Leila Guerriero pone voz a una «víctima incorrecta» de la dictadura militar argentina
La escritora relata en ‘La llamada’ el caso de una superviviente violada y torturada, y repudiada por sus compatriotas
Silvia Labayru fue secuestrada en 1976, torturada y violada en la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada) de Buenos Aires. Militaba en Montoneros, tenía 20 años y estaba embarazada de cinco meses de otro compañero de lucha, pero sobrevivió para contarlo. Su denuncia en 2014, junto a las de otras dos mujeres, sobre el militar que la violaba para «reeducarla» condujo a un fallo histórico, resuelto en 2021. Tanto el violador como el inductor -en prisión por delitos de lesa humanidad- fueron condenados posteriormente por delitos sexuales. La periodista, escritora y editora Leila Guerriero reconstruye en La llamada (Anagrama) una vida truncada y resucitada con plenitud y hedonismo. «Ella se sabe una víctima incorrecta», cuenta la autora.
En la mañana de la entrevista en Madrid, Leila Guerriero (Junín, 1967) se mueve satisfecha bajo la lluvia, recién llegada del verano argentino. Escribe crónicas, perfiles y columnas de marcado cariz poético. «Cada libro que uno encara lo hace con inconsciencia y esta historia tenía muchas singularidades: haber parido en la ESMA, que la hubieran mantenido allí con vida, que Astiz (uno de los represores más famosos) le obligara a pasar por su hermana... Y, además, ella estaba de regreso en Buenos Aires y en pareja y eso me pareció un rasgo sorprendente. A una edad en que la gente se queda quieta, esta mujer estaba cambiando de vida».
Para explicar a Silvia Labayru, rubia, bonita y valiente, hija de un militar de alto rango, estudiante brillante y militante de una izquierda que reivindicaba la violencia, Guerriero eligió el formato de un diario de trabajo en el que narrar cómo avanza la labor del periodista con sus dudas y temores. Lo había ensayado en otros libros, Opus Gelber y Una historia sencilla. «Buscar ese revés, ese otro lado de la trama me empezó a resultar indispensable. Contar los cambios de actitud de la entrevistada, cómo me ofusca, sus desconfianzas, sus palabras ofensivas en algún momento, como cuando me dice que soy una entrevistadora que no duda en dejar a un entrevistado como un gilipollas». Guerriero está ahí para «contar las intromisiones de ese personaje, para dar cuenta de sus contradicciones, su humor o sus despistes», aclara. Como periodista, no le ofreció un hombro para el lamento, como hacen algunos colegas, no es ese su modo de acercarse a las historias: «A esta mujer le pasó algo que está tan fuera de mi posibilidad de imaginar siquiera esa experiencia que solo intenté entender cómo puede ser la vida en un lugar donde no ves la luz y tu vida no depende de vos, siendo además una mujer aguerrida, desobediente y rebelde».
Escribir La llamada le llevó más de dos años de trabajo. Realizó 85 entrevistas, combinadas con viajes a Madrid, donde se exilió la superviviente durante 43 años. En el largo intervalo falleció una de las testigos, su gato argentino y Toitoi, su perro madrileño. Guerriero tocó el timbre del pasado entre amigos, novios, amantes, hijos, familia, militantes de Montoneros, gente que llevaba años sin saber nada de ella y que se mostraron generosos. Los testimonios, en algunos casos, son enfrentados. «Un infierno difícil de desarmar», dice la autora, que optó por exponer todos los discursos, incluido el relato de las violaciones y el tormento físico. «Es una contracción general del cuerpo, no es que te duele el lugar donde te lo están poniendo. Es una sensación de que te estallan los órganos. No me dieron máquina en la vagina. Los puntos húmedos duelen más», relata la protagonista en La llamada. Contar el horror desde la ficción supuso un reto. «Ella es una mujer muy pudorosa y yo tampoco tenía intención de transformar el libro en una carnicería. No fue morbosa nunca en el sentido de transformar estas conversaciones en una catarsis por parte de una persona que vivió en la zozobra de la muerte».
«¿Qué hiciste para que no te mataran?»
Lo primero que muchos mencionan de Labayru es su belleza: era bella, bellísima. Los volvía locos, pero lo pagó caro: la maldición de la belleza. ¿Fue eso lo que la salvó? o ¿fue su astucia? No hay respuesta posible. Su caso merece una biografía de más de 400 páginas. Tras un embarazo de casi ocho meses, nació sobre una mesa su hija Vera, que una semana más tarde fue entregada a sus abuelos. Y después de año y medio de cautiverio, con situaciones rocambolescas, el capitán de fragata Alfredo Astiz la puso en un avión rumbo a Madrid. Su pareja, el médico Alberto Lennie, logró escapar y se reunió con ellas. El aterrizaje, recién salida de la ESMA, fue un espanto: «¿Qué hiciste para que no te mataran?» La pregunta iba cargada de sospecha. Entre los argentinos del exilio se estableció la idea de que algunos supervivientes colaboraban activamente con los militares.
