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Cultura

Xavier Nueno y el arte de reducir la biblioteca

El autor del ensayo ‘El arte del saber ligero’ plantea un recorrido histórico por la relación del ser humano con los libros

Xavier Nueno y el arte de reducir la biblioteca

Xavier Nueno. | Libros a mí

Todo lector avezado sabe que cuanto más se lee, más consciente se es de todo lo que no llegará a leer nunca. Los libros llevan a otros libros, cuando se profundiza en un autor o un tema este abre puertas que a su vez desembocan en nuevas sendas. El aprendizaje, o, mejor, el descubrimiento, no se termina jamás; y esto sería una buena noticia si no fuera por el vértigo que a menudo se experimenta ante la imposibilidad de leerlo todo, de estar al día de todo, de abarcarlo todo. Solo sé que no he leído nada. Y ya no solo se trata de libros: artículos, vídeos, podcasts, notificaciones. El flujo de información no cesa y la sensación de urgencia parece inundarlo todo. ¿Cómo salir de este bucle?

En este contexto, un ensayo titulado El arte del saber ligero. Una breve historia del exceso de información (Siruela, 2023) resulta cuando menos sugerente. Su autor, un hasta ahora desconocido Xavier Nueno (Barcelona, 1990), es doctor por la Universidad de Harvard e investiga la historia del conocimiento desde un enfoque multidisciplinar que abarca pensamiento, arte, ciencia y tecnología. El autor, lejos de ofrecer una guía práctica para orientarse ante la profusión de contenidos, no pretende dar ninguna receta cual Marie Kondo bibliófilo, sino que plantea algo mucho más pertinente: un recorrido histórico por la relación del ser humano con los libros y, en particular, con la biblioteca, desde la Antigüedad hasta la época contemporánea. Porque, y ahí radica lo novedoso de su propuesta, nos dice que el desasosiego ante la abundancia, si bien hoy ha ido a más y no afecta solo a la minoría de lectores de libros, no es nuevo.

Sí, mucho antes de la era digital, nuestros antepasados también se sintieron abrumados ante las estanterías de la biblioteca. Ahora bien, ¿de dónde surge esta preocupación? O, en otras palabras, ¿por qué nos sentimos mal al percatarnos de que nunca llegaremos a leerlo todo? Pervive el mito cultural de la biblioteca como fuente del conocimiento, de erudición (o, al menos, especialización) que aspira a aumentar de forma progresiva. Vivimos inmersos, además, en una sociedad que tiene muy presente el pasado, se repite la consigna de no olvidar, lo que va unido al espíritu de conservación. En la historia reciente se quemaron libros en la hoguera (y aunque, como bien señala Nueno, no se hizo con el afán de acabar con toda la biblioteca, sino de censurar lo que consideraban contrario a sus ideas), en el imaginario colectivo se asocia la destrucción de libros al fanatismo, a los regímenes autoritarios que la democracia trata de dejar atrás.

Sin embargo, es posible ser partidario de la reducción de la biblioteca sin oponerse a la cultura ni al pensamiento. Siempre han convivido dos tendencias: una, que nace de la vocación renacentista de recuperar las obras clásicas y restaurarlas de los «añadidos» que los medievales hicieron con fines didácticos, valora la conservación cuanto más íntegra mejor de los textos como parte de una civilización cultivada; la otra tendencia, en cambio, defiende que acumular de manera acrítica es tan peligroso como dejar que todo se pierda, puesto que en el exceso se mezclan obras magnas y mediocres, y se corre el riesgo de que lo irrelevante tape lo sustancioso. Es decir, seleccionar y desechar, para esta corriente, no solo no supone una afrenta para el conocimiento, sino que, de hecho, se erige en su salvación. Lo demostraron los ilustrados con la Enciclopedia, que pretendía ofrecer una síntesis esencial para el ciudadano. Tanto los humanistas del Renacimiento como los pensadores modernos remaban a favor de la cultura y su noción de progreso, solo que desde sistemas distintos.

