'Los Soprano', la serie que cambió la televisión cumple 25 años
La producción creada por David Chase celebra un cuarto de siglo manteniéndose como referente indiscutible
En 1969 asomó desde las entrañas de un rencoroso hombrecillo italoamericano de la Hell’s Kitchen una idea. Tras varios fracasos literarios, Mario Puzo decidió verter una buena palangana de acelerante a su creatividad. Dio así a luz a una familia. A un nombre que se grabaría a fuego en el imaginario colectivo como una marca de ganado: Los Corleone. La novela, aclamada, reverenciada y temida, cayó en manos del productor Albert S. Ruddy, quien la puso bajo la sagaz mirada del que acabaría por erigirse como uno de los mejores directores de la historia del cine: Francis Ford Coppola. Así, con El Padrino (1972), nacería toda una corriente sobre la mafia italoamericana en la que resonaría, durante todo el resto del siglo XX, el apellido Corleone…
Pero el reinado familiar fue disputado un 10 de enero de 1999. Como si de un duelo se tratase, David Chase lanzó un metafórico guante a la obra maestra de Coppola. Salvo que, para sorpresa de los más conservadores, el arma de la contienda sería la televisión. Vino al mundo así una nueva familia, un nuevo apellido, una nueva forma de entender el hampa de ascendencia italiana en Estados Unidos. ¿Su nombre? Los Soprano.
Ahora se cumplen 25 años de aquel alumbramiento. Un cuarto de siglo en el que, aunque haya habido grandes hitos televisivos, como The Wire, Breaking Bad o True Detective (por decir algo), nada ha emulado la afilada cuña que clavó Los Soprano en el imaginario colectivo. ¿Por qué? El ensayo The Soprano Sessions, de Matt Zoller Seitz y Alan Sepinwall, que cuenta con entrevistas a su creador y demás partícipes de la obra, se dan muchas claves. También lo hace el ensayo patrio; Los Soprano forever, antimanual de una serie de culto, de Fernando R. Lafuente, Fernando Castro Flórez, Rodrigo Fresán e Iván de los Ríos. Pero aquí resumiremos un poco semejantes ladrillazos de veneración.
Vayamos de lo general a lo específico… El primer punto es el realismo. Nadie en la televisión había logrado, como lo hizo Chase, plasmar la cotidianidad patética, truculenta, desangelada, ansiosa e infantil de un protagonista dedicado al mundo de la violencia. Tony Soprano, o James Gandolfini, que al final parecían ser lo mismo, regala al espectador una mirada rabiosa o lobomotizada. No oculta la gracia de una medio calva despeinada, y una camiseta interior blanca de la que asoma un pecho atizado por lianas rizadas donde podrían acostarse las chinches. Es la parte mundana y chabacana, de un personaje que también nos ofrece una fortaleza titánica, bestial, taurina, que debe ser exhibida imperturbablemente. Salvo que, para su desgracia, resulta imposible.
En esta ambivalencia del macho cabrío que no puede mantenerse en el brete de una batalla constante, y padece, por lo tanto, ataques de ansiedad y dudas, está la magia de Los Soprano. Pero la dualidad no se recoge únicamente en el úrsido protagonista, la ristra de personajes que pespuntea la serie, ya desde su primera temporada, parecen inspirados en el título de la obra de Antonin Artaud: El teatro y su doble. Porque desde la madre de Tony Soprano, interpretada por la atinadísima Nancy Marchand, una mujer cruel, vampírica, a la par que desnortada y vulnerable, hasta el sobrino de Tony, Chris Moltisanti, interpretado por Michael Imperioli, quien bucea en ambición, rabia y contradicciones ininterrumpidas, todos se ahogan en un océano de interrogantes que se resuelven de manera orgánica, aunque no por ello previsible, y que revuelven las tripas.
Narrativa subterránea
¿Son los acontecimientos un ejercicio de imaginación lovecraftiana? No, desde luego. Hay muchos giros de culebrón y muchas peripecias que no desentonan de cualquier película de mafiosos irrelevante. Pero, como dijo Sinatra, «yo no vendo voz, vendo estilo». Y, Los Soprano, es una pirueta de estilo ininterrumpida. Un lenguaje propio, lento, refugiado en la trastienda de cada detalle, hasta el punto de poner en marcha a la perfección la «teoría del iceberg», de Hemingway. De cualquier leve traspiés, plato roto o hecho arbitrario, se descarga toda una narrativa subterránea que parece, en ocasiones, pura chiripa. Como si, Dios mediante, los guionistas y los actores hubieran entrado en una relajada catarsis inesperada.
Por supuesto, existe un juego preconcebido por Chase, en el que la humanización de estos hijos de mala madre acaba por inspirar ternura y comprensión. Llega un punto del arco en que, hasta al más vil camorrista o asesino, le acaba uno por pillar simpatía. La serie no permite, sin embargo, beatificar a nadie. Cuando ya crees que te podrías ir alegremente de cañas con ellos, ¡pam!, sacan la dentadura y la rabia de su condición natural te invita a tenerles, como poco, respeto. O, lo más normal, miedo. Bastardos insobornables como son de los códigos de venganza y el negocio como estilo de vida.
Por otro lado, hemos de ser conscientes de lo revolucionario que fue insertar en un drama televisivo una narrativa elocuentemente psicológica. Porque, así es, Tony no es capaz de atrincherarse en su exultante masculinidad y resolver, como haría Gary Cooper —ese hombre fuerte y silencioso que tanto admira el capo—, sus vahídos de ansiedad. Necesita ayuda. Necesita abrirse. Y Tony, el Fat Tony de Los Simpson, lo hace nada menos que con una loquera. Como si no fuera ya suficientemente turbio que un capo mafioso tenga que desvestir sus malogradas costuras subconscientes, lo hace encima con una mujer. Una mujer, por cierto, que de cualquiera no tiene nada, aunque sólo sea porque está encarnada por Lorraine Bracco.
Son muchos los lomos que merecen ser acariciados en este metraje. Los dedos del diablo en cada acusación de Tony Sirico. La plastificada mueca-grinch de Little Steven. La imperturbabilidad de Edie Falco. El morbazo de Drea de Matteo. Una banda sonora que provoca emociones subcutáneas. O, un club de striptease que es todo un referente de marca ficticia. Como la cerveza Duff. Carlos Boyero, el crítico cinematográfico, confiesa ver la serie, al menos, una vez al año. Eso ya debería ser punto de referencia suficiente para presumir de su significativa calidad.
Veinticinco años nos separan de aquel despertar de una televisión madura, elevada y no por ello menos entretenida, o adictiva. El tiempo, a diferencia de la mayoría, le ha sentado bien. Las temporadas no decaen en calidad. Y, todavía, en esta era de la plataforma y la serie como materia prima del entretenimiento, Los Soprano se alza descarada, brutalmente fina y caprichosa, como una de las reinas históricas de la pequeña pantalla. Todo un clásico hoy y, qué coño, seguro dentro de otros 25 años.