En el caso de Labayru especialmente, puesto que fue forzada a representar el papel de hermana de Astiz, infiltrado en el grupo Madres de Plaza de Mayo, cuyo operativo terminó con la desaparición de tres madres y dos monjas francesas. La noticia dio la vuelta al mundo. «Ella quedó muy pegada a esa historia, todo el grupo de ONG y organizaciones humanitarias y sobrevivientes y exiliados lo contemplaron como un estigma sin que hubiera una reflexión profunda sobre lo que ella podía o no decir. La obligaron a hacer eso y más allá de eso, la situación es tan extrema que uno se pregunta ¿qué hubieras hecho tú? Cortarte las venas, qué se yo».
Las secuelas del repudio fueron muchas. No solo los exiliados la juzgaban, las organizaciones de derechos humanos también fueron hostiles. Les costó escuchar lo que vio en el campo de concentración, pero sus testimonios acabaron siendo fundamentales en los juicios posteriores. Ahora de vez en cuando se encuentran y conversan, pero han necesitado casi 40 años para lograr esa conversación. Sin querer justificar lo ocurrido, Guerriero aclara que las organizaciones en aquel momento surgen en unas condiciones nefastas. «Las Madres de Plaza de Mayo eran señoras a las que les habían desaparecido los hijos y no se sabía bien qué hacer o a quién dirigirse, era una lucha horrorosa. En el otro lado estaban los lobos y ellas carecían de experiencia o de militancia. A veces, esas organizaciones se nuclean en consignas marmóreas como ‘vivos se los llevaron, vivos los queremos’ y punto. Más allá de toda evidencia se alinearon en torno a una consigna, pero las posturas de lucha fueron cambiando».
Cambiaron las posturas de lucha y algunos conceptos se refinaron, como el de «consentimiento». ¿Quién pensaba en esa idea de consentimiento en los años ochenta? El teniente de fragata Alberto Gato González, el militar que la torturó en un sótano y que después la violó, no usaba condón. Le compró un diafragma. El formato no era de violaciones al uso. No estaba encadenada ni fue violada en serie, como les ocurrió a otras presas. Fue su juguete sexual. «Estás aterrorizada y lo único que haces es pensar como un animal», cuenta una de las denunciantes en el libro. Resistirse hubiera supuesto la muerte. Y así lo reconoció El Tribunal Oral Federal número 5 de Buenos Aires, que en 2021 puso nombre a la violencia que estas tres mujeres sufrieron en sus propios cuerpos. El fallo suponía un avance en la perspectiva de género y los crímenes de lesa humanidad. «Ella testimonió en otros sumarios y contaba lateralmente, sin entrar en mucho detalle, que las mujeres fueron usadas como botín de guerra. Sus testimonios fueron valiosos para conocer el destino de otras personas, pero este fue el primer juicio en que ella se presentó como denunciante».
Machismo
Su denuncia ayudó a limpiar su expediente, cerrar su caso. «Si este juicio se hubiera hecho en 1985 no hubiera prosperado de la misma manera, se les hubiera cuestionado muchísimo. ¿le pegó? ¿le ató? Entonces no hubo violación. Hay otra mirada sobre eso». Seguramente también pasó con varones y no conocemos ningún caso. Pero sí hubo mujeres que, entre los cientos de sumarios que se instruyeron en toda Argentina, denunciaron violaciones, como Sara Solarz, viuda del dirigente montonero Osatinsky, y parece que toda la casta montonera se le vino encima porque era como denigrar la memoria del héroe. «Todavía sigue viva en todas las capas de la humanidad esa cosa machista que considera la violación como una especie de vergüenza para el varón de la víctima. Creo que eso detuvo la posibilidad de denuncia de otras mujeres».
A los 65 años, Labayru no se arrepiente del pasado. Entonces quería cambiar el mundo, pero ahora rechaza frontalmente la lucha armada. «El daño que me hicieron ellos es irreparable, ellos y mi afición a esa forma de política en la que creé las condiciones para acabar en ese puto sótano», declara la superviviente en el libro. Pero algo se truncó en la ESMA. «Si no eres fuerte ese proceso puede destruirte, fue una historia muy pesada para todos ellos, pero el hecho de ser jóvenes ayudó a que no quedaran anclados en ser víctimas para toda la vida. Les pasó a los 20 años, no a los 50, pudieron reformular la vida de otra manera». En el caso de Labayru trabajó en publicidad, montó empresas, ganó dinero, viajó y volvió a enamorarse.
Quedan cosas que le crispan, la electricidad, Adelita cantada por Nat King Cole (sonaba para acallar los gritos de las torturas), y los colchones de goma espuma, pero no es una mujer que se amedrente. Ha vuelto a pisar la ESMA, reconvertida en Centro de la Memoria. Huye de la lágrima fácil, aunque parece resignada a las miradas complacientes, esa búsqueda de algunos medios de la víctima eterna; se sabe «una víctima incorrecta».