Esta revisión de la historia de las bibliotecas pone de relieve la importancia del soporte y del canal por el que llega a los lectores, factores inseparables de la relación que estos establecen con el libro, y que dicen mucho del perfil del público y lo que espera de la lectura. Los «cazadores» que rescataban los manuscritos perdidos de la Antigüedad en monasterios y abadías sentaron las bases de la filología con su estudio de las diferentes versiones conservadas, y lo difundieron entre el círculo (restringido) de intelectuales de Europa. Con la imprenta, se produjo el primer gran salto: del trabajo manual del copista a la maquinaria, de una cultura oral a una escrita. El conocimiento ya no dependía de la memoria, y la proliferación de impresos dio lugar a la invención de dispositivos para organizar el saber, como el fichero, un paso clave en el desarrollo de la biblioteca que convirtió el texto en un «conocimiento portátil».

Saber portátil

Durante la Ilustración, con el asentamiento del espacio público y gracias a la creciente alfabetización, se extendieron las publicaciones periódicas: el conocimiento salía de la biblioteca, devenía más ligero y se liberaba de la obligación de permanencia o compleción, puesto que se asumía que era una información parcial y en reconstrucción constante. En esas circunstancias, el académico de biblioteca a la vieja usanza perdió prestigio; lo que se valoraba no era el saber enciclopédico, sino la escucha de esos panfletos más urgentes y la flexibilidad para forjar un «canon del saber portátil, abreviado, ligero y móvil» (p. 144); se impuso una orientación práctica. Más allá de periódicos y revistas, esta forma de relacionarse con la cultura escrita repercutiría en la lectura de libros; Nueno pone a Montaigne como modelo de lector «amateur», que no aspira a leerlo todo ni a hacerlo con el mismo método que un universitario; le basta recoger fragmentos de aquí y allá, entendidos no solo como partes del texto sino como aquello personal e intangible que cada uno extrae de la obra. No se trata de leer con fines educativos, sino por el puro goce de la experiencia, que luego se comparte al hablar o escribir sobre ella.

Quizá, al final, no se trata tanto de encontrar una solución al «problema» sino de dejar de percibirlo como tal. Cambiar el enfoque para «organizar el pesimismo que genera el saber lúgubre de las universidades en una forma vivible del conocimiento» (p. 194). O, en otras palabras, entender que lo importante no es abarcar más, sino asimilar lo leído y disfrutar de la inmersión. La relación única e íntima que cada lector establece con su biblioteca, con mención especial a los «libros de cabecera» como selección reducida y no obstante inagotable en el sentido de que uno siempre vuelve a sus páginas y cada vez le aportan algo distinto. Renunciar a determinados libros no es una pérdida, porque nunca los habíamos llegado a incorporar a nuestra mente. Y es que, como razona el autor, «la vida cultural de los libros no transcurre en las bibliotecas, sino […] en la memoria subjetiva» (p. 209).

Aunque el libro no entra a fondo en la situación actual, resulta inevitable preguntarse cómo continúa esta historia. El espacio público, la prensa, se ha trasladado a la red; cambio de soporte, aumento de velocidad, pérdida de foco, contenidos más breves y directos. Y agentes nuevos: los prescriptores de las redes sociales. La crítica literaria (o de cualquier ámbito) tradicional ha perdido su autoridad, mientras que la recomendación informal entre aficionados gana influencia; he aquí otro triunfo del amateurismo, de la lectura como actividad lúdica y compartida, que además innova en los formatos. No es que la prescripción tradicional haya desaparecido –las dos tendencias conviven–, pero en apenas 40 años ha surgido otra práctica que sin duda se analizará en el futuro.

El arte del saber ligero, en suma, es uno de los ensayos más interesantes de los últimos meses, que, además, supone el descubrimiento de un autor perspicaz, con olfato para detectar las incertidumbres del presente y tenacidad para sugerir nuevos rumbos con claridad. Tan importante es tener algo que contar como encontrar la forma adecuada, y Nueno se revela como un escritor ágil, erudito pero nada arduo en la exposición, inteligente en los ejemplos y en los vínculos con la actualidad, con una argumentación ordenada, con cada parte bien delimitada y coherencia de conjunto. En cierto modo, el ensayo es una reivindicación indirecta de las humanidades: mientras pierden peso en la enseñanza en aras de una supuesta «utilidad», de unos estudios con más «salidas», este libro demuestra que desde el pensamiento también se puede responder a las necesidades actuales, e incluso de manera más original y eficaz que los consejos de tecnólogos, economistas y psicólogos ante el exceso de información. Porque, en lugar de cambiar lo externo, la clave está en cultivar el camino interior. Y esta obra, claro, es de las que el lector hace suyas; Nueno se queda en la biblioteca.

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