Tesoros nuevos
Visitar la Galería de las Colecciones Reales de Madrid es recibir una lección de historia sobre los Austrias y los Borbones
El viajero habituado a visitar palacios sabe que la mayoría de ellos guardan unas colecciones supervivientes que rara vez compensan el desplazamiento. Tantas han sido las destrucciones, las rapiñas, los latrocinios y las catástrofes que apenas quedan unas ruinas ordenadas sabiamente para complacer al turista poco exigente: tabaqueras, bacinillas de viaje, espejos de cornucopia, retratos de familiares tediosos, cajas de rapé, relojes de mesa, en fin, vestigios de lo que fue una verdadera colección de la realeza.
No es el caso de la Galería de las Colecciones Reales de Madrid, sita en el Palacio Real, o, mejor dicho, a un lado del mismo, pasada la Plaza de la Armería y delante de la Almudena. La primera sorpresa es el espacio que han creado Tuñón y Mansilla, una construcción de enorme volumen que, sin embargo, está perfectamente domesticada y no abruma. Es el mismo milagro que consiguió Herrera en El Escorial: el de hacer de un orden colosal algo enteramente humano.
Y luego están las colecciones, a las que se accede por medio de unas rampas descendentes que separan el mundo de los Austrias y el de los Borbones en dos plantas muy distantes. Esa es la segunda sorpresa, la de constatar la atmósfera severa, teocrática, altiva y plúmbea de los Habsburgo, en contraste con la mucho más leve, popular, aireada, luminosa, gentil, de los Borbones.
Así nos llega la primera lección de Historia que aprendemos en el lugar: la abismal diferencia entre las dos grandes dinastías que han cubierto más de cinco siglos de la historia de España. Son dos mundos, dos universos paralelos cuya personalidad, muy acusada, conviene apreciar. Si en la zona austriaca los caballeros van siempre de negro, protegidos por su armadura, o jinetes sobre caballos colosales, todo en tonos melancólicos, apavonados, fúnebres; en cambio, en la zona borbónica aparecen los calzones, camisolas y corbatines, la vida familiar y doméstica, las fiestas populares, los colores claros y apastelados, el mundo moderno.
Obras maestras de Goya
A mí me condujo una eficaz consejera de Patrimonio, Karina Marotta, y es conveniente seguir el recorrido de los expertos por la amplitud del repertorio, no siempre conspicuo, y por la importancia de las fechas que nunca son evidentes. A veces debe uno prestar atención a las cartelas, no del todo visibles, porque en estas colecciones sí hay tesoros. Sin embargo, no se trata sólo de pinturas, ya que la inmensa mayoría quedó a resguardo en el museo del Prado, pero sí de tapices, esculturas y muebles.
Me llamaron mucho la atención los Goya que han llegado a esta Galería. Primero dos geniales cuadros de tamaño medio, como de 50 por 30, con una partida de los guerrilleros que se alzaron contra el invasor francés. Se les ve fabricando balas en el primero y pólvora en el segundo. Maravillosos documentos, además de obras maestras del paisaje. Son gente común de la zona de Huesca y Goya representa con suma atención las fases de la fabricación, al tiempo que retrata los personajes con su bravura habitual en una campiña boscosa del mayor interés. Dos prodigios que estaban pensados para la Casita del Príncipe de El Escorial y han sido poco visitados.
Y el tercero es el más espectacular: una grisalla enorme (casi dos metros por metro setenta) en la que figura Santa Isabel de Portugal curando a una enferma. Data de 1816 y es la última pintura que realizó Goya por encargo de la corona. Formaba parte de la decoración del aposento de Isabel de Braganza, pero la expresión de las figuras y lo convulso de los personajes anuncia ya el estallido de las pinturas negras que comenzaría tres años más tarde. Una obra impresionante que se mantuvo envuelta y olvidada en los almacenes de Patrimonio hasta mediados del siglo pasado. Sólo por ella ya era necesario emprender el largo y costoso calvario que ha dado nacimiento a este nuevo y soberbio museo.