Francisco Umbral, resucitado en carne y espíritu
José Besteiro publica un apasionado ensayo sobre el escritor, evocación también de la España de la Transición
El hombre es el estilo, proclamó el conde de Buffon una mañana de agosto de 1753 ante el docto y selecto auditorio de la Académie Française, cuna y placenta del idioma en el que escribieron Montaigne, Gide y Proust. Buffon, por supuesto, no se llamaba Buffon (que era su título, no su nombre), sino de otra forma más terrestre: Georges-Louis Leclerc. «La gloria», sostuvo ese día ante los inmortales de las letras, «no es un bien si uno no es digno de ella». Francisco Umbral (1932-2007), último héroe de la estirpe de los grandes escritores de periódicos, poeta camuflado bajo un océano de prosa esculpida en columnas, libros, crónicas, diarios, auténticas entrevistas inventadas o memorias («Algo hay que hacer, coño, algo hay que hacer», escribía en su excelente Trilogía de Madrid), nunca llegó a la Academia de la Lengua, pero no le hizo falta la sanción académica, que sin duda ambicionó desde su eterna condición de niño grande de la inclusa (hijo de madre soltera, fruto de un adulterio secreto), para trazar una raya en el agua de la literatura entre finales del franquismo y los albores de la democracia.
Umbral era algo así como un agente doble: por un lado, el escritor (muy profesional) que actuaba como tal con obstinación, movido por un resorte oculto; por otro, Pérez (su verdadero apellido) que era el esqueleto, por lo general demasiado sensible a los fríos, que lo cobijaba. Sobre esta dualidad sustenta José Besteiro, escritor y productor audiovisual, Francisco Umbral. Manual de instrucciones (Renacimiento), un libro ensayístico donde se rinde un homenaje (apasionado) al escritor madrileño que —como todo el mundo sabe— se hizo en el Valladolid de la posguerra, antes de tomar por asalto los cielos y la gloria literaria en Madrid.
Besteiro, que antes ya había firmado Un hombre que se parecía a Cunqueiro (Ediciones del Viento), donde traza un perfil del mago de Mondoñedo con lecturas, vivencias y estampas vagamente familiares, hace desde la primera a la última línea de este libro una celebración de la figura del autor de Mortal y rosa, pero la evidente fascinación por el personaje, ídolo juvenil, no impide la justicia (poética) de enjuiciar también sus excesos, contar las altas dosis de teatralidad con la que fue componiendo su figura pública y rendirse ante la brillantez de su prosa, con independencia del recipiente (periódico, libro, estampa) en la que se vertiera.
Besteiro, siguiendo el canon de su asunto (la increíble historia de cómo un niño de posguerra acaba convirtiéndose en Príncipe de Asturias de la Letras), construye aquí una suerte de memorial por acumulación de capas, referencias, impresiones, lecturas, citas y recuerdos. En esto podemos decir que se trata de una biografía a la umbraliana: su Manual de instrucciones sobre Pérez/Umbral es una continuación de ese género de vidas literarias con ritornello que el autor de Un ser de lejanías inventase –en sus comienzos como proletario de la escritura– con Anatomía de un dandy (Larra), el Ramón (Gómez de la Serna) y las vanguardias, el Lorca, poeta maldito y, años más tarde, con Valle-Inclán y sus botines blancos de piqué.
En todas estas biografías, que a Umbral le sirvieron para fabricarse unos antecesores dignos de su gran ambición, generalmente al margen de los hechos, y articular la tradición con la que deseaba (furiosamente) ser interpretado, se percibe la escuela de César González-Ruano (véase su monografía dedicada a Baudelaire) y una voluntad –decidida y deicida– de hacer absolutamente suyo al biografiado, devorándolo. Todas son además perfiles voluntariamente asistemáticos, donde la erudición deja todo el espacio al capricho del impresionismo para que los ejercicios de estilo esculpan al personaje. Umbral habla de sí mismo a través de los otros.
Atormentado y tierno
Besteiro ensaya en este libro el mismo ejercicio –contarse a sí mismo mediante las máscaras de Umbral, a quien trató y al que admiraba– a través de una suerte de variaciones, diríamos que jazzísticas, a lo Jack Kerouac, donde el decir es lo dicho y el recuerdo proyecta toda la ambición creativa. Umbral, por eso, está absolutamente vivo en las páginas de este ensayo, que trasciende al personaje para recrear el perfume ambiental de la Santa Transición en aquel «Madrid de Guermantes» donde un antiguo niño de derechas, «marxista sentimental», percibe bien por dónde soplaba el viento –los/las progres, las libertades, el amor libre, El País– y se orienta para escalar deprisa los peldaños de una escalera social que parecía imposible de subir, y que él culminó, aunque fuera a cambio de someter a una personalidad atormentada y tierna.
Besteiro lo resume bien: un poeta golpeado por la ceniza de la vida –la bastardía, el hijo muerto, la perpetua crueldad ajena– escondido bajo la careta de un ogro (bueno). Algo así como una reformulación del hombre malo de Itzea que representó su criticadísimo Baroja, al que Umbral terminaría por parecerse (mucho más de lo que nunca hubiera reconocido) a pesar de denostar la sintaxis del gran novelista vasco. Ángel Antonio Herrera, que es quien prologa la obra de Besteiro, afirma que a Umbral este libro no le hacía falta, pero a Besteiro, sí. Es discutible, porque un escritor, más que imitadores, necesita lectores duraderos y que pasen a otros la antorcha.
Umbral, que confió toda su posteridad a la reverberación de su personaje, una vez ido a allí de donde ya no se vuelve, no está vacunado contra la erosión del destino. Besteiro lo resucita en carne (dedica varios pasajes a glosar sus libros galantes/sexuales/eróticos) y en espíritu (la frustración, la vida secreta, el vacío de aire que se esconde detrás del éxito), sin edulcorar ni sus tragedias personales ni hagiografiar (en exceso) sus evidentes logros. De ahí que, siendo un libro subjetivo y personalísimo, como lo son todos los que escribió Umbral, se ajuste como un guante al retrato aristocrático oficial que fabricó el propio personaje, pionero de «la literatura selfie», disciplinado farsante autobiográfico, señor de las negritas, eterno maniquí de sí mismo y playboy inventado que pedía leche en las discotecas durante los alegres años del destape. Un hombre que aspiraba a convertirse en estatua del Retiro. Y que lo consiguió.