La 'descolonización' de los museos: el nuevo frente de la guerra cultural
La iniciativa del ministro de Cultura amenaza el patrimonio nacional y socavar aún más el relato común de los españoles
Ya es definitivo. Esta legislatura será la de la descolonización. En la política de hoy en día uno ha de desarrollar la habilidad de un semiólogo florentino para adivinar cuáles son las verdaderas intenciones de gobiernos y partidos políticos. Desde hacía meses teníamos sospechas de que algo se tramaba: comisiones más o menos secretas, posibles contactos para devolución de piezas… Hasta que Ernest Urtasun, flamante nuevo ministro de Cultura, nos ha sacado de dudas: «Hemos heredado una cultura colonial». Y, como consecuencia de ello, se da inicio a «un proceso de revisión de los museos de las colecciones estatales dependientes del Ministerio de cultura». ¿No estaban cansados de guerras culturales? Pues prepárense para un nuevo frente.
Todo comenzó, cómo no, en los campus de las universidades estadounidenses. En los años setenta, cuando el imperialismo defendía sus últimas trincheras, un grupo de antropólogos culturales soltó una bomba. La colonización ni era cosa del pasado, ni se daba solo entre países. La colonización seguía presente, dentro de los Estados, actuaba inadvertidamente en nuestras relaciones sociales, en las instituciones, en la manera de contemplar la historia. Antropólogos como Renato Rosaldo comenzaron a hablar de «colonialismos internos», de «grupos internamente colonizados», de «formas de opresión basada en el género, la preferencia sexual o la raza».
La apuesta se redobló en años siguientes. Al mismo tiempo que la deconstrucción triunfaba en los departamentos de Literatura, se hacía un llamado a descolonizar las instituciones, los callejeros, las bibliotecas, los monumentos, todo debía ser revisado. Y había más. El colonialismo actuaba también dentro de nosotros. Debíamos descolonizar nuestras mentes, nuestras ideas, nuestros cuerpos, como había afirmado el filósofo francés Michel Foucault. Tanto fue así que un país llegaría a crear un Ministerio de Culturas, Descolonización y Despatriarcalización dedicado exclusivamente a tal fin. Sin embargo, su blanco favorito fueron los museos, considerados desde entonces como meros «escaparates del colonialismo».
Si bien las tesis descolonizadoras tuvieron la virtud de poner el foco en unas instituciones poco inclusivas, en ocasiones derivaron en repentinos ataques de iconoclastia. En el año 2019, un consejo de colegios de secundaria en Ontario (Canadá) decidió quemar en una pira pública y según un rito indígena ⎯«purificación mediante fuego» tranquilizadoramente lo denominaron⎯ casi 5.000 libros, entre los que se incluían (contengan su rabia) las historietas de Tintín y Astérix. Todo aquello que tuviera referencias a un pasado colonial o a pueblos indígenas debía ser purgado. Se justificó como «un necesario acto de reconciliación», que es algo muy de nuestros días, hacer cosas terribles bajo el más noble de los propósitos.
No es solo que Estados Unidos colonizara el mundo con sus tesis descolonizadoras, sino que muchos países acabarían metabolizándolas como elementos centrales en sus discursos nacionalistas. Narendra Modi, el actual y no muy recomendable primer ministro de India, convirtió lo subalterno en una política electoral imbatible. «India bajo el Partido del Congreso [su rival y mayoritario desde su independencia] fue una continuación del Raj Británico por otros medios», dijo una vez. Lo cual recuerda a la narrativa de la Cuarta Transformación del mexicano Andrés Manuel López Obrador. La ilusión de una nueva colonización reserva a su autor el beneficio de la emancipación definitiva.
«EEUU no empezaría en 1620 con el Mayflower, ni en 1776 con la Independencia, sino en 1619, con la llegada del primer barco de esclavos»
En América Latina se inventó el decolonialismo (así, sin la «s», que queda mejor). Autores como Walter Mignolo denunciaron la presencia de saberes coloniales que debían evitarse a toda costa. Llegarían a afirmar que el propio ser latinoamericano estaba definido por su condición colonial (que ya son ganas de querer ser poca cosa). Menos Grecia y más Tawantinsuyu, venían a decir. Era preciso deshacerse de todo lo foráneo, eliminar todo aquello que viniera de fuera hasta quedarse nada más con la pura esencia de lo propio (lo indígena, lo comunal, lo vernáculo). ¿Les suena?
