'Disco, Ibiza, Locomía': mucho más que abanicos y lentejuelas
La película de Kike Maíllo retrata el torbellino de desenfreno y el choque de egos del grupo que triunfó en los años 80
En la historia del pop español, Locomía es como mucho una nota a pie de página. Tal vez ni eso. En cambio, como curiosidad sociológica sí tiene cierta gracia. La irrupción de ese grupo de tíos con lentejuelas y hombreras imposibles que bailaban con abanicos gigantes resultó muy llamativa en la sociedad española de finales de los ochenta y principios de los noventa. Pero sin duda, lo más jugoso del fenómeno es el choque de egos, las trifulcas legales, los líos y las manipulaciones que hubo entre bambalinas. Algo así como Duelo de titanes o Juego de tronos en versión sainete celtíbero.
Locomía resucitó en 2022 en forma de serie documental de tres capítulos en Movistar +. En ella eran entrevistados casi todos los implicados todavía vivos -varios miembros de la formación murieron jóvenes-, pero lo más interesante era el enfrentamiento a cara de perro entre las dos almas del proyecto. A un lado del ring, Xavier Font, que creó y dio nombre al grupo de gogós que bailaban con abanicos en la macrodiscoteca Ku de Ibiza. Su contrincante: el productor José Luis Gil, que vio el potencial de aquellos jovencitos estrafalarios y los empaquetó como producto para lanzarlos en el mercado pop mainstream, tirando de playback y otras (malas) artes. Ahora el tema ha saltado al formato de largometraje de ficción de la mano de Kike Maíllo: Disco, Ibiza, Locomía.
Aciertan Maíllo y su coguionista Marta Libertad en dos decisiones fundamentales para que la película funcione. Por un lado, la estructuran a partir de un acto de conciliación al que han sido convocados el productor José Luis Gil y los miembros de la formación por las demandas cruzadas que se han puesto después de que el muy rentable invento de Locomía saltara por los aires. Es a partir de esta reunión que se van sucediendo los hechos. La estructura es muy eficaz y permite contar de manera ágil la rocambolesca peripecia del grupo e ir perfilando la personalidad de los protagonistas.
El segundo acierto es el tono elegido. Se podría haber optado por el drama, exacerbando la tensión de los celos, la manipulación y el torbellino de drogas y desenfreno en el que se sumergieron algunos de los personajes. Sin embargo, se opta -con buen criterio- por un tono ligero de comedia, que es el vehículo idóneo para contar una historia como esta. Las tensiones y torbellinos apuntados más arriba están, claro, pero abordados con la sordina de la comedia, evitando cargar las tintas melodramáticas. La estrategia, por cierto, es la misma que se aplicaba en Milli Vanilli: Girl You Know It’s True -que reseñamos en THE OBJECTIVE cuando se estrenó hace un par de meses-, otra película sobre cantantes que no cantaban y un productor muy avispado.
Con su tono liviano, la cinta de Maíllo resulta veraz y creíble con dos pequeñas salvedades. Se le va un poco la mano en la caricatura del productor y sobre todo de su hermano, que ejercía de road manager. Y se saca de la manga un final feliz con una emotiva reconciliación entre los dos principales implicados que huele a cuento de hadas. Sin embargo, estas dos pequeñas pegas son poco relevantes en una cinta que narra con suma eficacia el litigio y la egolatría desbocada que acabaron con la gallina de los huevos de oro de Locomía.
Ambigüedad sexual
La evolución del artefacto tiene su interés: empiezan siendo un grupo formado en su mayoría por gays que actúan como gogós de discoteca bailando con unos enormes abanicos. A estos personajes de la subcultura discotequera ibicenca los ve actuar José Luis Gil -productor de estrellas como Raffaella Carrà, Miguel Bosé, Perales, Nacha pop, Mónica Naranjo…- y olfatea que, puliendo mucho, hay un éxito en potencia.
Entre las cosas que debían pulirse: había que diluir al máximo la sexualidad de los componentes del grupo, porque las fans eran chicas. Muy listo, Gil sentencia que «la ambigüedad vende» -lo sabían bien Bowie y otras estrellas del glam rock-, pero no se podía triunfar como estrella pop mostrándose abiertamente gay. Visto hoy, puede parecer chocante que todas esas fans adolescentes fueran incapaces de ver lo que era muy evidente: que los ídolos con los que fantaseaban eran homosexuales.
Gil sabía muy bien a qué jugaba y obligó por contrato a los miembros de Locomía a no hacer ninguna mención explícita a su orientación sexual y a disimularla en público. De hecho, la adoración de las fans era tan intensa que provocó que la única componente femenina de la formación fuera apartada en plena gira americana, porque al público no le interesaba lo más mínimo. Sin embargo, había otro problema previo con el que el productor tuvo que lidiar: el líder del grupo, Xavier Font, tenía más narcisismo que talento y no sabía ni cantar ni bailar. En realidad, fue el propio Gil quien grabó sus partes vocales y en las actuaciones se tiraba de playback. Pero el lastre se hizo demasiado pesado y decidió apartar a Font, ofreciéndole encargarse de una tienda de ropa y abanicos de Locomía. Incapaz de digerir la afrenta, este acabó firmando con otro productor y llevándose a los miembros de la banda; Gil contraatacó y creó un Locomía alternativo en el que actuaba el hermano de Font. Y la cosa acabó en una agria disputa legal.
El productor lo dice muy claro en la película: «Yo convertí una anécdota ibicenca en un éxito internacional». Esta historia podría ser la de unos artistas que vendieron su alma al diablo, prostituyendo su creatividad -y ocultando su sexualidad- para triunfar en el mercado masivo. Pero no eran artistas, sino un grupito de chicos con buena planta que bailaban con abanicos y salieron en la tele durante unos años. Lo verdaderamente interesante son las maquinaciones, la lucha de egos y los celos, y eso es lo que cuenta de forma muy solvente Disco, Ibiza, Locomía.