Joseph Roth, cronista curioso de la Europa de entreguerras
Ladera Norte edita una selección de artículos publicados por el escritor austriaco entre 1918 y 1938
El periodo de entreguerras permanece en la memoria colectiva como una época de luces y sombras en la que el esplendor fugaz de los «felices años veinte», con los progresos democráticos, sociales y feministas en algunos países occidentales, se oscurece tras el Crac del 29, el auge de los totalitarismos y los inminentes conflictos bélicos. De algún modo, ese aire de fin de fiesta se refleja en Gabinete de curiosidades, un volumen de crónicas del austríaco Joseph Roth (1894-1939), editado por Ladera Norte y seleccionadas por Berta Vias Mahou de entre sus más de 1.300 artículos periodísticos, que ocupan tres tomos en su edición en alemán. El autor, hoy más conocido por novelas como Job. Historia de un hombre sencillo (1930), La Marcha Radetzky (1932) o La leyenda del santo bebedor (1939), fue un escritor prolífico que durante años cultivó, además, y con gran éxito, el periodismo.
Nacido en una localidad de la actual Ucrania, entonces Galitzia Oriental, provincia del Imperio austrohúngaro, Roth ya vino al mundo marcado por el desarraigo: hijo de una mujer judía, no llegó a conocer a su padre, que desapareció antes de su nacimiento, y desde su infancia fue testigo de la pobreza y la discriminación que asolaban la zona y a los judíos en particular. Después vinieron la caída del imperio y la Gran Guerra, que transformaron el mundo tal y como lo había conocido y lo convirtieron en un escritor apátrida. Vivió casi siempre en habitaciones de hotel, ligero de equipaje, y frecuentó los círculos bohemios de ciudades como Berlín, Frankfurt, Viena o París, donde murió, aquejado por el alcoholismo y la miseria. Con esta trayectoria, no es de extrañar que su obra exprese una mirada atenta y sensible a las desigualdades y los problemas de la población común. En concreto, se interesa por el ser humano, por la vida de los más desfavorecidos, los marginados, los solitarios, los derrotados; aquellos a los que casi nadie se atreve a mirar por temor a descubrir la cara menos amable de la sociedad. Bajo el lustre aparente del prestigio intelectual, él nunca dejó de ser uno de ellos.
Observador curioso y desprejuiciado, escribió sobre los asuntos más variopintos; no había tema trivial para él y él ya se encargaba de hacerlo sugerente para los demás con sus palabras. Esta selección, que no existe en ninguna otra lengua y comprende piezas publicadas en diferentes medios entre 1918 y 1938, la mayoría inéditos en castellano, se centra su fascinación por la «maravilla», lo que se suele denominar extravagante, singular o raro. Entre sus páginas abundan los perfiles de artistas del espectáculo y el entretenimiento: bailarinas, titiriteros, payasos, quiromantes, videntes, magos y hasta un faquir, junto con lugares o artefactos singulares, como la linterna mágica, el panóptico o un simple disfraz. Hay asimismo un ciclo de deportistas (un boxeador, un motorista, un campeón de tenis, un velocista) y otro de los oficios menos visibles del periodismo, como el redactor nocturno o el reportero/a (que firma bajo seudónimo) de moda.
Eso sí, Roth no los describe desde el asombro encantado de un espectador acrítico, sino que penetra en su lado vulnerable, en la persona que se oculta bajo el uniforme. En El café de la undécima musa, escribe sobre los artistas cuando salen a tomar algo después de la función, cuando pueden ser ellos mismos sin uniforme, claro que algunos siguen destacando a su pesar («Un negro que también en el café es negro. El color de su piel es una atracción natural, eficaz en cualquier momento y lugar», p. 103); en La muerte en el circo, evoca la estampa triste de un payaso que cae fulminado en plena actuación («Tuvo una muerte de payaso. Maquillado y con traje de bufón, las colas del frac revoloteando y un sombrerito abollado sobre la peluca rubia con tupé, se escurrió hacia el más allá», p. 61); en Marionetas, lleva a su sobrina a una función de este tipo, pero, lejos de limitarse al esparcimiento, le muestra también sus ruinas, esto es, lo que queda de los muñecos cuando se baja el telón y se apaga la magia.