Incluso en Estados Unidos la descolonización buscó ser política nacional. En el año 2019 el diario New York Times lanzó el denominado 1619 Project, cuyo objetivo era revisar la historia del país. Lo que verdaderamente latía en el centro del ser estadounidense, venían a decir, no era el protestantismo, el liberalismo o si quiera democracia, era la esclavitud y el colonialismo. La creación de un nuevo y traumático mito fundacional justificaba la sanación de las heridas en el presente. Estados Unidos no había empezado en 1620 con el Mayflower, ni siquiera en 1776 con la Independencia, sino en 1619, con la llegada del primer barco de esclavos. Los más prominentes investigadores en la historia de Estados Unidos protestaron. La esclavitud era muy importante, por supuesto, pero no todo debía hacerse pasar por su terrible tamiz. Y además, ¿quién era el New York Times para decidir la política educativa del país? ¿Resultado? Trump anunciaría la creación de la denominada Comisión 1776 para apoyar lo que denominó como «educación patriótica». El relato común y el acuerdo ⎯defectuoso e inacabado, como todos⎯ sobre qué era Estados Unidos había saltado por los aires. Hasta hoy.
Por supuesto que han existido reformas museísticas muy interesantes, pero se dieron sobre todo en países como Nueva Zelanda o Canadá, con grandes poblaciones indígenas. En tales casos, la participación de los indígenas en los museos (siempre objetos, nunca sujetos expositivos) ayudó muchas veces a escenificar un nuevo pacto nacional.
El ministro de Cultura citó también al museo de Tervuren en Bélgica. Pero incluso aquí el resultado fue discutible. Pasó de ser un museo colonial, terrible pero evidente, a un museo de la descolonización, con mucho de pastiche posmoderno.
Todos los ojos miran ahora al Museo de América de Madrid. Pero sus objetos provienen de donaciones y expediciones científicas, no de expolios coloniales. Y su discurso expositivo es heredero todavía de las miradas contemporizadoras de los aniversarios de 1992. Y comparar a Felipe González con Leopoldo II parece demasiado. Aunque…
«Si se ha conseguido llevar el franquismo hasta 1983, se podrá llevar la memoria histórica hasta 1492»
Regalar el Tesoro de los Quimbayas a Colombia supondría un escándalo. Crearía un problemático precedente internacional y no tendría más razón de ser que satisfacer la agenda política de los gobiernos de ambos países. Ante esta fiebre de devoluciones, habría que recordar a los gobiernos que el patrimonio, desde la Revolución Francesa, pertenece a la nación. Y que es inalienable (salvo ilegalidad probada, que no es el caso) precisamente para sustraer tan valiosos objetos del uso político o personal que se pudiera hacer de ellos.
Sí, se dice uno, todo ello es por una buena causa. La crítica a la colonización, la memoria de sus horrores, la participación de los pueblos indígenas. Pero luego percibe ese evidente carácter inquisitivo, como de benéfica purificación (¡revisar los 16 museos estatales!) y se da cuenta de lo vano del esfuerzo. Hemos visto demasiado últimamente para ignorar un modo de hacer política que ha hecho de la polarización schmittiana su forma de ser. Si se ha conseguido llevar el franquismo hasta 1983, se podrá llevar la memoria histórica hasta 1492.
Una cosa sí podemos asegurar. Tras la política de descolonización que el Gobierno llevará a cabo no apreciaremos mejor la mirada terrible que en el Museo de América nos lanza la Chalchiuhtlicue azteca. Tampoco a esas orgullosas y brillantes cacicas quimbayas. Ya se han retirado las estupendas cabezas reducidas (porque ¿qué más da lo que opinaran los jíbaros?, lo que importa es lo que diga Eduardo Galeano). No parece tampoco que el ministro tenga interés en poner en valor el Códice Trocortesiano. Ni la momia de Paracas.
A todos aquellos maravillosos objetos, de todas maneras, nunca se les hizo mucho caso, durante años medio ocultos en un museo infrafinanciado. A algunos casi nos gustaba más así. Escondido, como todos los buenos placeres. Ahora, aquellos antiguos amigos adquirirán una nueva significación, pero ya no será la propia de los mayas o la de los quimbayas, la de los mulatos o los virreyes, todo ello quedará subordinado a la mirada escrutadora y extemporánea de la descolonización.
CODA: que el mismo Gobierno que tan provechosamente ha entregado a Marruecos el Sáhara (recuerden: todavía según la ONU el principal territorio por descolonizar en el mundo) emprenda, contrito, la sutil tarea de descolonizar los museos no supone una contradicción, ni siquiera una carencia de principios, sino una de las claves para entender la realidad política actual.