Veronica Raimo o cómo sobrevivir a la familia
La escritora italiana publica ‘Nada es verdad’, la novela ganadora del Premio Literario Viareggio-Rèpaci
Puede que en la última novela de Veronica Raimo, a pesar de su primerísima persona narrando la vida, nada sea verdad. O puede que todo lo sea. Pero desde luego no importa: la verosimilitud que gasta la autora es tan hipnótica como para imantar los ojos a su historia. Y ésta es su historia: una niña, Verika, crece en un barrio de Roma bajo el histerismo de su padre, un maníaco de pro; respirando el abatimiento de su madre, alicaída de serie, y a la sombra de su brillantísimo hermano. De ahí sólo podía salir una mujer al borde del delirio o una escritora trocando traumas en páginas, aguzando la memoria para afilar luego la pluma. O ambas cosas.
La selección de retales de Nada es verdad (Libros del Asteroide, 2023) es aparentemente arbitraria. Lo mismo cuenta Veronica que robó de niña dos dibujos para mantener una reputación ficticia de buena pintora, que confiesa su estreñimiento crónico, sin escatimar en escatología. Y todo consigue volverlo interesante porque tira de ese recurso prácticamente infalible que es el sarcasmo, cuando éste encierra genuina melancolía. Cuando de éste se vale para mirar el mundo con la distancia suficiente para sobrevivir.
Y tiene que sobrevivir a mucho. Su abuelo es el único en mirarla libre, aquél que la lleva al campo y le da a comer guindillas, liberándola así de las ataduras que su familia le impone (especialmente su padre que, por miedo patológico a absolutamente todo, la mantiene aislada e inerte, alimentada a base de conservas para eludir la contaminación que le atribuye a cualquier producto fresco tras la explosión del reactor de Chernóbil, a 2.370 kilómetros de Roma).
Las tretas de la vida
Su padre, eso. Su madre, no cree especialmente en ella ni le da las alas que necesita una hija recibir de su progenitora. Eso sí, la persigue velando su integridad con más afán que un agente de la Gestapo, arruinando cualquier lance amoroso o sexual. Su abuela le hace notar (por si no se había dado cuenta) que su pecho es muy pequeño. Su hermano la trata con una condescendencia un puntito aviesa. Pero contra ninguno de ellos arremete la autora, demostrando una deportividad innata, como la de aquel que sabe que las tretas de la vida son necesarias para crecer, y las acepta como las piedras que hacen posible el pavimento.
Es sagaz Veronica, e introspectiva, entre o no en las cavidades de su propia mente. Es capaz de darse cuenta hasta del anagrama que esconde su nombre y que habla de ella: invocare amori es lo que dice que hace, invocar el amor pero no vivirlo a fondo. Y logra otra cosa, de paso. Mientras se la lee, uno piensa indefectiblemente en tres mil pasajes de la propia vida. Desde su mirada viaja el lector a los episodios infantiles que le hicieron de cimiento de la personalidad. Y quiere más, porque todas las páginas son hojas de un mismo espejo.
A ella, a la responsable de esta novela ganadora del Premio Literario Viareggio-Rèpaci, el tedio de una infancia esterilizada la empujó a la literatura. Leer como salida, como acción pasiva, pero acción al cabo. Y ha tenido que leer mucho para terminar escribiendo así. Insomne perdida, estreñida y dueña de un mal genio ancestral heredado de su padre, abuelo y bisabuelo, la autora o su alter ego se proclama aquí una antiheroína completa. Sólo se deja en buen lugar involutariamente, pues su escritura brilla ajena al contenido de su narración y a las piedras que tira en sesión continua contra su tejado.