refinamiento personal le abrieron las puertas de la bohemia y de la intelectualidad francesa. Lamentablemente, esa misma distinción en sus maneras y en su cultura chocaría a su regreso a España con la aspereza y vulgaridad de la clase política nacional. Como dice en libro Juby Bustamante, que fue su directora de gabinete en su etapa de ministro de Cultura, «le producía perplejidad enfrentarse a situaciones y personajes demasiados romos, demasiado ruines, sobrados de astucia y carentes de verdadero talento».
Otro ejemplo de su estilo personal lo cuenta Felipe González en Ida y vuelta. Tras ser cesado como ministro en 1991, Semprún pidió una entrevista al Rey para despedirse. Extrañado por la petición, ya que ningún otro había solicitado antes tal audiencia al salir del Gobierno, Don Juan Carlos le preguntó González cuál era el motivo. Este le contestó: «Bueno, no se olvide que, además de Semprún, se llama Maura, y a uno le imprime carácter llamarse Semprún Maura. Puedes ser comunista, revolucionario, pero eres de una familia que sabe que hay unos códigos de conducta más allá de las ideologías».
La familia fue también una fuente de dolor y desgarros. La muerte de su madre cuando tenía nueve años, el exilio en el verano del 36 con un padre de carácter débil e inútil para la vida práctica, la ruina económica y dispersión de los hermanos por Francia, Holanda, Suiza, la ruptura con Édouard-Auguste Frick, un acaudalado católico nacido en Suiza, que le costeó sus estudios de bachillerato, y años más tarde con Carlos, su hermano favorito, y con Jaime, su único hijo… le lleva a Soledad Maura a sugerir que Semprún buscó siempre una figura paterna, que en un momento de su vida llegó a encarnar Santiago Carrillo, y con quien rompería a mediados de los años 60.
Militante comunista
Pero Semprún fue sobre todo un superviviente y un luchador. Primero como miembro de la Resistencia francesa hasta su detención en octubre de 1943 e ingreso en Buchenwald y después como militante del PCF y del PCE. La experiencia en el campo de concentración, y no de exterminio como dejó caer en alguna ocasión, la cuenta en varias de sus obras –El largo viaje (1963), La escritura o la vida (1996), Viviré con su nombre, morirá con el mío (2001)…- engrandecida y embellecida por su literatura y constituye, sin embargo, una de las zonas de sombra de su vida. Soledad Maura cuenta que, paradójicamente, el campo nazi era en realidad administrado por los comunistas, que se encargaban entre otras cosas de elaborar las listas de los presos que eran enviados a trabajar en las canteras vecinas, lo que para muchos significaba una muerte segura. Semprún se incorporó nada más llegar a esa aristocracia comunista del campo como ayudante del kapo –su alemán sería clave- y nunca trabajó en el exterior ni sufrió las bajas temperaturas. En cambio, sí recibía los paquetes chocolates o cigarrillos que enviaban las organizaciones de ayuda internacional.
Semprún nunca quiso entrar en detalles sobre su estancia allí, dejándolo en el terreno de la ambigüedad, pero Buchenwald volvería a reaparecer en su vida pocos años después de la liberación del campo por el ejército americano en la primavera de 1945. De regreso a Francia con la vitola de héroe y superviviente se incorporó al PCF, concretamente a la famosa célula 722, que reunía a los intelectuales con más glamour del París de la época como Edgar Morin, Raymond Queneau, Georges Bataille, Clara Malraux, Romain Gary, entre otros, y sobre la que reinaba Marguerite Duras. Sobre ellos orbitaban estrellas aún mayores como Sartre, Juliette Gréco y Simone Signoret, mujer de Yves Montand. Pero a la célula también pertenecía Robert Antelme, marido de la Duras, que tras pasar por Buchewald, había sido deportado al campo de exterminio de Dachau y logrado sobrevivir. Ni que decir tiene, argumenta la biógrafa, que Semprún tuviera el más mínimo interés en hablar con él de la experiencia común. En la célula, al parecer bastante incestuosa, se hablaba con total libertad de política y literatura, pero hacia finales de 1949 Duras y Antelme fueron denunciados, entre otras cosas, de conducta burguesa decadente a la dirección del partido a partir de un informe presuntamente escrito por Semprún. Este lo negó siempre pero otros testigos citados por Soledad Maura le acusan y Duras y Antelme fueron expulsados del partido en 1950.
