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Cultura

La más pura ambición

Desde hace siglo y medio vivimos enfangados en el pantano del nihilismo, y el nihilismo es un relato sin esperanza

La más pura ambición

Oscar Wilde. | Wikimedia Commons

Decía Oscar Wilde que «todo lo que es moderno en nuestras vidas procede de Grecia y todo lo que es anacrónico de la Edad Media». Hace tiempo que me persigue esa sentencia tan brutal como certera. Miro hacia atrás y observo que cuando la cultura se proyecta en Grecia se moderniza y se universaliza, y cuando se proyecta en la Edad Media se oscurece, se tribaliza y envejece. Emocionalmente hablando, Grecia transmite energía positiva e idealismo, en cambio la Edad Media ayuda a comulgar con el pensamiento mágico y el oscurantismo, además de abrirle la puerta trasera a un nihilismo tan cortante como el puñal de un godo.

Decía Adorno que el problema de la revolución es que engendra siempre una contrarrevolución, y el Romanticismo fue una contrarrevolución que se opuso con cierta fiereza sentimental al movimiento neogriego, racionalista y neoclásico de la edad de la razón. El Romanticismo tuvo dos fases, la primera neopagana como la Ilustración, que miraba con fervor hacia Grecia e Italia, y que era universalista. El que mejor la representó fue Goethe. Pero ese esplendor de los sentimientos nobles, de las ideas, de las emociones vinculadas a la belleza, dio paso a una segunda fase del Romanticismo, nostálgica y medievalista, que albergaba el veneno del nacionalismo, del apego a lo local, del tribalismo. Era la reacción localista al universalismo anterior, era el miedo a la ausencia de fronteras, era, en realidad, el miedo a lo desconocido. 

El nihilismo ruso, que fue una excreción del Romanticismo, dejó claro que había en las dos fases del Romanticismo mucha materia nihilista que se podía aprovechar, y que el nihilismo ruso aprovechó sin la menor duda: la negación de la razón en beneficio del sentimiento es un principio romántico y también nihilista, y el culto a la subjetividad, a la originalidad, a la fantasía negando toda forma de objetividad también lo es. Recordemos que el héroe nihilista de Turguénev decía que no existen los principios, que sólo existen las sensaciones, las emociones, los sentimientos.  

El problema es que no hemos superado esa situación desde que apareció, y ahora mismo el nihilismo impregna todas nuestras moléculas. Tras la muerte de Dios se decretó también la muerte del hombre: el nihilismo alcanzando el cenit de su esplendor, al proclamar la defunción del Autor y la Obra. ¿Cuándo todas las estructuras desaparecen accedemos finalmente a la desnudez de la existencia? Sería una manera muy esperanzadora de verlo, la otra apuntaría directamente al infierno. 

«La historia es una cámara de ecos relativamente fieles al sonido original»

El hecho de que ahora, para ser hombre o mujer, baste con el sentimiento, es juzgado como una forma burda de negación, cuando en realidad es un planteamiento que hunde sus raíces en el nihilismo clásico, y podría haberlo sostenido el protagonista de Padres e hijos: «No existen las figuras del Hombre y la Mujer, sólo existen las sensaciones», pudo declarar Bazárov en una ciudad de provincias rusa una tarde de 1836. No es un problema de ahora, aunque lo parezca. La historia es una cámara de ecos relativamente fieles al sonido original.

Por debajo de las apariencias relucientes de una sociedad reluciente como la nuestra se desliza siempre un flujo de negatividad pura, así como el empeño insistente, envolvente, enloquecedor, de negar los principios de la razón. Un amigo mío, nihilista hasta la extenuación, llamó a ese movimiento del alma «la más pura ambición», porque se proyectaba en la nada. Mi amigo soñaba con un gran socavón en el universo del sentido por el que se precipitaban las almas. Toda una aspiración mística, y en la mística el ser es asombrosamente parecido a la nada. Desde hace siglo y medio vivimos enfangados en el pantano del nihilismo, y el nihilismo es simplemente un relato sin esperanza, que emana de la pulsión de muerte: una pulsión primordial que nos acompaña desde el primer instante de la vida, cuando tenemos que decidir entre respirar o volver atrás, al útero materno, o aún más lejos: a la insensibilidad de la materia. 

El mundo es ahora un carnaval donde danzan todas las máscaras del nihilismo, siguiendo un ritmo tan repetitivo como obsceno, pero es difícil cambiar el argumento. Faltan las ideas y falta el instinto que le da forma a la esperanza y que crea, entre sombra y sombra, ángulos de luz. Falta el deseo de sostener «el inmenso edificio del pasado», como hubiese dicho Marcel Proust. «¿Qué significa nihilismo? Que los valores supremos han perdido su crédito», decía Nietzsche y añadía: «Lo que nos aguarda, lo que va a venir de todas formas, es eso: el nihilismo. Yo sólo anuncio su advenimiento». 

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