Roth no se limita a quienes se salen de la norma por un talento fuera de lo común; también habla de inadaptados en un sentido menos espectacular: trabajadores poco cualificados, desempleados, lisiados, de cualquier edad, género, nacionalidad o etnia. Gente anónima con la que se mezclaba en la calle o en los cafés, y a la que escuchaba con atención, porque el buen periodista sabe que el centro de la crónica no debe ser él mismo. En Desempleado, plasma la sorpresa de un gesto amable cuando uno está acostumbrado a que le cierren todas las puertas: «Había personas en la tierra que no sólo habían desayunado bien. ¡También les daban los buenos días…!» (p. 25); en La criada por encima de la barandilla de la escalera, denuncia los abusos de poder y la deshumanización de los trabajadores, con una brillante metáfora de la criada con la vajilla que ha roto sin querer: «El señor teniente coronel […] tiró a su criada por encima de la barandilla de la escalera porque por descuido había roto algún plato. La chica cayó de espaldas y resultó herida de tal gravedad que se la podía confundir con la vajilla rota. La llevaron al hospital y no es del todo seguro que la vayan a reparar» (p. 113).
Marginados y perdedores
El autor afila la pluma cuando se trata de niños e inmigrantes, como en el bellísimo Los hijos de los desterrados: «¿Hay algo más doloroso que ver a niños que saben? Saben más que sus padres. Ven de una manera tan aguda e implacable, que parece que son sus progenitores los que tienen la mirada inocente del niño» (p. 240). Detecta asimismo las contradicciones del feminismo occidental en La reina de belleza, donde describe dichos certámenes como una nueva forma de explotación revestida de glamour, además de una fábrica de juguetes rotos: «A las mujeres, que acaban de demostrar que pueden ser parlamentarias, abogadas y miembros de un jurado, parece especialmente valioso recordarles de cuando en cuando aquella vieja tradición por la cual eran ofrecidas sobre todo en los mercados públicos» (p. 206). Y, a propósito de las mujeres, no se olvida del aborto y otras prácticas ginecológicas clandestinas (Ayuda discreta).
A veces, comparte experiencias personales, más o menos aderezadas por las piruetas narrativas, y a menudo teñidas de nostalgia por los ritos iniciáticos que fueron para él las mujeres de los calendarios de su infancia, las imágenes de Conchinchina de un estereoscopio panorámico o la observación de la joven ayudante de un mago. Hay, por ejemplo, un relato muy hermoso sobre su segundo amor (hasta para esto es original: en lugar de narrar el primero, cuenta el segundo, con su momento de furor y su pérdida de chispa), un reencuentro con un compañero de estudios del que no consigue recordar el nombre (y que da pie a jugosas reflexiones sobre las trampas de la memoria), y hasta una recomendación entusiasta de Joseph Conrad, un autor muy diferente a él en sus mundos narrativos, pero con el que compartía su condición de apátrida y políglota («Usted ya no es joven, querido tío. Ya no conocerá el océano. Los pasajes de barco son demasiado caros. ¡Lea el océano…!», p. 159).
No obstante, como bien dice Alice Munro, lo autobiográfico no reside tanto en los hechos como en la forma, por eso estos artículos, todos, se leen a su vez como una suerte de autobiografía involuntaria. Porque ahí está la gracia, en el estilo creativo de Roth, su modo de estar en el mundo, el punto de vista desde el que narra. Tiene una imaginación portentosa, no por fijarse en lo extraordinario, sino por recrear lo cotidiano, lo gris, desde una mirada única, fresca y perspicaz. Hace malabares con las palabras como un alfarero que moldea un jarrón, forja imágenes inesperadas, da la vuelta a los tópicos. Se detiene en las minucias para engrandecerlas, y hace arte hasta de algo tan anodino como la rutina mañanera de un vecino (Un hombre se aburre).
El suyo es un humor amargo teñido de una (oportuna) crítica social que aún resuena en estos tiempos, que en cierto modo tienen bastante en común con aquel periodo. Es de agradecer el trabajo titánico de la editora para hacer realidad este libro (porque así es: los escritores escriben y los editores hacen libros), que además va ilustrado con fotografías que evocan aquel ambiente. Sí, vale la pena descubrir a este Roth desencantado y curioso, un Roth que hace literatura de cada pieza, y que quizá por eso sigue tan vivo.
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