Chagall: sueños de paz en la pesadilla del siglo XX
La Fundación Mapfre acoge una exposición que muestra la peripecia vital del artista judío, marcada por el totalitarismo
Chagall soñó el siglo XX. Despertó en una pesadilla… y siguió soñando. Fundación Mapfre (Paseo de Recoletos, 23. Madrid) acoge hasta el próximo 5 de mayo Chagall. Un grito de libertad, una exposición con más de 160 obras, algunas tan valiosas como El violinista verde, pero sobre todo con mucho que leer: casi un centenar de documentos, en su mayoría inéditos, procedentes del Archivo Marc e Ida Chagall, que cuentan una historia fascinante, la letra bailando al ritmo vertiginoso de unas imágenes que se antojan rescatados de lo más profundo del inconsciente para dar fe de una realidad demasiado extraña.
Porque el destino se la jugó a Chagall. Nacido en 1887 en Vítebsk, hoy Bielorrusia y entonces parte del imperio ruso, vivió dos guerras mundiales y sufrió las dictadura soviética y nazi. Partió, además, de la tradición judía, que adquirió en aquella época una nueva dimensión. Con Oriente Medio enredado estos días en el penúltimo desgarro identitario, no está de más recordar un artista que recurría sin disimulos al patrimonio cultural de su raza para ir más allá: «Mi pintura no representa el sueño de un pueblo, sino el de toda la humanidad», dijo un anciano Chagall en 1973, en la inauguración del museo que lleva su nombre en Niza.
Esta exposición, comisariada por Meret Meyer y Ambre Gauthier, ahonda en la dramática esperanza del artista, siempre en busca de un diálogo expresivo que mantuviera vivo el sueño de una armonía universal. Justo lo contrario que vio en su peripecia vital, desde su infancia en Rusia a sus viajes y exilios por Francia, Alemania, Palestina y Estados Unidos, pasando por las expectativas truncadas de la Unión Soviética.
Se estructura la muestra en nueve episodios, que arrancan precisamente con este tema nuclear: «Identidades plurales: el artista migratorio» presenta a un Chagall introspectivos, con el autorretrato como principal motivo, a menudo a través de alter egos como el ángel, el gallo, el asno, el macho cabrío o la cabra. En «Rusia. Primera guerra mundial», el espectador se pone en marcha con un viaje iniciático a Francia, hervidero de vanguardias, y un regreso traumático a la Rusia de la Primera Guerra Mundial, cuyo ambiente marcial retrata en el impresionante Le Salut.
Más desgarrador aún resulta, en retrospectiva, «Rusia, ese país que es el mío». Chagall celebra las posibilidades que abre la revolución bolchevique y se implica hasta que la realidad va dejando paso al desencanto. El fanatismo comunista negaba el espíritu libre ansiado por el artista, que tuvo que volver a hacer las maletas. Desde entonces, la Unión Soviética lo repudió como «artista extranjero» hasta que la Perestroika de Gorbachov se avino a rescatarlo: A Moscow Show Brings Chagall’Back Home, titulaba en 1987 The New York Times el desagravio. Llevaba un par de años muerto. Precisamente tres décadas antes, emigrado en Estados Unidos, había escrito en una carta abierta titulada A mi ciudad Vitebsk una emocionada confesión: «No viví contigo, pero no tuve un solo cuadro que no respirara con tu espíritu y reflejo».
Contra la locura nazi
Los dos siguientes episodios de esta historia enfocan una cuestión muy específica: la contribución de Chagall a la modernización del yidish, el idioma de los judíos askenazis del centro y este de Europa. Sus colaboraciones con el Teatro Nacional Judío de Cámara de Moscú y la ilustración de libros, o incluso su implicación institucional quedarán cercenados por la creciente sinrazón burocratizante de la Unión Soviética.
«No son tiempos proféticos» es el atinado título del siguiente capítulo de la muestra. Desencantado, Chagall se traslada con su familia a París. El 21 de septiembre de 1925, en una carta dirigida al crítico de arte Leo Koenig, escribe: «El tiempo no es profético, reina el mal». Paradójicamente profético de lo que se venía. «La pintura como acto militante» explica su contribución a la lucha contra la locura nazi.
El camino del exilio volvió a abrirse en 1941. Instalado en Nueva York, Chagall atraviesa la etapa que la exposición ha definido como «Los artistas mártires: escenas de la guerra y crucifixiones». Desolado por lo que ha dejado atrás, crea obras desgarradoras como La Guerre y se obsesiona con el motivo de la crucifixión.
Finalmente, «Hacia la luz» describe el regreso en 1948 a una Europa herida pero irreductiblemente fértil. El boceto para La Paix, una vidriera para la sede de la ONU, refleja el impulso de un Chagall volcado con el tema de la paz. La intimidad expresiva deja paso ahora a proyectos monumentales, con vidrieras como la ya mencionada y la de la sinagoga del hospital Hadassah de Jerusalén o los tapices y mosaicos para la Knéset, el Parlamento israelí.
Su obsesión por la paz le llevó a recurrir a la Biblia, pero también a técnicas como el collage o cualquier otra que le permitiera mostrar la posibilidad de una convivencia, de una armonía. Murió casi centenario, y sus restos yacen en el cementerio multiconfesional de la pequeña ciudad de Saint-Paul-de-Vence, lo más parecido al paraíso de los artistas en un bello enclave de Provenza francesa.