Su etapa como agente clandestino del PCE durante el franquismo (1953-1963) está recogida en su libro Autobiografía de Federico Sánchez (premio Planeta 1977), el primero escrito en español, que se convirtió en un best-seller y generó una gran polémica política al denunciar en plena Transición el anquilosamiento y estalinismo del partido y sobre todo el autoritarismo y oportunismo de Carrillo. En esta fase de su vida el libro de Soledad Maura no aporta novedades más allá de destacar la perspicacia de Carrillo para ver el potencial de aquel joven seductor, culto, políglota, cosmopolita para enviarlo al interior con la misión de reclutar militantes entre universitarios e intelectuales para la lucha antifranquista –labor en la que tuvo éxito; basten los nombres de Enrique Múgica, Javier Pradera, Fernando Sanchez Dragó y Juan Antonio Bardem, por citar solo unos pocos- y la amistad que les unió durante años, lo que incluía vacaciones familiares conjuntas en la Unión Soviética hasta su expulsión del partido junto con Fernando Claudín en enero de 1965. Pero no profundiza en sus causas ni en su contribución en la trascendental política de reconciliación nacional dictada por el partido desde 1956 ni en otras ideas sobre la adaptación de éste al cambio de la sociedad española que Carrillo vampirizaría una década más tarde bajo la etiqueta de eurocomunismo.
Estrella intelectual
Liberado de la disciplina del partido Semprún pudo por fin dedicarse en los años siguientes a la literatura y a la escritura de guiones de cine con un éxito extraordinario que le valió una nominación al Oscar por Z en 1970. Había nacido una estrella en el firmamento intelectual francés y se convirtió en un habitual del legendario programa Apostrophes de Bernard Pivot. Su nombre se había convertido en sinónimo de élite cultural europea.
Pudo convertirse en ciudadano francés, pero nunca quiso renunciar a su nacionalidad española. Esta lealtad a su país no se vería recompensada hasta que Felipe González le ofreció ser ministro de Cultura en 1988. Era una invitación irresistible, que le permitiría emular a su admirado André Malraux. Volvía a las calles de su infancia, a su adorado Museo del Prado, después de medio siglo, y para hacer política en la España democrática. Las esperanzas no se cumplieron y resultó una experiencia amarga de la que quedan su libro venganza Federico Sánchez se despide de ustedes (Tusquets, 1993) y su enfrentamiento con el vicepresidente Alfonso Guerra, envuelto en la polémica por el enriquecimiento de su hermano Juan, y a quién llegó a llamar «oportunista de izquierdas». Soledad Maura señala que a Semprún le molestaban de éste sus gustos literarios –hasta su llegada el sevillano era el intelectual del Gobierno-, su acento andaluz y hasta su aspecto físico. Los dos abandonaron el Gobierno en 1991, pero quién sabe si el hombre que se inventó a sí mismo y el que se hizo a sí mismo no hubieran estado hoy de acuerdo sobre los problemas de España.
Semprún no se quedó en España y volvió a instalarse en París continuando su carrera literaria y participando en el debate europeo hasta su muerte en 2011. No fue enterrado en la localidad de Biriatou, en el País vasco francés, desde la que se podía ver España como era su deseo, pero su ataúd sí fue envuelto en una bandera republicana como había ordenado.
«Los hombres de la revolución son más fuertes que el mundo que los sucedió», escribió Hans Magnus Enzensberger. Así es en el caso de Jorge Semprún. Su mundo era un mundo sólido, de creencias y certezas, de lealtades y traiciones que se pagaban con la vida. Sufrió en carne propia la tragedia de una Europa arrasada por el odio y la guerra y contribuyó al resurgimiento de un continente unido y reconciliado. Fue un largo viaje, de derrotas y esperanzas, como tituló sus memorias Manuel Azcárate, de los campos y el gulag a la Europa de la libertad y el bienestar, de la dictadura de Franco a la España constitucional y Semprún sobrevivió para contarlo. Su figura y su leyenda, su visión política y su conciencia histórica contrastan hoy de forma inevitable e inmisericorde con las banales imposturas de los mequetrefes que dominan nuestra escena política.