Así comenzó el poderío americano
Hace un siglo murió Woodrow Wilson, el presidente que inauguró la influencia mundial de Estados Unidos
Un mundo sin coca cola, sin pantalones vaqueros, sin cine de Hollywood, sin una superpotencia económica y militar omnipresente, que mantiene cientos de miles de soldados americanos en bases por toda la Tierra… Nos resulta imposible pensar en un mundo así, y sin embargo así era el planeta antes de que Woodrow Wilson asumiera la presidencia de Estados Unidos.
Se cumplen cien años de la muerte de un presidente «sui generis», irrepetible, un idealista, un Don Quijote que, sin ser político, cambió de arriba abajo la política norteamericana, le puso frenos al capitalismo que constituye la esencia de su cultura. Era un pacifista convencido, pero convirtió a un joven país periférico, ausente de la escena mundial, en la superpotencia intervencionista que hemos conocido en el último siglo.
Todo está tocado por lo extraordinario en la existencia de Woodrow Wilson, empezando por su niñez. Había nacido en Virginia, un Estado del Sur esclavista, y su padre era un clérigo presbiteriano con ciertas extravagancias. Ese padre era tres cosas incompatibles entre sí, un puritano, un defensor de los derechos del Sur a mantener la esclavitud, y un admirador de Rousseau, que quiso dar a su hijo una educación «natural» al estilo del Emilio de Rousseau, por lo que no le enseñó a leer hasta los nueve años. En otro niño este retraso educacional podría haberlo lastrado toda su vida, pero Woodrow Wilson se convirtió en un estudiante brillante que pudo acceder a la Universidad de Princeton, una de las más exigentes de Estados Unidos.
Se graduó como abogado, una profesión envidiable en aquel país por lo mucho que ganan, pero en realidad tenía otra vocación. Una doble vocación, habría que decir, pues le atraía tanto la carrera académica como la política. Esa dualidad se reflejó en la tesis doctoral que le abrió las puertas de la enseñanza universitaria, Congressional Government (El gobierno del Congreso) en la que censuraba dura y certeramente las formas de actuar del Legislativo norteamericano.
Fue profesor en varios centros prestigiosos, a la vez que publicaba artículos políticos que lo convirtieron en un intelectual muy respetado. En 1890, con 33 años, se convirtió en profesor de Derecho de Princeton, y doce más tarde fue nombrado presidente de la misma, lo que en España se llama rector. Había alcanzado el zénit de la carrera académica, pues Princeton, donde fue profesor Albert Einstein, está en la elite de la Ivy League (Liga de la Hiedra), que ya es una super elite dentro del sistema universitario mundial. Son solamente ocho universidades de las primitivas Trece Colonias que formaron los Estados Unidos, fundadas todas menos una antes de 1876, apabullantemente ricas y socialmente muy exclusivas.
Sin embargo el carácter idealista de Wilson echaría a perder su éxito profesional. Woodrow Wilson era un progresista que creía en la igualdad entre los hombres, detestaba los privilegios, pensaba que no había que dejar que los ricos y poderosos se salieran siempre con la suya. Y Princeton estaba lleno precisamente de vástagos de familias ricas y poderosas, que mantenían tradiciones de un clasismo descarado. El rector Wilson quiso acabar con esas tradiciones, pero fueron las tradiciones las que acabaron con él.
Éxito en la carrera política
Wilson se vio forzado a renunciar a la presidencia de Princeton en 1910, pero inmediatamente el Partido Demócrata le ofreció ser su candidato a gobernador de New Jersey, el Estado donde se ubica Princeton. Hubo muchas críticas internas en el partido porque Wilson no tenía experiencia política y además lo consideraban un extravagante, pero los demócratas llevaban cinco elecciones perdidas en New Jersey, de forma que jugaron la carta de Wilson, y ganó.
«Y esta supremacía político-militar, llevaría aparejada el dominio absoluto de la cultura norteamericana que padecemos»
Dos años después, en 1912, el Partido Demócrata le ofreció la candidatura para la presidencia. Hubo las mismas reticencias, aquel profesor de buenas maneras tendría que enfrentarse a dos tiburones de la política, el vigente presidente Taft, que se presentaba a la reelección por el Partido Republicano, y el ex presidente Theodore Roosevelt, uno de los políticos más carismáticos de Estados Unidos, pero contra todo pronóstico el profesor de buenas maneras batió a ambos, y en enero de 1913 se convirtió en el vigésimo octavo presidente de Estados Unidos.
La irrupción de Woodrow Wilson en la política de Washington fue como la de un elefante en una cacharrería. Se enfrentó con el complejo industrial más poderoso del mundo y lo despojó del proteccionismo arancelario, le puso frenos a la banca privada creando la Reserva Federal, obligó a las navieras a que pagasen por el uso del Canal de Panamá, y creó un impuesto federal sobre la renta que pesaba sobre los más ricos.
Estas hazañas inexplicables las logró enfrentándose al Congreso en comparecencias personales -algo que no se hacía desde el siglo XVIII- y convenciendo a aquella cueva de intereses privados y lobbies con sus argumentos intelectualmente impecables y su aura de honestidad y rectitud moral. Contaba con un gran respaldo popular, pero no era un populista, no tomaba medidas políticas para conseguir los votos del pueblo, sino porque las consideraba justas.
No todo eran luces en la ejecutoria de Wilson, también habría sombras que emanarían de la tragedia que había estallado en Europa, la Gran Guerra, luego llamada -por culpa de Wilson- Primera Guerra Mundial. Wilson se presentaba como el campeón de la paz y, con la promesa de mantener a Estados Unidos fuera del conflicto, se postuló a la reelección en 1916 y la ganó. Pero solamente un mes después de tomar posesión de su segundo mandato, el 2 de abril de 1917, Wilson le declaró la guerra a Alemania. Muchos lo considerarían un hipócrita, un mentiroso y un traidor.
En ese momento puede decirse que Estados Unidos no tenía ejército, no existía el servicio militar obligatorio. Haría falta un año para introducir el reclutamiento general y entrenar a las masas de hombres reunidos en campamentos de nueva planta, pero a principios de 1918 Wilson pudo mandar a Europa a un millón de soldados, que serían determinantes para el resultado de la contienda.
En 1917 el Imperio ruso se había desplomado, dos revoluciones sucesivas llevaron al poder a los bolcheviques, y su jefe, Lenin (véase El hombre que revolucionó el siglo XX, en THE OBJECTIVE de 21 de enero), firmó inmediatamente la paz por separado con Alemania. Al desaparecer el enemigo del Este y concentrar todas sus fuerzas en el frente occidental, Alemania podría ganarle la guerra a Francia e Inglaterra o, como poco, conseguir tablas. La llegada de un millón de americanos perfectamente equipados fue lo que dio la victoria a los Aliados.
Wilson había abierto la botella del genio, y ya no habría forma de volver a encerrarlo. El pacifista profesor de Princeton había roto con la tradición norteamericana del aislacionismo, emprendiendo un camino que llevaría a Estados Unidos a convertirse en gendarme mundial, sosteniendo continuas guerras lejanas como la Segunda Guerra Mundial y las de Corea, Vietnam, Iraq, Afganistán y el Estado Islámico. Y esta supremacía político-militar, como siempre sucede con los imperios, llevaría aparejada el dominio absoluto de la cultura norteamericana que padecemos.
Hasta en el último rincón de la Tierra, incluso en el espacio exterior, nada volvería a ser igual tras la presidencia de Woodrow Wilson.